El mito democrático
Javier Sicilia
Después de la larguísima e insoportable contienda electoral, la pregunta que se impone es: ¿tenemos democracia? Si la reducimos al momento de la elección habría que decir “sí”: Claudia Sheinbaum y la coalición de partidos Sigamos Haciendo Historia ganaron la elección del 2 de junio. Si, en cambio, la pensamos como una forma de gobierno donde los ciudadanos podemos vivir con justicia y armonía, habría que decir “no”. Es imposible hablar de democracia en un país cada vez más capturado por el crimen organizado y la violencia, plagado de corrupción, miedo, extorsiones, fosas clandestinas, desaparecidos, asesinados y un 96% de impunidad.
El mismo día de las elecciones hubo 62 homicidios; un día después la criminalidad cobró la vida de la alcaldesa de Cotija, Michoacán, Yolanda Sánches, y de su escolta, cuyo nombre ningún medio de comunicación se tomó la molestia en registrar. Los siguientes días han sido un aumento constante y aterrador de lo mismo.
Claudia Sheinbaum y Sigamos Haciendo Historia podrán haber llegado al poder con la legitimidad del voto (casi 36 millones), pero no ganaron el gobierno ni caminan sobre un suelo democrático. La razón es que el Estado, el andamiaje que hace posible la gobernanza garantizando la paz, la justicia y la seguridad de los ciudadanos, está tan capturado por el crimen organizado que impide cualquier posibilidad de gobierno. Las palabras con las que desde la época de Calderón hasta la de López Obrador se le ha calificado –“Estado fallido”, “Narco Estado”— lo dicen con la luminosidad del oxímoron.
Sin Estado, el gobierno y la democracia son imposibles: una ilusión, un sueño, una utopía que aparece en cada momento electoral y se desvanece días, meses o años después.
La única posibilidad de que Claudia Sheinbaum y el país pudieran escapar a ese flagelo que desde la transición democrática se vuelve cada vez más grave, es, en primer lugar, aceptando la realidad: el Estado mexicano y el país están sometidos por el crimen organizado; después, unificando a la nación sobre la prioridad única y absoluta de una política capaz de refundar al Estado y devolverle su vocación fundamental
Por desgracia, Sheinbaum se ha negado a aceptar la realidad. Fue enfática en la carta con la que acompañó la firma de Los compromisos por la paz promovidos por el episcopado mexicano. En ella rechazó el diagnóstico del documento: no aceptó que el país está sitiado por grandes redes criminales, que la delincuencia común aumentó durante el sexenio de López Obrador, que hay militarización y que las estrategias de seguridad nacional, estatal y local han sido insuficientes para detener la avalancha del crimen. Para ella no existen las casi 500 mil víctimas que desde el gobierno de Calderón al de López Obrador se han acumulado y carecen de justicia. Tampoco los Semefos abarrotados de cadáveres ni las más de tres mil fosas clandestinas descubiertas por las Madres Buscadoras; no existen las carreteras tomadas por grupos criminales, los más de 100 mil desaparecidos ni la corrupción moral del país.
Como para la mayor parte de la gente que ha integrado el horror a su cotidianidad normalizándolo, esa realidad es para Sheinbaum una nebulosa tela de fondo en medio de la embriaguez de su triunfo electoral.
Por ello, sus propuestas para atender una problemática que destruye su capacidad de gobernar y de construir un suelo democrático son en su mediocridad tan descorazonadoras como preocupantes: profundizar la militarización del país desarrollar inteligencia militar, mejorar la coordinación entre la policía y los fiscales, becas a los jóvenes y fortalecimiento de la Guardia Nacional. Ellas, lejos de sanar la vida social y política, la abandonarán a una destrucción mayor.
Para que Sheinbum pudiera cumplir el mandato de gobernar este país y rescatarlo de la violencia, debería dirigir su mirada y su voluntad a descapturar al Estado de la criminalidad. Ello implicaría poner en el centro de la razón política a las víctimas –las más pobres de los pobres– y a partir de ellas construir una seria e integral política de verdad, justicia y garantías de no-repetición con el fin de descapturar al Estado, devolverle su razón de ser y dirigir al país hacia la paz.
Los compromisos por la paz están llenos de propuestas en ese sentido; también lo están los documentos sobre Justicia Transicional que se elaboraron al inicio del sexenio que termina y que traicionados por López Obrador han profundizado el deterioro del Estado y del país. Si el gobierno de Sheinbaum, los partidos, las academias, los empresarios, los estudiantes, las organizaciones sociales, etcétera, no lo asumen esta vez como la prioridad de la nación y vuelven a darle la espalda, el infierno –no dejaré de repetirlo– se hará más hondo, más profundo y oscuro.
Lo que se juega después de la borrachera electoral no es la democracia –nunca la hemos conocido–, sino la vida del Estado que debe hacerla posible. La dictadura que vivimos hoy, no es la del populismo lopezobradorista, como cree la oposición, tampoco la del regreso de la “dictablanda” del viejo priato, sino la del crimen organizado que desde la transición democrática no ha dejado de someter al Estado y de apoderarse del país.
Si esta vez no le ponemos un coto, si lo dejamos crecer en nombre de un nuevo y pírrico triunfo electoral, habremos perdido por muchas décadas más al país y nuestra democracia seguirá siendo, como siempre ha sido, un mito, una utopía, una ilusión y un sinsentido en medio del infierno.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
Consuelo Loera, mamá del Chapo Guzmán, con López Obrador. Traición a las víctimas. Foto: Especial
Con información de Proceso