¿Cómo interpretar la victoria de Lula?
Juan Agulló
Con cautela. La clave de la reciente elección presidencial en Brasil no solo está en la pequeña diferencia de votos entre ambos contendientes, sino en la tendencia demoscópica de fondo. El todavía Presidente, Jair Bolsonaro, lo sabe y por eso se permite puestas en escena, como las de los últimos días, orientadas a difuminar su ajustada derrota. Tres circunstancias sobresalen de la misma: no ha habido ‘Voto de Castigo’ para los cuadros del Gobierno saliente; una derecha, más unida, más radical y mejor organizada controlará el parlamento y la izquierda, pírrica ‘ganadora’, ha sido derrotada en algunos de los Estados con mayor peso del país, como São Paulo (tan poblado como Argentina y con un PIB mayor que el de Colombia).
Las tres, han sido tan malas noticias para Lula como la velocidad y contundencia con la que, Bolsonaro, logró reducir la brecha que le separaba de su adversario hace tan solo unos meses. El Presidente saliente hizo campaña aprovechando todos los medios que brinda el Estado y como de costumbre, está llevando hasta el límite su estrategia de radicalización. Dicho comportamiento busca crispar el ambiente y proyectar una sensación de polarización que dificulte el diálogo y mantenga movilizados a los suyos. En un contexto así el Partido dos Trabalhadores (PT) ha logrado mantener el tipo pero su desgaste supera al de su fundador y vencedor de la elección, que acaba de cumplir 77 años: no es lo mismo Lula que el PT.
Como tampoco es lo mismo, al otro lado del espectro político, Bolsonaro que ‘Bolsonarismo’. Dicho fenómeno, que antecede al liderazgo carismático del personaje en cuestión, sobrevivió durante décadas reaccionando e improvisando. Pero cuatro años de Gobierno le han ayudado a asentarse, organizando relaciones clientelares y reforzando vínculos políticos con tres realidades sociales que se han convertido en el eje de un proyecto que parasita la lógica tradicional de partidos y consolida la de frentes: la militar/policial y sus peculiares concepciones de orden y seguridad; la neo-extractivista y su visceral aversión al ambientalismo y la evangélica y su eficaz sistema de creencias e intermediaciones.
Lo que todo eso quiere decir es que lo que está sucediendo en Brasil se describe mal a partir de unas cuantas coordenadas prefabricadas (“fascismo”, “polarización”, “populismo”, etc.). De hecho, lo que allí se vive es una profunda crisis de legitimidad relacionada, no solo con los límites de un sistema político complejo e inestable; sino con una corrupción endémica y con una impotencia probada frente a una de las tasas de desigualdad mayores del mundo. En la ecuación, también deben ser considerados problemas como la inseguridad; el modelo de desarrollo y el peso de unos grupos de presión que, desde la penumbra, carcomen la autoridad y la eficiencia de las instituciones.
Fundamental en dicho panorama es una reprimarización de la economía brasileña que, en lo que va de siglo, ha trasladado el eje del desarrollo nacional hacia regiones agrícolas alejadas de los centros tradicionales de poder (la Amazonia es solo una parte de ese juego). Al mismo tiempo, esa deriva, ha propiciado un reposicionamiento del país en la economía mundial y ha convertido a China en su principal socio comercial. Todo ello está suponiendo una redefinición de las relaciones de fuerza que, no solo está provocando confrontaciones: también, interesantes reacomodos, como el que está teniendo lugar entre el agronegocio y el sector financiero. En ese marco, el ‘Bolsonarismo’, ha sabido aprovechar las circunstancias.
Allá donde hay desigualdad, ha puesto el acento en la corrupción, prácticamente inalterada, del sistema político; allá donde hay regulaciones medioambientales, ha denunciado impedimentos al desarrollo; allá donde hay intervención del Estado, ha promovido privatizaciones; allá donde hay impuestos, ha preferido rebajas fiscales; allá donde hay inseguridad, ha aplicado mano dura (más policías y más armas); allá donde hay trabajo social pendiente, ha pavimentado el terreno a las iglesias evangélicas; allá donde hay equidad de género, ha puesto hombres y ha quitado mujeres y por último, allá donde faltan identidad y trayectoria políticas, se ha puesto la camiseta de la selección de fútbol (“Mi partido es Brasil”).
El resultado final debe ser visto, más como el exponente exitoso de una radicalización en curso de las derechas latinoamericanas, que como la expresión delegada de fenómenos foráneos o como un simple hecho aislado. En Costa Rica, Colombia o Chile ha habido, recientemente, casos parecidos. Nada excesivamente original, quizás con la diferencia de que nos movemos en un periodo inflamable: la pandemia ha agudizado la desigualdad y la Guerra de Ucrania, la demanda global de materias primas. En términos generales hay mucho malestar acumulado que, políticamente, mina la autoridad de los Gobiernos. En Brasil, si hay alguien capaz de manejar las cosas, es Lula. El problema, ahora, es su margen de maniobra.
Brasil es un país presidencialista y eso va a otorgarle la iniciativa al Presidente electo, sin duda. Pero el sistema político brasileño es complejo. Está lleno de contrapesos políticos y es burocrático en extremo. Lula no va a controlar ni el Congreso ni el Senado ni muchos Estados importantes ni, en buena medida, la Suprema Corte. Además, para ganar la elección, se vio obligado a tejer una alianza muy amplia en la que incluyó como candidato a Vicepresidente, a Geraldo Alckmin, su rival -liderando una coalición de centro-derecha- en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2006. Sus manos están, por consiguiente, muy atadas y los peligros políticos (filibusterismo parlamentario, un nuevo Impeachment, etc.) le acechan.
La variable exterior puede, en ese marco, proporcionarle oxígeno. Durante la campaña, Lula, criticó el aislacionismo de Bolsonaro… Sabía que sería irresponsable confrontar al mismo Occidente que, ávido de commodities, financia la deforestación por lo que ya ha mencionado la Amazonia como posible terreno de entendimiento. En paralelo no se olvida de los procesos de integración regional (en abril del año pasado, estrechos colaboradores suyos propusieron crear el Sur, una moneda común sudamericana que desdolarice América Latina) ni de los BRICS, que deberían protagonizar un nuevo impulso geopolítico en 2023. Vuelve, en suma, el Lula globalista de las geometrías variables: pero en terreno hostil y con un mundo en crisis.
Doctor en Sociología (EHESS, Francia, 2003). Profesor/investigador del ILAESP/UNILA (Brasil) @JAgulloF