Problemática universitaria
Humberto Muñoz García
Desde mi punto de vista, hay malestar e inconformidad social en el país, para decir lo menos. Se espera que el próximo año caigamos en recesión, lo que se vincula a la economía, básicamente. Pero el problema es más complejo, porque después de la crisis del 2008, la pandemia y la guerra (proxy, caliente o fría), se ha caído en un contexto donde se sobreponen y combinan otras crisis, externas e internas a la nación, que impactan a la sociedad, a la educación superior y a la esfera política.
Hay pérdida de confianza en las instituciones, incertidumbre para realizar expectativas, violencia física y verbal, y un fuerte desgaste del Estado, el que no atina a desarrollar medidas que mitiguen y resuelvan los severos problemas ligados a una desigualdad social acentuada, que divide cada vez más a la sociedad, incluida la disputa política por el poder, donde los contendientes están sin proyectos viables para instaurar un nuevo curso que retome para México la senda del desarrollo.
La educación universitaria es crucial para el logro del crecimiento económico y de una hegemonía política que permita operar al Estado en beneficio de las mayorías. La educación es un instrumento en el que se movilizan contenidos ideológicos mediante los cuales el Estado y su gobierno ganan legitimidad y credibilidad. Pero, en materia de educación superior, esto no ocurre. Estamos rezagados, porque persisten problemas trascendentes no resueltos que obstaculizan el buen funcionamiento de las instituciones. Una mirada general permite señalarlos.
La cobertura sigue siendo uno de los mayores retos; estamos por el orden del 40 por ciento, debajo de otros países latinoamericanos con los que nos podemos comparar. Es cierto que ha habido saltos relevantes en esta materia en los últimos decenios, pero con todo, la apertura a los sectores sociales de bajos ingresos sigue siendo limitada. A ello se suma, los efectos de la pandemia, que han influido en la deserción, más elevada que la habitual, el abandono por motivos económicos y, probablemente, en una menor titulación. Y eso no es todo. Habría que discutir qué está pasando con la calidad educativa y la pertinencia de los estudios de cara al mercado laboral de profesionistas.
En el sector estudiantil, además de varios puntos neurálgicos de la enseñanza, habrá que abordar lo relativo a las cuestiones de género, el acoso sexual, el bullying, y los maltratos a las mujeres. El entorno espacial en el que se encuentran las instituciones tiene influencia en estos temas, que afectan a los estudiantes. Las motivaciones para estudiar han descendido y el esfuerzo por salir adelante también. Las instituciones deberían promover la equidad de género y la igualdad de oportunidades. Que los estudiantes sean más cooperativos y colaborativos entre ellos, que se trabaje en equipo y que el estar juntos anime su desarrollo.
Destaca entre los actores universitarios el segmento de académicos (profesores e investigadores de tiempo completo, de asignatura y técnicos). Los estudios más recientes muestran problemas salariales que abren distancias enormes entre ellos. A los de tiempo completo se les ha aplicado un sistema en el que el sueldo está partido en tres: el salario tabular, el programa institucional de estímulos al desempeño y los pagos externos, estos dos últimos, realizados como becas, que pueden subir, bajar o acabarse en cualquier momento. La becarización no agrega nada a la jubilación. Y la población académica ha seguido envejeciendo, a pasos acelerados, por falta de plazas y programas de retiro. Asimismo, todos los académicos han sido sometidos a un proceso de precarización, a condiciones de trabajo desiguales (Lemus), que no se justifica más que por la falta de una política presupuestal que cubra las necesidades de las instituciones para remunerar y reemplazar a sus académicos. Una política salarial en la que puedan estar de acuerdo los sindicatos, que además permita percibir que están activos.
El tercer actor es el de los administrativos, diferenciados entre trabajadores y funcionarios académico-administrativos, más los de confianza. A raíz de los programas al desempeño y de aquellos que evalúan los procesos y resultados institucionales, la política oficial estimuló el aumento de la burocracia, la creación de oficinas y la burocratización (lentitud y complejidad de los trámites) que se ha empleado para actuar sobre las relaciones académicas en el campus y obstaculizar el logro de mejores resultados.
En breve, lo que tenemos a estas alturas del Siglo, es la ausencia de políticas públicas que, en efecto, permitan conducir el subsistema de universidades públicas hacia mejores horizontes académicos, con suficiencia presupuestal, sin distingos y desigualdades institucionales y territoriales, y con una lógica de producción del conocimiento que acierte cómo auspiciar el desarrollo social. Y para que la ciencia y la cultura se encuentren y se relacionen en nuestras casas de estudios. Hay temor al cambio institucional, desesperanza y frustración, intereses políticos que frenan a la academia. Se siente que la realidad de la educación universitaria en el país, parafraseando a Castoriadis, está a la deriva.