Espejos

 Javier Sicilia

En Vida y destino, una de las novelas fundamentales del siglo XX, Vasili Grossman narra un encuentro entre el bolchevique Mostovskói, un fundador del partido comunista, y el teniente coronel Liss, representante del Servicio de Seguridad nazi del campo de concentración en el que el ruso se encuentra preso: “Cuando nos miramos el uno al otro –dice Liss a Mostovskói–, no sólo vemos un rostro que odiamos, contemplamos un espejo (…) ¿Acaso no se reconocen a ustedes mismos, su voluntad en nosotros? ¿Acaso para ustedes el mundo no es su voluntad? ¿Hay algo que pueda hacerlos titubear o detenerse? (…) Ustedes creen que nos odian, pero es sólo una apariencia; ustedes se odian en nosotros (…)”.

Es poco probable que Grossman, que escribió su novela en 1952, haya conocido la teoría del espejo formulada por Lacan en 1949. Pero de alguna forma la sintetizó: miramos en el otro lo que más nos desagrada de nosotros: aquel que tiene mis rasgos más despreciables es mi semejante, mi hermano.

Hoy ese juego de espejos en México se da entre populistas y demócratas. Unos y otros se odian y combaten con igual desprecio. Se dirá, sin embargo, que este odio nada tiene que ver con el que Grossman expone en ese diálogo cuya realidad Hannah Arendt se encargó de explicar en Los orígenes del totalitarismo: el odio que los enfrenta es distinto; no es el del espejo, sino el de dos proyectos contrarios: el de la opresión y el de la libertad. Si atendemos a sus principios, la desemejanza es indudable. Pero si lo hacemos con sus conductas y resultados, el parecido es de la misma índole que el odio encarnizado que provoca el espejo. Norberto Bovio lo sintetizó en una frase: la diferencia entre las democracias y los populismos –las dictaduras, dice Bovio- es que en unas las élites “se proponen a sí mismas” y en los otros “se imponen”. ¿Con que objeto? El de mantener el poder a costa de la gente y de la operatividad del Estado. El caso de México es a este respecto claro.

Una de las características del Estado mexicano ha sido desde siempre su incapacidad para cumplir con su vocación fundamental: dar seguridad, justicia y paz a la sociedad. La poca que hubo durante la dictadura del PRI fue a base de miedo, represión y clientelismo. A partir de la transición democrática, esas estructuras se fragmentaron y poco a poco fueron capturadas por lógicas y grupos criminales que, criados por el propio PRI, ya no tuvieron ni control ni contrapesos. De otra forma es inexplicable que desde Salinas de Gortari hasta AMLO, no obstante la creación de instituciones, incluso intermedias –organizaciones de derechos humanos, feministas, LGBT, movimientos indígenas y de víctimas–, lo que tengamos sea un crecimiento exponencial de la violencia y la impunidad. Los gobiernos desde entonces no han hecho otra cosa que ceder las instituciones del Estado a estructuras violentas, ilegales (el crimen organizado) o legales (las fuerzas armadas), culpándose mutuamente de sus fracasos. Como Liss y Mostovskói, populistas y demócratas odian en su antagonista su misma ambición: la de administrar una soberanía basada en controles criminales.

Lo que el PRI y el PAN odian en AMLO es lo mismo que les hizo perder el proceso electoral: la corrupción, el aumento exponencial de la criminalidad, el casi 100% de impunidad y la destrucción del medio ambiente mediante proyectos desarrollistas. De igual forma, lo que el populismo de AMLO y Morena odia en sus enemigos es la misma destructividad e incapacidad de su propio gobierno. Fuera de que unos, en nombre de la democracia, quieren que la administración del infierno sea rotativa y los otros, en nombre del pueblo, perpetua, la realidad es la misma: la inoperancia del Estado.

Si el populismo de AMLO y Morena tienen, como en su momento el comunismo, un mejor cartel es porque su discurso, no la realidad que encubre, ha sido más eficiente en canalizar su propia impotencia al odio contra su espejo. Un día caerá y volveremos a llevar al poder a otros que, como ya lo hemos visto, serán siempre peores y buscarán a su espejo para canalizar su miseria.

Lo que muestra este nuevo odio, no es, como lo anunciaba la novela de Grossman, el principio del fin de los totalitarismos, sino el del Estado que nació con el pensamiento ilustrado, se extendió por todo el mundo y, después de pasar por diferentes etapas, ya no tiene otra cosa que ofrecer que violencia y miedo. Ni populistas ni demócratas lograrán recomponerlo. Cuando terminen de devorarse no quedará más que la violencia y el resentimiento del que se alimentan. Ya sea gobernados por un “ideólogo de la lumpen-política”, como dice Claudio Lomnitz, o por ideólogos de la democracia, el Estado como lo concebimos se volvió inoperante. Su característica es el “desdibujamiento de las fronteras entre la economía ilícita (el crimen organizado), el gobierno y la sociedad”.

Es tiempo de pensar en nuevo pacto social, de reformular la vida a escala humana y prescindir de un monstruo enfermo y decrépito. Mientras encontramos la lucidez para hacerlo, no haremos más que reditar de otra manera el juego de espejos entre Liss y Motovskói en un campo de concentración que se volvió inmenso.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

Este análisis forma parte del número 2418 de la edición impresa de Proceso, publicado el 5 de marzo de 2023, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.  

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