Extrañar a Luis Enrique Ramírez, el pan nuestro de cada día

Jesús Albino Ramón Ramos

Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Marisela me pidió que me sentara, me dio la noticia y me abrazó. No lloré sencillamente porque no podía, no quería creerlo. Desde un día antes habíamos estado pidiendo en oración Al Que Todo Lo Puede nos lo regresara indemne y ahora nos enterábamos de su paradero, de esa manera.

Qué rápido pasó el estupor, desproporcionadamente muy poco, comparado con lo mucho que Luis Enrique nos regaló.

Cuan breve fue la lluvia de indignación: tan sólo una concentración de su gremio en Catedral, media docena de columnas memoriales, la sección de obituarios al tope, una guardia “de honor” encabezada por un Gobernador que aprovechó el evento para sacudirse a un secretario y unos días después, de vuelta a este yermo desolado, esta seca insensibilidad colectiva, esta prisa por dar la nota de la siguiente coyuntura noticiosa, la que cubrirá con su arena a la anterior hasta que llega una nueva que la cubra y así, en un interminable bucle de temas sin resolver, cuestiones sin aclarar, heridas sin jamás cerrar. Repito, fue el colmo de la falta de respeto a Luis Enrique, el uso faccioso que hizo de su muerte para sacar de la Secretaría de Salud a Héctor Melesio Cuén Ojeda bajo la coartada de que el exrector lo había perseguido como periodista, cuando en realidad desde 2019 -me consta- ambos eran amigos.

Me niego a perder la capacidad de asombro. Estando tan escasos de hombres bondadosos, perdimos a Luis Enrique y no hemos asimilado el daño que como generación se nos ha infligido. Las vacantes para los crueles ya están abarrotadas. No hay plazas desocupadas para los profesionales del odio. Nos faltan hombres que oren todas las noches por su madre y por el hijo de su mejor amigo, Leonardo. Hombres que sepan pedir perdón y que sean hombro en qué apoyarse. Que recorran las calles para dar de comer a manadas de gatos en casas abandonadas y baldíos. Hombres que con su oficio visibilicen a los que nunca tendrían mejor foro para ser vistos.

Me niego al silencio cómplice de los imbéciles que hablan de circunstancias de modo, tiempo y lugar para ocultar con humo su inacción . Les gusta mucho usar un eufemismo, la palabra contexto; como insinuando que hay escenarios en los que es válido normalizar la desaparición súbita de un ser humano.

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… y Luis Enrique caminaba. Lo hacía con los brazos abiertos como un árbol cargado de frutos.

—“¿Después de tomarse su refresco, me regalan la taparrosca?”

Él era tímido, pero abordaba así a quienes pudieran involuntariamente convertirse en aliados de su cruzada secreta. En una semana juntaba bolsas repletas con PET multicolores, y Chema, su leal chofer, pasaba a recogerlas. Su destino: Casa Valentina…

Niños. Periodista. Quimioterapias. Con estas tres palabras intento transmitir la estatura del hombre que nos arrebataron.

Me ronda un delirio incomprobable: es la paradoja de que, conociendo la generosidad de Luis Enrique , sé que él ya hubiera perdonado a su asesino. Ante lo irreparable, los agraviados hemos sido nosotros. En verdad lo siento pero por nosotros, pues nuestra navegación perdió un luminoso faro.

No le gustaba el periodismo que hacía en su columna El Ancla.

“¿Porque dejaste de escribir chistes en tu columna o las estrofas de canciones que parodiaban tus análisis?” —le pregunté, alguna vez. Me dijo que el nuevo contrato con El Debate incluía una cláusula que se lo impedía. Y que su columna se llamaba así pues se había propuesto “anclarse” laboralmente hasta completar las semanas para la pensión que le permitiera sostener a doña Kena, su señora madre. Eso (y muchas cosas más) me revelo entre la primavera y el verano del 2020, se recordará, los meses de la pandemia.

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Luis Enrique merece más vida. No era parte de esta generación que estigmatiza y mata a las personas con adicciones equivalentes hoy a los antiguos leprosos de Judea, a los que excluía de la comunidad y se les obligaba a gritar Soy Inmundo. Una generación hipócrita que en los banquetes sirve carne de venados y clandestinamente, agasaja a los políticos con estofados de caguama. Estuvo entre nosotros y no lo reconocimos. Hagámonos dignos de su paso por nuestras vidas. En esta sociedad hay hombres perversos y perversidades que no se tipifican. No condenemos al olvido su poética lucha por la vida, no exenta de la riqueza que proporciona la contradicción humana.

Luis Enrique jamás fue un esclavo. Las últimas horas de su vida sólo dieron constancia del monumental tamaño que tenía esa tormenta privada que le aquejaba y que trascendió, tantas veces. Luis Enrique es más que un Vencedor.

No pido por su alma pues estoy convencido de que él volverá victorioso: el amor siempre ha vencido a la muerte.

Pido por nosotros pues su injusto sacrificio exhibe al límite la incapacidad institucional y la mendicidad moral de nuestra comunidad sinaloense, que ha pasado de la barbarie a la decadencia si detenerse jamás en la civilización. Esta que enalteció a sádicos barones del sector negro de la economía y que, hoy con su guerra tienen sin empleo a los que antes les festinaron. Este Gobierno hipócrita que jamás pudo dar fin a la impunidad pues como nos acabamos de enterar, forma parte de la misma degradación que hoy con su violencia, tiene colapsado a Culiacán.

Es por ti, es por mi, es por nosotros que me duelo pues la trascendencia inmortal de LUIS ENRIQUE ya la anticipó Francisco de Quevedo, en su celebrado soneto:

“venas que humor

a tanto fuego han dado/

médulas que han

religiosamente ardido/

su cuerpo dejará, no su cuidado/ polvo serán,

mas polvo enamorado

Serán ceniza/ mas tendrá sentido.

Abrazo a doña Kena y abrazo la memoria del amigo que como pocos, podía entenderme.

Son horas oscuras. Falta más luz… cuánta falta nos haces, Luis Enrique.

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