¿Quién le teme a Donald Trump?

Carlos Ramírez

El político y empresario ex demócrata y ahora radical republicano Donald Trump se ha convertido en un personaje exorcizable: la gran prensa estadounidense decretó su derrota en las elecciones intermedias del pasado 8 de noviembre y esa misma gran prensa acomodó la interpretación inmediata de los resultados como un gran descalabro del expresidente, pero esa gran prensa ha iniciado una campaña de propaganda política para demonizar a Trump y convertirlo en el malo de la película.

Sin embargo, el fenómeno Trump forma parte de la descomposición y reorganización psicológica del espíritu estadounidense, porque puede aventurarse la hipótesis de que el país americano se ha dividido en dos partes casi iguales: los seguidores de Trump y los adversarios-enemigos de Trump. Por ello, todo el aparato de propaganda política del establishment americano se ha volcado en construir una personalidad diabólica de Trump, cuando en realidad representa el lado oscuro del pensamiento puritano estadounidense, no es una anomalía histórica y sí es producto de las contradicciones históricas, sociales y política en Estados Unidos.

La semana pasada, los dos diarios más importantes de EU –el The New York Times y el de The Washington Post— coincidieron en señalar a Trump como el gran derrotado de las elecciones legislativas y trataron de crearle un contrapunto republicano en la personalidad del gobernador reelecto de Florida, Ronald DeSantis, como pre-precandidato presidencial, aunque todavía siendo una figura muy local; en términos de competitividad, el gobernador de Texas Greg Abbott tiene mayor presencia nacional y maneja con habilidad la potencialización de la crisis migratoria para arrinconar a los demócratas del presidente Joseph Biden.

En los hechos, Donald Trump es exactamente lo que dicen sus adversarios: un político ranchero, puritano, conservador, antiestatista, pro empresarial y adjetivos más o menos similares; sin embargo, hasta el prestigiado periodista Bob Woodward, el de Watergate del The Washington Post, pareció caer en el garlito de los adjetivos anti Trump y al dar a conocer el contenido de varias conversaciones telefónicas que tuvo con el entonces presidente, Woodward presentó un retrato más anímico de su repudio personal que la caracterización mediática de un político; la lista de adjetivos cincelados por Woodward pareció no tener límite, de acuerdo del recuento de la analista Martha Aguilar en el periódico mexicano El Independiente:

“Trump es un peligro sin precedentes”, es “imprudente, repetitivo, como si decir algo con frecuencia lo hiciera verdad”. Al escucharlo sobre varios temas, desde política exterior hasta el coronavirus y la injusticia social, “está claro que no sabía qué hacer”. Woodward describe a un Trump “desconectado de las necesidades y expectativas del público y su enfoque en sí mismo se convirtió en la presidencia”. Después de cuatro años en la Casa Blanca, Trump aprendió “dónde están las palancas del poder, y que el control total significa instalar “leales absolutos” en puestos clave del gabinete”. Trump recuerda lo fácil que es destruir “lo que no entiendes: la democracia y la presidencia”.

Es posible que el expresidente Trump se ajuste a la perfección al retrato de Woodward, pero el análisis político tiene que ir más allá: qué representa Donald Trump que genera tanto repudio –el rechazo en grado superior– de la opinión política estadounidense y qué encuentran los electores en el expresidente para seguirlo posicionando como una figura con capacidad para competir y en su caso ganar la presidencia en el 2024.

El estilo atrabancado personal de Trump no da para tanto odio y si alcanza para justificar cualquier cúmulo de críticas. Lo que quizá los analistas estadounidenses no quieren reconocer es que el expresidente Trump representaría el perfil imperial, racista, puritano y excluyente del estadunidense medio que el actual acuerdo o entendimiento demócrata-republicano ha encontrado en la definición de un parámetro ideológico izquierda-derecha solo en función del papel imperial de Estados Unidos en el exterior. Pero aún sin Trump, una derecha antigua y de derechos excluyentes ha comenzado a consolidarse en el ánimo electoral y social, como lo revela el hecho de que la Corte Suprema haya terminado con el derecho al aborto, el que por cierto Trump nunca quiso liquidar y solo se concretó a cortar los apoyos del presupuesto gubernamental a las clínicas antiaborto, aunque manteniendo el derecho de las personas e interrumpir sus embarazos.

Trump se ha convertido en el enemigo público número 1 del establishment estadounidense, pero en una dinámica social y de comunicación en el que las agresiones en contra del expresidente solo lo fortalecen. El resultado electoral del pasado 8 de noviembre quiso ser vendido como la gran derrota política de Donald Trump y el surgimiento del liderazgo republicano en la figura de DeSantis, pero en los hechos el expresidente sigue siendo la figura más importante que ya anunció su promulgación como precandidato presidencial republicano para el 2024.

Nunca se habían publicado tantos libros ni textos periodísticos para demonizar a una persona, pero tampoco nunca se había visto a una persona como Trump nutrirse en su ánimo y su personalidad con el tono de las críticas, inclusive algunas que ya están invadiendo el terreno personal de sus relaciones con su esposa Melania, una personalidad muy incomprendida que solamente pudo ser explicada en su perfil político dentro del equipo de Trump en el 2020 en el último libro de Woodward sobre la campaña presidencial.

Donald Trump, pues, está de regreso a la política activa de la que nunca se fue y en solo dos años ha fortalecido su base electoral como para preocupar a los demócratas que carecen de alguna figura con fuerza social que pudiera enfrentar al huracán Trump.

El contenido de esta columna es responsabilidad exclusiva del columnista y no del periódico que la publica.

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