La última palabra y los mercados
Gabriel Reyes Orona
Enfundando en su ropaje de autócrata, el Macuspano llevó las cosas al extremo, a grado de acomodar y amoldar la Constitución de un país, a las preocupaciones, temores y fobias personales, de quien deja un país sumido en deudas; con la peor violencia que se haya visto en tiempos de paz, y pasmado en el fango de una confrontación política de tal magnitud, que nada bueno se avizora en el futuro próximo.
Al igual que a Ernesto Zedillo, alguien le explicó que no importan las estrategias; las tácticas político-parlamentarias, ni las grandilocuentes alegaciones de orden jurídico, para explicar lo que se hizo, y, sobre todo, lo que no se hizo. Lo que importa, después de dejar un tiradero, agazapado detrás de los otros datos, es lo que diga quien tiene la última palabra. Estos son, hasta ahora, los once ministros que integran el Pleno de la Suprema Corte. Es más, a los salientes, ni la justicia les importa, la verdad legal favorable es a lo que todo expresidente aspira.
López Obrador intentó hacer lo que el más panista de los priistas hizo, armarse su propio pleno, y así, el morador de Palacio Nacional llegó a ser el presidente que más ministros ha nombrado en el modelo vigente. Sin embargo, al haber cuidado el perfil técnico de los primeros nominados, no advirtió que quien tiene un nombre y prestigio que cuidar, tarde o temprano, entiende que el mandato constitucional que pesa sobre sus hombros le exige un actuar decoroso e independiente, cuyo único compromiso es apegarse a los fundamentos del derecho patrio, sobre los cuales se construyó la nación. De forma que, los que en algo valoran su nombre, así como su lugar en la historia, por encima de una imaginaria deuda a favor de quien los nombró, rápidamente se quitaron el yugo de la obediencia ciega, provocando su ira.
Siendo así, y estando a punto de perder la capacidad de amnistiar a los cercanos que hicieron lo necesario para mantenerse en el poder, le queda claro que lo que debe evitar, a toda costa, es una extradición. Es por ello, y no por una venganza, que ahora quiere llevar el asunto a su terreno, al electoral, en el cual, los mexicanos siguen creyendo ilusamente que el mecanismo que hace pesar sobre los hombros de los ciudadanos el conteo de votos es aceptable, y hasta respetable, cuando, en realidad, ese argumento es tan malo como el sostener que el pueblo resulta un deseable elector de los jueces. La integración de los órganos de estado no puede abandonarse a demagogias apantallantes, pero que no son sino sofismas lamentables. Son razones, y no la vanidad de la comunidad, lo que debe fundar las fórmulas tendientes a integrar del aparato gubernamental.
La forma de seleccionar a quienes nos gobiernan debe distinguirse por su idoneidad para identificar al apto para un puesto, y no estar sustentada por ramplonas alabanzas al colectivo, que suenan bonito, pero que, en la práctica, son aberrantes. Sí, tardaremos en salir del marasmo, pero, algún día, se admitirá que el conteo de votos en México es altamente manipulable, y fácilmente secuestrable por los peores intereses, ya que no hay, ni habrá, funcionarios electorales que pongan el pecho ante el crimen organizado, teniendo como único respaldo una pueril, escueta e inefable capacitación hecha por el INE. Las autoridades encargadas de cuidar la elección se van al anochecer, pero los capos y mandamases en cada provincia llegaron para quedarse. La gente sabe bien a quien no le puede fallar.
“Operación Casilla” impuso resultados aplastantes y avasallantes en las últimas tres elecciones, ya que, a los delincuentes, a diferencia de los políticos de antaño, el qué dirán poco les importa. No hay, ni habrá, funcionario electo, para tener esa condición por tan sólo un día, que salga a denunciar nada, porque su vida y la de los suyos va en ello. No, no se trata de un sofisticado algoritmo, se trata de una red territorial controlada por quien precisa tener dominio en su demarcación, sí, por quienes, así, se han apoderado municipio a municipio, y región a región, del país. Mucha es la tentación para apoderarse del proceso, y más la capacidad operativa de los cárteles. Es más, no se necesita cooptar a toda la mesa, basta con tener la “buena voluntad” de aquellos que tienen a recaudo las actas y resguardan las urnas. La alquimia electoral, basada en el control planeado del número clave de actas, ha superado los viejos trucos. No se precisa hacerlo en todas, sólo en el punto de quiebre.
Por sus muy particulares condiciones, México, y la mayoría de los países latinoamericanos, no ofrecen un entorno de seguridad que permita asegurar que la buena fe de bisoños e inermes ciudadanos sea un adecuado garante del resultado electoral, siendo un concepto que se ha enraizado, porque nadie se atreve a decir que es sólo demagogia el defender tal mecanismo. Esto, porque suelen exigir, a quien lo critica, pasar por encima de la respetabilidad del ciudadano, como si eso fuera lo que está a discusión y no los vicios del entarimado electoral. El ciudadano de a pie no hace sino lo que puede, a su muy limitado alcance y restringido entender, de lo que por primera y única vez tendrá que hacer, sirviendo, sí, de parapeto a quienes hacen de las suyas con las actas y las urnas que les respaldan.
El andamiaje e instituciones electorales son producto de un perverso diseño, modelado por lo que fuera la dictadura perfecta, que supo convencer a todos de que, metiendo a inocentes ciudadanos al proceso, éste se tornaría en transparente y virtuoso. Siendo claro que no es que los ciudadanos se presten a amañar el resultado, sino que, simplemente, resultan pasivas y cándidas víctimas de un aparato que los rebasa, y los usa, para validar aquel resultado que conviene al poseedor de la mayor y mejor organizada maquinaria electoral.
El tricolor no adivinó que sus dirigentes descuidarían la salud de tan sofisticado aparato, despilfarrando los recursos que provee el estado como si fueran propios. La piedra de toque era esa enorme falange magisterial, que aseguraba tener representantes en todas las casillas. El divorcio de ese sector, de los que antes fueran los partidos dominantes, fue hábilmente aprovechado por el crimen organizado, el cual detenta hoy, un contingente que, hasta ahora, es invencible.
Maduro, Evo, Daniel Ortega y todos esos que llegaron gracias al portentoso apoyo de quienes conocen el enorme valor para el trafique, de validar procesos electorales amañados, manipulados y organizadamente sesgados, anteceden al tabasqueño, quien ha resultado ser un gran aprendiz. Ya ganó, y no hay razón para que su partido, brazo político de los grupos que detentan el enorme aparato comicial, pierda elección alguna, por malo que sea el candidato que postulen.
Ya cambió la Constitución, ya obtuvo el beneplácito de las legislaturas estatales, sólo falla su estrategia en un solo, pero crucial, punto, no tiene la última palabra. Tampoco tiene el poder de obligar a la SCJN a ceñirse a un criterio de jurisprudencia, ya que, como toda obra humana, ella es perfectible. Hasta la jurisprudencia, que parece pétrea, puede abandonarse. Los artículos de ley que erigen un obstáculo para combatir esas reformas pueden ser reprobados. Los preceptos constitucionales que parecen limitar la posibilidad de revisión de tales enmiendas pueden ser reinterpretados. Todo ello, de manera inapelable. La reciente decisión de mantener en operación las dos salas del máximo tribunal, así lo confirma.
Si la SCJN decide que se han concentrado dos poderes en una sola persona, y que el producto de esa aberración constitucional no puede dar origen a un nuevo pacto fundacional, sería bueno saber ante quien reclamaría el Ejecutivo Federal, o bien, cual es el recurso que tiene para obligarla a reconocer la constitucionalidad de lo inconstitucional. Ese es el poder de la última palabra, misma que no reside en el ejecutivo, ya que éste sólo ejecuta la ley y las sentencias que dicta la SCJN.
Para aprendices del derecho constitucional, como Santiago Creel, fue difícil entender que es inconcuso que hay, y puede haber reformas constitucionales, inconstitucionales, por lo que, de la mano de Zaldívar, nos impuso un nudo gordiano que, como el de la historia, debe desaparecer con una decisión contundente. La reforma constitucional de marras no sólo es contraria a la estructura básica y fundamental sobre la cual se construyó nuestra Constitución, es contraria al derecho convencional. Los tratados y convenios internacionales, celebrados con apego a ella, tienen el mismo rango que la Carta Fundamental. La reforma es contraria al ius cogens, y, por tanto, esta viciada y no debe ser Ley Suprema, por que su efecto es hacer nugatoria la división de poderes, y poner, como en lo electoral, el peso de decisiones de alta dirección gubernamental en la turba.
Es claro que a los acreedores internacionales no les va, ni les viene quien elige a los jueces, ya que no hay endeudamiento público internacional que sea jurisdicción del Poder Judicial de la Federación, por lo que, esta sinvergüenzada, no les afecta, por el contrario, dará base a un aumento en las tasas de interés, y en enero, veremos como hacen su agosto con esta peripecia política, como, desde hace semanas, lo hacen los especuladores cambiarios con el superpeso que, al igual que el chorrito, se hace grande y se hace chiquito. El truco es saber cuándo comprar a tipos que son producto de las intervenciones sucias de Banxico, para vender a continuación, cuando éste ya salió del mercado, esto, las veces que sea necesario, hasta llenar las alforjas.
Los mercados financieros son sensibles a la falta de capacidad de pago, no a la falta del estado de derecho. Son capaces de financiar a todo el que pueda pagar, por lo que, en el corto plazo, los mercados sólo estarán atentos a los nocivos efectos de la inestabilidad política. La tozudez del residente de Palacio Nacional ya tiene fecha de caducidad, pero será importante saber cómo la sucesora evitará una crisis constitucional, una que están forzando, al pedir, a gritos, el arribo de la última palabra.
Los fatuos coordinadores de la aplanadora oficial, que no hacen política, sino aritmética, dirán que sujetarían a los ministros no dóciles a juicio político, y ello, les inhabilitará para ejercer nuevos cargos, pero la decisión no quedará sin efecto. Podrán desaforarlos, y ponernos en ridículo internacional, sujetándolos a proceso, por hacer lo que la Constitución les conmina hacer, pero la decisión, permanecerá inmutable, siendo cosa juzgada que, ni una nueva Corte podrá revertir.
Con información de Expansión Política