¿Para eso querían a Sara Bruna?

Francisco Chiquete

Rubén Rocha Moya promovió y obtuvo la salida adelantada de Juan José Ríos Estavillo incluso antes de tomar posesión de la gubernatura. Aunque obviamente era una venganza política, se creyó que esa premura traía aparejada una buena expectativa para la procuración de justicia en Sinaloa.
No sólo se violentaron los plazos de la fiscalía. También se obligó al Congreso a realizar un proceso de selección en que los dados estaban cargados para designar a la jueza en retiro Sara Bruna Quiñónez, de quien se esperaba una respuesta brillante, lejana a la mediocridad que siempre ha caracterizado a la actual fiscalía, como caracterizó a la anterior Procuraduría General de Justicia del Estado.
Pero la realidad apunta para otro lado, como se advierte con el caso de Luis Enrique Ramírez Ramos, asesinado el cinco de mayo del año pasado, con solución ofrecida para un plazo máximo de un mes y que se desliza cada vez más rápidamente en el tobogán de la impunidad.
No es porque el caso de Luis Enrique sea más importante que el de otros, pero uno se pone a pensar: si no hay respuestas para un asunto enfocado por tantos reflectores, mucho menos los va a haber para casos de personas que vivieron y murieron en el anonimato, y cuyo paso por la vida se resume a una carpeta de investigación que termina empolvada en los archivos o en los entretelones de un sistema de cómputo.
Al paso de los meses, la fiscal dio por solucionado el caso y hasta dijo que con el esclarecimiento logrado (y que entonces sólo ella conocía), ya había cumplido con su deber. Hoy, ante el amparo conseguido por la única persona sujeta al proceso y en cuyas declaraciones se basa la supuesta solución, la fiscal recurrió al ofrecimiento de recompensas (un millón de pesos por el presunto autor material y otro millón por el presunto autor intelectual).
Son recursos legales, válidos, contemplados en las leyes, pero que demuestran el nivel de desesperación e impotencia en que están cayendo la fiscal y su equipo. Es el reconocimiento de que ya llegaron al límite de sus capacidades para localizar y aprehender a los inculpados, y ya sólo les queda esperar a que algún amigo o familiar se vea tentado por la codicia e incurra en la delación.
Es una circunstancia lamentable. El propio gobernador ha estado personalmente interesado en el esclarecimiento del crimen, aunque ha sido excesivamente receptivo al aceptar las explicaciones que le ofrecen sus colaboradores para justificar la tardanza y falta de resultados.
Hay que insistir en que este caso reúne todos los requisitos para urgir a las autoridades. El propio gobernador quisiera poder hacer justicia a quien en un tiempo fue su colaborador. El presidente de la República bien quisiera ofrecer un resultado en medio de tantos crímenes no resueltos (y tantos crímenes de periodistas), pero las fuerzas disponibles no alcanzan para llegar a hacer la detención. Y perdónennos la insistencia, pero como ya dijimos en una entrega anterior: si no se puede detener a dos delincuentes a quienes nos han descrito como malhechores menores, de barrio, mucho menos podemos aspirar a que se haga justicia a las víctimas de los delincuentes de grandes ligas.

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