Patrimonio cultural y justicia transicional (Segunda y última parte)
Jorge Sánchez Cordero
El dictador Chiang Kai-shek (1887-1975) tuvo una influencia incontestable en la historia de China, aun tras su derrota en 1949 ante el líder comunista Mao Zedong (1893-1976). Se refugió entonces en la isla de Taiwán, adonde se llevó consigo un sinnúmero de bienes de la mayor importancia pertenecientes al legado cultural chino que son objeto de constantes reivindicaciones por la República Popular China y que actualmente se albergan en el Museo del Palacio Nacional en Taipéi.
Como parte de la deificación nacionalista de Chiang Kai-shek, en Taiwán se erigió un majestuoso memorial que se asemeja al de Abraham Lincoln en Washington, D.C., aunque otros lo parangonan con el Mausoleo de Sun Yat-sen (1866-1925), situado en la ciudad de Nankín, en la República Popular China. En aquel monumento se evoca que Chiang fue invitado a gobernar Taiwán después de ser vencido por la revolución maoísta.
Al inicio de la dictadura de Chiang, que se prolongó por casi 26 años, el célebre levantamiento de febrero de 1947 en la isla fue sofocado con atrocidad: más de 30 mil personas fueron ejecutadas, y a partir de entonces se instauró una ley marcial que duró poco más de 38 años. Durante la vigencia de esta medida, alrededor de 140 mil personas fueron arrestadas y más de 28 mil ajusticiadas. El pasado de Chiang es, pues, lóbrego, y su figura dista mucho de ser el arquetipo de un paterfamilias indulgente.
En febrero de 2018 los movimientos sociales volvieron a gestarse con gran violencia en Taiwán; estudiantes irrumpieron en el Memorial y arremetieron contra la estatua de Chiang. El sitio pasó al control del Ministerio de Cultura, cuyo titular, Cheng Li-Chuna, anunció que lo transformaría para darle curso a la justicia transicional (JT). Con tal propósito, la sociedad debía enfrentar la historia y la aflicción social, e implementar políticas públicas de derechos humanos.
En el sureste asiático ocurrió una situación similar en las Salas Extraordinarias de los Tribunales de Camboya (ECCC, por sus siglas en inglés), que juzgaron a los jemeres rojos por genocidio y crímenes contra la humanidad perpetrados en tiempos de la antigua Kampuchea Democrática. Este holocausto camboyano significó la muerte de más de dos millones de personas durante la infausta dictadura de Pol Pot, máximo líder de los jemeres rojos, en la que fue prácticamente aniquilada la comunidad islámica Cham.
Los ECCC llegaron a formular un modelo de JT, para lo cual se partió de una premisa básica: los jemeres rojos eran un síntoma; el efecto y no la causa. El fermento de esta tragedia provino de factores como la colonización, el racismo, la inequidad social y la exclusión.
Sólo con la incorporación de todos los protagonistas –como son las víctimas, los estudiantes, las familias, los académicos y la comunidad internacional– resultaba viable la JT. Es aquí donde el legado cultural cobra una singular importancia; ciertamente el arte y la literatura de la nación asiática son los bálsamos naturales, pero lo son sobre todo legados culturales como el complejo hinduista camboyano de Angkor Wat, la mayor estructura religiosa edificada en el mundo y uno de los sitios arqueológicos de la más alta relevancia a escala universal.
Más aún, el modelo de las ECCC comprende a los sobrevivientes del régimen de Pol Pot y a las nuevas generaciones, cuya interacción es fundamental para configurar una nueva comunidad. En efecto, resulta por demás evidente la interacción entre la JT y el patrimonio cultural (PC). El arte, ingrediente sustantivo del PC, es una forma de expresar la verdad que –inexorablemente– contribuye a los objetivos de la JT.
La conjunción de los siguientes elementos, entre otros, coadyuvan a la consecución de la JT: la emancipación de las voces sociales marginales, la manera en que las expresiones artísticas participan en las sociedades en transición, la creación estética, y la selección de protagonistas y audiencias.
América Latina
El acceso a la información archivística es elemento clave en la estructura de la memoria colectiva, toda vez que, al margen de los museos, los archivos articulan el derecho a la verdad. Por esta razón, y con base en el aserto de que el patrimonio documental le pertenece a la humanidad y, en tanto, como tal debe protegerse, la Unesco creó el Programa Memoria del Mundo.
El patrimonio documental es un medio invaluable para conocer las costumbres y aspectos trascendentes de la cultura, lo que cobra especial importancia en zonas o regiones afectadas por conflictos sociales o desastres naturales, lo cual resulta particularmente veraz en Latinoamérica.
La emergencia de espacios archivísticos en América Latina ha sucedido en forma vertiginosa. Así, los “archivos del terror” en Paraguay relativos a la “Operación Cóndor” durante la dictadura de Alfredo Stroessner; el Museo de la Memoria y de los Derechos Humanos en Santiago de Chile, dedicado a conmemorar a las víctimas de las graves transgresiones a los derechos humanos cometidas por la dictadura de Augusto Pinochet, son referentes apodícticos de la memoria colectiva latinoamericana.
En el caso de Guatemala, el archivo de la Policía Nacional fue descubierto por la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH) en el antiguo cuartel general de esa corporación, ubicado en la capital del país y que en su época no sólo fue utilizado como almacén de armamento, sino como sede del infausto Centro Conjunto de Operaciones que coordinaba el aparato de seguridad represivo del Estado.
Fue a través de una comisión de la verdad respaldada por las Naciones Unidas como, a finales del siglo XX, el gobierno de Álvaro Arzú Irigoyen se vio obligado a exhibir públicamente el archivo, después de sus múltiples abjuraciones. La PDH tomó el control de éste y lo remitió para su custodia al Ministerio de Cultura en julio de 2009. El involucramiento internacional en este proceso fue decisivo. El horror que revelan los documentos es estremecedor: torturas, secuestros e incontables ejecuciones.
La información divulgada es de gran valía para documentar las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante la guerra civil guatemalteca, y sobre todo para la búsqueda de la verdad, de la memoria colectiva y de las reparaciones, como lo sostiene la organización no gubernamental Archivistas sin Fronteras. Al mismo tiempo, estos archivos cumplen una función social básica: procurar la reconciliación nacional, que es ajena a la competencia jurisdiccional.
Brasil no es la excepción. La transición democrática en este país se singularizó por el sigilo institucional en cuanto a las transgresiones perpetradas por la dictadura cívico-militar (1964-1985). La movilización social que exigía verdad y justicia con respecto a ese pasado obligó al nuevo Estado a crear edificaciones simbólicas, como el Memorial de la Resistencia de Sao Paulo, el Memorial de la Lucha por la Justicia, que es una iniciativa de la orden de los abogados brasileños, y el Núcleo de Preservación de la Memoria Política.
África
El caso de Sudáfrica es muy ilustrativo, pues implica un doble enfoque: el relativo al legado colonialista, que es común en todo el continente africano, y el apartheid, que es propio de ese país. La narrativa del segundo aspecto ha sido desarrollada en forma profusa por la Comisión para la Verdad y la Reconciliación, cuyo cometido es trasponer el pretérito al tiempo presente. Así, el legado cultural sudafricano se expresa en los símbolos e instrumentos de opresión.
Ese legado es un medio que permite desarrollar una narrativa que explica las causas de los conflictos sociales. El desafío del PC lo constituye la forma en que memoriza el colonialismo y el apartheid, lo que contribuye a la búsqueda de la verdad.
El PC no necesariamente discurre en la narración de una verdad absoluta o en una sola interpretación histórica; su función es dar cuenta de la gesta de las turbulencias nacionales. El derecho al legado cultural, en conjunción con el derecho a la verdad, hace viable el enfoque de los derechos humanos y la perspectiva, precisamente, de un legado cultural. En el contexto poscolonial el énfasis de la narrativa reside en el paisaje memorial y no en la escrupulosidad y la minuciosidad de acaecimientos históricos.
Derecho a la verdad
El derecho a la verdad tuvo su origen en la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y se difundió rápidamente en el ámbito internacional; se trata de un componente importante de la libertad de expresión e implica el derecho a conocer los sucesos y a sus protagonistas, así como las circunstancias en las que fueron transgredidos los derechos humanos. Para ello la CIDH ha recomendado la creación de memoriales y de museos que testimonien los crímenes del pasado.
Si bien las comisiones de la verdad se han multiplicado a escala global, es necesario destacar que existen otras modalidades dirigidas a los mismos propósitos. Así, la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, de la Convivencia y la No Repetición, pactada en 2015 por el Estado colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), mandata el derecho a la verdad, que incluye testimoniar las violaciones a los derechos humanos; compromiso fundacional necesario para la convivencia en la sociedad colombiana. Aunado a éste, la seguridad asumida para la no repetición de sucesos como los descritos es uno de los basamentos del acuerdo, ya que restablece el estado de derecho y hace viable la reconciliación social.
Estos compromisos pusieron énfasis especial en el diseño de un programa de rehabilitación que propicie la coexistencia y la no repetición fundadas en la restauración y en la generación de actividades sociales, artísticas, culturales y recreativas, entre otras. El summum es la promoción de la cultura de la paz, que se entiende como la adhesión a los axiomas de libertad, justicia, democracia, tolerancia, solidaridad, cooperación, pluralismo y diversidad cultural. Estos acuerdos trascienden eventos pretéritos y el vínculo binario perpetrador/víctima.
Derechos culturales
La función de los derechos y del legado culturales ha sido ponderado en el ámbito de la JT, ya que entraña el derecho a la verdad, a la justicia, a la rendición de cuentas, al acceso a recursos legales, a la reparación y a las garantías de no repetición.
La relatoría de los derechos culturales del Consejo de Derechos Humanos de la ONU ha subrayado el delicado balance que existe entre los derechos al olvido y al recuerdo. La memorización incluye la compleja condición de las víctimas y su naturaleza, la relación entre ellas y los perpetradores, así como el análisis de éstos y de los paladines, y de la fatalidad de los monumentos y sitios conmemorativos de regímenes opresivos anteriores. Pero también la memorización estructura críticas sociales, determina la función del arte y el vínculo entre los museos de historia y la memoria colectiva.
En la JT los derechos culturales requieren del diseño de políticas públicas que promuevan la interacción y el entendimiento entre las comunidades con diferentes lecturas del pasado, y que elaboren un paisaje que refleje la diversidad cultural. Por ello el derecho a la verdad se realiza mediante procesos de memorización; comprende el acceso a la cultura en sus diferentes modalidades, como lo es la participación en la vida cultural; contribuye al legado cultural, e igualmente al derecho a la libertad de opinión y de expresión –del que forma parte la expresión artística–, a la innovación y a la creatividad.
Epílogo
Una de las características más preciadas del derecho internacional en los periodos posconflictivos es la prevalencia del Estado de derecho en los procesos de paz, impregnados en nuestro tiempo de significados religiosos o interétnicos. Debido a esta naturaleza, la cultura y los derechos culturales son los que proveen de réplicas pertinentes.
Tras la Segunda Guerra Mundial y en el umbral del siglo XXI, se ha observado una interacción entre los procesos de paz y la cultura, lo que se evidencia con la creación de agencias internacionales, como la misma Unesco, cuyo mandato es propiciar una paz sustentable mediante la salvaguarda del legado cultural como uno de sus fundamentos.
Una y otra vez, la cultura y los procesos culturales han sido parte de los mecanismos descritos. La paz, y así debe entenderse, no se reduce a la ausencia de conflictos, sino predominantemente a la función que se le asigne a la cultura en los procesos de paz.
La cultura provee de actitudes proactivas y preventivas, lo que resulta necesario para el fomento de procesos participativos en los cuales se privilegie el diálogo y los conflictos se resuelvan en contextos de cooperación y de mutuo entendimiento.
En la justicia transicional, la cultura y los procesos culturales no solamente forman parte de ésta, sino que adquieren un carácter preventivo de conflictos y de las atrocidades inherentes.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.