Don Julio Scherer García y la violencia cultural

Jorge Sánchez Cordero

Resulta imposible reconstituir la figura de don Julio Scherer García sin retomar los modos de pensamiento, las creencias y las costumbres de su época. Es lo que Reinhart Kossellek (1923-2006) llamó régimen de historicidad, que permite situar la obra en el tiempo y el tiempo en la obra.

Don Julio tuvo que transitar por entornos carentes de virtudes cívicas, desprovistos de pulcritud y de valores de honor. Los vínculos del binomio amistad/enemistad, que son trascendentes para la integración social y el mantenimiento del orden público, se encontraban inmersos en la ambigüedad dentro de esos entornos.

Don Julio estaba convencido de la pacificación en todos los órdenes, nacional e internacional, de la paz como el vehículo idóneo para la consecución de un acuerdo social ordenado. En su ideario, la conjunción justicia y paz es el fundamento de toda civilidad social.

Las narrativas acerca del bien común, de la concordia y de la paz quedaron, empero, totalmente desvirtuadas por una cultura beligerante en el lenguaje y en el espacio político, entre otros escenarios, que se ve asociada a prácticas cotidianas de venganza. Así, el fomento de la paz alterna con la cultura del conflicto, con el lenguaje y la praxis de la revancha. El común denominador de estos últimos ha sido el ensañamiento.

La vendetta

La faida medieval germana (Fehderecht) legitimaba la venganza para saldar ofensas y prolongar un conflicto en el tiempo. La faida estaba enraizada en toda Europa; así, en las comunas italianas, consideradas como la simiente del republicanismo occidental y plétoras de virtuosismo, era recurrente la venganza a través de las militias urbanas, que permearon en todo el cuerpo social.

Una vasta bibliografía da cuenta de la legitimación de la venganza como un derecho tutelado en el que los poderes públicos no estaban ausentes. En el cuerpo social prevalecían las invectivas y los ultrajes contra quienes, a pesar de las ofensas, prescindían del ejercicio de la venganza. Esta abstención se consideraba una actitud eminentemente deshonrosa. La vendetta era por lo tanto una práctica ordinaria en las relaciones sociales, especialmente las urbanas, dotada de una vigorosa legitimación social, política y jurídica.

Por consiguiente, la percepción de la violencia social ha mutado en forma significativa en extremos tan diversos como el que considera legítimo el fenómeno y como el que lo atribuye a conductas patológicas. En el contexto político la violencia se justificaba, y se sigue justificando, como un recurso inevitable, ya sea en la perspectiva de la clase gobernante o de las clases oprimidas para liberarse de los déspotas. La violencia se refrendaba en el ámbito político mediante confrontaciones armadas y revoluciones.

La violencia cultural, cuya expresión con frecuencia es simbólica, se manifiesta en actitudes xenófobas, sexistas y fascistas, entre otras, y cobra especial relevancia para legitimar la violencia estructural o directa (Johan Galtung, 1930).

Las experiencias compartidas inducen a los diferentes grupos, comunidades y estratos sociales a proporcionar una significación que les permita explicarlas. Es en esta forma como se edifican las construcciones sociales; la violencia, como fenómeno social, participa también de este mecanismo.

Las víctimas, al igual que los agresores, confeccionan sus propias construcciones sociales, que utilizan para darle un significado a su entorno. Así, la armonía social es una construcción de las élites perpetuadas en el poder y fomentada por ellas a través del control mediático y social que ejercen.

Esta construcción tuvo efectos multiplicadores en diferentes ámbitos sociales y se vigorizó con la creación de mitos, como el del arquetipo de la familia y el de la ausencia de violencia urbana y rural, entre otros muchos. El objetivo de estas construcciones es más que evidente: liberar a las sociedades de la violencia y crear una estabilidad social.

Estos mitos quedaron desvirtuados con la democratización de los medios de comunicación, en los que la violencia en todas sus formas se hizo visible y cobró una gran presencia; son los casos de la violencia intrafamiliar asociada al género, la existente en las urbes y en el sector rural, e incluso la de orden político. La redimensión de la violencia como una categoría social es consecuencial de esta exposición mediática, y asimismo provoca angustia y desazón.

La cultura

La cultura en nuestro tiempo es uno de los instrumentos que proporcionan una perspectiva de conjunto para interpretar el sinfín de transformaciones que la humanidad ha contemplado con estupefacción.

En efecto, la cultura es un signo del tiempo en ámbitos tan disímbolos como el laboral, el familiar, el comunitario o el recreativo, y ha permeado en éstos con distintivos que preconstituyen sus referencias simbólicas y les permiten concebir sus construcciones sociales.

A ello habría que agregar elementos exógenos como la migración y el empleo del internet, que han transfigurado el vínculo entre sociedad y cultura. Esta metamorfosis suscita claras disonancias culturales; el individuo en nuestra época transita casi simultáneamente en espacios sociales múltiples, entre los cuales el virtual cobra cada día más presencia. Toda sociedad está expuesta a estos nuevos fenómenos que inciden en ella de manera diversificada y desigual.

En su función social la cultura debe ser entendida como un sistema, pero éste no debe agotarse en el acoplamiento de elementos separados, sino en la naturaleza de la interacción entre individuos, grupos, familias y comunidades. Más aún, su centro de gravedad radica en el eslabonamiento de los -vínculos entre eventos y protagonistas sociales.

Resulta por demás evidente que, por definición, los sistemas culturales mutan constantemente y en ocasiones ven perturbada su estabilidad por la violencia.

Es por ello que el diseño de un sistema analítico de la violencia cultural debe considerar los orígenes del fenómeno en los diferentes estratos sociales y la forma en que interactúa con esos entornos.

Las reacciones de las comunidades a la violencia cultural empero son fragmentadas e inconsistentes, y ello complica la elaboración de un sistema analítico del fenómeno. Esto llama a evitar generalizaciones que impidan una comprensión íntegra de este último, si no es que hasta puedan conducir fatalmente a conclusiones equivocadas.

Nuestro entorno

Uno de los distintivos de nuestra sociedad es su diferenciación jerárquica en estratos cuya aproximación a la cultura es, por lo tanto, esencialmente variada.

En el siglo XX primó la concepción elitista de la cultura nacional como única cultura legítima. Con total impasibilidad de las élites, la jerarquía cultural creada por ellas imponía desde la cúspide este modelo, fundado en marcadas diferencias sociales. La implantación de la alta cultura y la promoción del desprestigio de la cultura popular generaron un cuestionamiento de la función de la cultura en nuestra sociedad.

El acceso a la cultura fue reprimido y con ello se inhibió la capilaridad social, se eliminó cualquier forma de democracia en la materia y se perennizaron las desigualdades culturales. Más comprometedor aún fue el hecho de que las élites detentaron el control de los determinantes de estas disparidades sociales y de las modalidades de su reproducción.

El fermento natural de la violencia cultural es consecuencia de lo anterior. No es de extrañar ahora esta energía, de gran virulencia en el escenario social, como ha sido el caso en otros países; el nuestro no es la excepción.

Estas tensiones sociales han sido atemperadas, y con ello la violencia cultural, en razón de la diversidad, cuyo axioma sostiene que todas las formas de expresión cultural son iguales e igualmente valiosas. Por consiguiente, éstas exigen un trato similar que debe prevalecer sobre la economía de libre cambio.

Preconizar una política de diversidad significa propugnar por una política plural y multidimensional dirigida a grupos con intereses culturales distintos y que procure estabilidad social. La diversidad cultural debe estar asociada a la producción de información y de formación, ya que las expresiones culturales están inmersas precisamente en las dinámicas de difusión y de producción.

El multiculturalismo, por su parte, plantea la apertura de espacios públicos en donde se radiquen las expresiones culturales más diversas y la connatural multiplicación de identidades.

Esta nueva faceta de las residencias culturales no debe acotarse sólo al elemento espacial sino al temporal. La ruptura con la antigua concepción del espacio público, contraria al centralismo jacobino mexicano, vigente aún en lo que va del presente siglo, ha provocado la resiliencia esperada de las élites.

Epílogo

Para don Julio Scherer García resultaba evidente que con el multiculturalismo emergería una nueva forma de composición social, que estaría regida por una valoración del mestizaje y cuyos fundamentos serían la interculturalidad, la hibridación y el poder de reinventar nuevas identidades culturales.

El ser humano del siglo XXI tendrá diferentes identidades culturales, en las que se prescindirá del modelo mexicano del siglo XX, caracterizado por la integración y el sometimiento a una sola cultura nacional.

El siglo actual depara otros enigmas, ante los cuales la política cultural deberá estar acompañada por estratos sociales heterogéneos, al margen de cualquier jerarquía.

Las tensiones sociales empero pervivirán cada vez con mayor intensidad debido adicionalmente a fenómenos exógenos, como cambio climático y migración, que dominarán inexorablemente la agenda internacional del presente siglo. 

*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

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