Reforma Judicial: ¿no votar es democrático?

Héctor Alejandro Quintanar
La democracia no es una meta sino un camino. Quizá con esta premisa de base podrían pensarse mejor muchos de los problemas públicos cuya resolución es tan complicada como urgente. La tesis, sin embargo, no pretende la ingenuidad de asumir, como criticaban con razón Norberto Bobbio y Pierre Bourdieu, que todos los ciudadanos tendrían que involucrarse en todos los problemas sociales o que se desdeñe la especialización y técnica -excluyentes por definición- para la comprensión de muchos de ellos.
Esta reflexión no pretende caer en esa postura demagógica. La intención es otra y tiene que ver con el hecho de que hoy, muchas voces de la opinión pública ven no con crítica sino con un rechazo sin concesiones la Reforma al Poder Judicial, ante la cual convocan a no participar, en una paradoja resaltable, porque en una oportunidad de participación política histórica, optan por abstenerse no porque las opciones no los satisfacen, sino porque consideran ilegítimo el proceso.
Van aquí algunos elementos que, sin embargo, argumentan en el sentido contrario y tratarán de acreditar la validez y legitimidad de la Reforma Judicial señalada y de la participación electoral el domingo venidero, no sólo en sí misma, sino como parte del proceso de democratización mexicano.
Y es que uno de los principales errores de los transitólogos y de muchos ideólogos de la oposición que inventaron el mito de la “deriva autoritaria” es una flagrante y muy grave omisión. En su visión, están convencidos de que Morena ganó en 2018 con base en las reglas e instituciones de la democracia para acabar con ellas y consolidar un régimen regresivo, o peor, tiránico, como espetó Ernesto Zedillo recientemente.
Y ahí está un problema grave, porque esa interpretación contiene tanto una falla conceptual enorme (consistente en distorsionar un concepto delicado como “autoritarismo”), y, peor aún, eliminar sin pudor y sin escrúpulos muchos hechos históricos del pasado reciente que han moldeado al proceso democratizador mexicano y han dado fundamento a muchas de sus instituciones, hoy fetichizadas por los ideólogos de la transición.
Hay que repetirlo hasta que quede claro: Morena triunfó en las urnas en 2018 y repitió en 2024 respetando irrestrictamente las reglas sacrosantas de la transición. Y triunfó sin colonizar el espacio público con intromisiones violatorias del Cofipe, como sí lo hizo Fox en 2006; sin exceder los gastos de campaña con subterfugios canallas, como hicieron Calderón y Peña Nieto; y sin desviar recursos públicos y otras ilegalidades para hacer campañas goebbelsianas de propaganda sucia, como sí hicieron Calderón en 2006, los porros de la Operación Berlín en 2018 o los ciberdelincuentes de Xóchitl Gálvez que, con dinero de estados gobernados por el PAN, fabricaron la calumnia de llamar “narcocandidata” a Claudia Sheinbaum.
Más allá de eso, que podría argumentarse como algo indeseable pero que hacen todos los partidos, los ideólogos de la transición omiten hechos importantísimos sobre el papel de Morena, sus protagonistas y antecedentes en la construcción de instituciones democráticas. No se ahondará más en este tema porque se ha hecho ya en otros espacios, pero baste decir que de no ser por el movimiento obradorista, no hubiera existido la Reforma electoral de agosto de 2007 -aplaudida por muchos transitólogos y consensuada por todas las fuerzas políticas-, que redujo sustancialmente los gastos y tiempos de campaña; entre otros muchos aportes a la institucionalización de mejores reglas de competencia democrática.
Así, ¿de dónde viene el tono apocalíptico con que se interpreta a los gobiernos de Morena y sus intentos de reformas políticas? Hoy es con esa misma ligereza anticientífica con la que se acusa que la Reforma Judicial es un paso más a la “captura” del Poder Judicial por parte del Gobierno, o, en el peor escenario, un paso hacia la “dictadura”, o el “fin de la República” y otros tantos estruendos hiperbólicos.
Sin embargo, cuando uno atiende los argumentos que preceden a estos gritos, cuando los hay, suelen ser, en el mejor de los casos, reduccionismos psicologistas, donde se acusa que López y Sheinbaum hicieron esa reforma en venganza contra sabrá Dios qué y su única intención es acumular más poder. En el peor de los casos, se usan mentiras flagrantes. Van aquí algunas de ellas.
Se acusa que la Reforma quita profesionalismo al Poder Judicial porque quien llegue a los cargos no será por mérito sino por cuestiones que invalidan su competencia, como el sorteo, la popularidad o alguna afinidad partidista. De entrada, eso es una falsedad por varias razones, donde sobresale que antes de la reforma judicial siempre hubo, y en exceso, juzgadores, magistrados y ministros con profundas afinidades partidistas. A eso se arriesgaba el método de integración de la Suprema Corte donde pese al involucramiento de otros poderes, el Ejecutivo seguía teniendo manga ancha.
Nadie niega que esta nueva forma de integrar juzgados, magistraturas y la Suprema Corte puede acarrear nuevos problemas, cosa que ocurre en cualquier proceso democrático. Pero en lo relativo a las filias y fobias ideológicas de los aspirantes a cargos judiciales – afinidades que siempre existieron y siempre existirán-, ahora pueden hacerse más transparentes y, por ende, sujetas a escrutinio público y parte de la decisión del elector. Porque, en efecto, como es innegable, hay miles de procesos que pese a ser primordialmente jurídicos, contienen un contenido ideológico en el que se vale incidir. Por ejemplo, de haber habido reforma judicial en el año 2000, hubiera sido legítimo señalar al entonces aspirante a Ministro Salvador Aguirre Anguiano como un panista oscurantista que, de llegar a la Suprema Corte, ejercería su ideario retardatario, homofóbico y misógino en sus decisiones. Y así quizá se habría evitado su nociva llegada a un cargo tan alto.
Asimismo, los hoy candidatos a jueces, magistrados y ministros pasaron por una serie de filtros de méritos. Es falso que estén ahí producto de un simple sorteo o que cualquiera podría hoy ejercer el cargo de Juez. Para ser aspirante y digno de ser votado, todo candidato debe contar con estudios acreditados de derecho y experiencia profesional en el rubro, lo cual da a todos el piso mínimo necesario para ejercer el cargo al que aspiran. Es falso que antes todo fuera un entramado meritocrático e ilustrado donde llegaban los mejores a los cargos, y baste ver el acendrado nepotismo y la nula rendición de cuentas existente en ese poder desde hace décadas.
Asimismo, sorprende el argumento de que hoy el Gobierno, o el partido en el poder, busca “capturar” al poder Judicial. Eso es una falsedad rotunda. La evidencia al respecto sobra, no sólo al observar que 40 por ciento de los candidatos hoy proviene del propio Poder Judicial existente previo a la reforma; sino también por otro dato.
La analista Viridiana Ríos se tomó a la tarea de observar los precedentes y trayectorias de una cantidad representativa de candidatos y candidatas a cargos del poder judicial. Ahí, el pluralismo es patente: hay proporciones bastante equitativas sobre las afinidades políticas de los aspirantes, y a eso se le suma el hecho de que hay candidatos que pasaron el filtro jurídico, pero que tienen un pasado político lamentable, como la candidata golpista Marisela Morales -procuradora de Calderón, gestora del desafuero de López Obrador y cercana al hampón García Luna- o la candidata antidemócrata Zulema Mosri, quien censuró y amenazó al periodista Álvaro Delgado, cuando informó sobre los vínculos de este nocivo personaje con el PRI, partido que la hizo Diputada, y con el pelele golpista Rafael Macedo de la Concha, otro perpetrador del desafuero de López Obrador en 2005.
Estos personajillos impresentables, que han sido contrarios al actual grupo gobernante y pertenecen sin lugar a dudas al espectro de los partidos de oposición, tienen posibilidades reales de ganar cargos en la elección del domingo, hecho que en sí mismo niega que Morena y Claudia Sheinbaum tuvieran la intención de capturar al Poder Judicial, porque las integraciones de éste en el domingo pueden serles contrarias a sus posturas, con base en esos personajillos y también con base en la diversidad comprobada de aspirantes. Y esa contrariedad, por cierto, es parte innegable y sustancial de la democracia.
Es verdad que la Reforma puso a México en un escenario inédito. Es verdad que la Reforma puso a México en un camino inexplorado, que será difícil; que presenta problemas serios y nuevos, como la difícil logística electoral de decidir entre tantas boletas y tantos nombres; o la más grave, de que haya intereses turbios en disputa, como candidatos vinculados al crimen organizado. Pero este segundo problema no nace de la reforma en sí, sino que está presente en cualquier elección mexicana desde hace décadas en el Poder Legislativo o Ejecutivo, por lo que la crítica debería ir en otro sentido y ver a esa traba no como la enfermedad sino como síntoma de algo que rebasa al poder judicial.
Cualquier proceso electoral inédito es difícil. Los que hoy llaman a no votar lo olvidan a conveniencia, pero en 1994, cuando debutó el IFE para regir una elección presidencial, los resultados fueron bochornosos: una competencia inequitativa, muchísimos delitos electorales en el terreno y un resultado que el propio ganador calificó de “injusto”. A partir de ahí hubo varias reformas electorales -como la de 1996, la de 1997, la de 2007 o la de 2014- que reestructuraron reglas de competencia e instituciones electorales, mismas que se fueron labrando a veces en el ensayo y error, a veces a costa de delitos gravísimos -como las canalladas de Roberto Madrazo en 1994 o 2000-, y a veces a costa de regresiones antidemocráticas indignas, que hoy por cierto los ideólogos de la transición olvidan o restan gravedad, como el desafuero de AMLO en 2005 o la fraudulenta competencia y elección de 2006.
Lo que se quiere decir es que el entramado electoral competitivo que hoy tenemos es resultas de curvas de aprendizaje y problemas muy severos, que se tuvieron que resolver a un sacrificio muy alto, porque la democracia no es un templo digno de ser fetichizado sino un procedimiento que rota autoridades pero también visibiliza problemas.
Los problemas del Poder Judicial hoy son innegables y un mecanismo electoral ahí puede ayudar a enfrentarlos. Nada garantiza que se resuelvan, porque la democracia siempre conlleva promesas incumplidas, pero todo influjo electoral supone, necesariamente, que al menos podrán ser visibilizados y eso podría ayudar a los ciudadanos a saber a qué atenerse.
De ahí que resulte incomprensible, y muy cuestionable, que la oposición a una elección como la del domingo, utilice mentiras o especulaciones infundadas para defender sus posturas apocalípticas, y, más curioso, utilice una paradoja prepotente, que es la de asumir que la verdadera democracia implica abstenerse de votar. Con esa actitud, más bien parece que prefieren sentir que pierden por default un partido de futbol al que se ausentaron porque, en su imaginario de connivencias y curándose en salud, temían perder, de nuevo, por goleada.
Con información de SinEmbargo