El odio como única herencia
Carlos Martínez Assad
En la película El odio (La haine) (1995) de Mathieu Kassovitz, la vida en un suburbio parisino muestra la imposible integración de los inmigrantes. Tres amigos de labanlieue de los inmigrantes árabes magrebíes deben enfrentar sus miserias y jugarse la supervivencia del día siguiente. Una jornada atroz, extremadamente violenta, sigue a la muerte por parte de la policía de un joven de 16 años de ese origen.
La violencia ha dejado en ruinas al conjunto habitacional, los incendios destruyen todo, incluido sus propios autos y el gimnasio donde pasan el tiempo. Deambulan los tres amigos con la tensión de los hombres que salen de cacería. No saben en qué momento se librarán del peligro que les acecha. Son nerviosos y a nadie parece importar la rabia con la que se pueden relacionar con “el otro”, el que no habita esos projects que mezclan a árabes, africanos, judíos y jóvenes desempleados excluidos del sistema. No tienen trabajo ni una forma de ganarse la vida, aunque la solidaridad entre ellos es lo que arropa sus andanzas y vagancia vinculada a la distribución de drogas al menudeo.
Se muestra la sordidez de los problemas que viven quienes no acaban de integrarse o asimilarse a la sociedad en Francia, porque basta ver la actuación de los personajes para darse cuenta que nunca serán aceptados y siempre serán diferentes. Y como lo afirmó el director Kassovitz, “a nadie le importa lo que pasa porque todo el mundo sobrevive hasta que revienta”.
Escribí esas ideas hace casi 30 años y, con asombro, veo que la película se repite ahora en la vida real. Nahel, de 17 años, fue muerto por la policía cuando conducía su auto y desobedeció la indicación de detenerse. Algo que sucede con frecuencia en Francia, donde en los últimos cuatro años la policía ha infraccionado a 837 personas que detuvieron su vehículo. Según Reuters, en 2022 murieron 13 personas en incidentes semejantes y agrega algo importante: la mayoría era de origen árabe o africano.
Como es obvio, no se trata sólo de un accidente de tránsito o de la mala conducta de la policía, porque se ha mostrado también ese racismo que se mantiene en diferentes países y que de nuevo se ha manifestado de forma contundente en los hechos que se desencadenaron en las jornadas violentas de Francia a partir del 29 de junio. Iniciaron por Nanterre, cerca de donde ocurrieron los hechos, en los barrios de la Cité Paul Éluard, donde se amontonan los inmigrantes del Magreb y de África Subsariana.
Alain Touraine vaticinó hace varios años que la migración es quizá “el mayor reto de la Unión Europea”. “Si lo asumimos como lo que somos y hemos sido siempre, es decir, un pueblo que ha viajado y emigrado a lo largo de la historia sabremos cómo integrar y convivir con la migración que ahora recibimos; pero si, por el contrario, adoptamos medidas como las de Berlusconi en Italia y Sarkozy en Francia, estaremos sembrando una semilla de odio y de rencor en las futuras generaciones”.
El pensamiento liberal de Touraine se opone al que prevalece en un amplio sector conservador de la sociedad que piensa que Occidente correrá la misma suerte que el imperio romano y será destruido por las invasiones de los “bárbaros”, identificados ahora con los inmigrantes ilegales de los países pobres, muchos de ellos musulmanes.
Esos razonamientos ayudan a explicar también los disturbios que ensombrecieron a París entre octubre y noviembre del lejano 2005. Entonces el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, declaró en un suburbio parisino que limpiaría la “escoria” de las calles, refiriéndose a los inmigrantes. Los disturbios se originaron con la muerte de dos jóvenes electrocutados dentro de un generador donde se ocultaron tras ser perseguidos por la policía de Clichy-sous-Bois el 27 de octubre. Siguió el ya consabido incendio de automóviles y el saqueo.
Los incendios llegaron hasta el centro de París el 5 de noviembre y el presidente Jacques Chirac amenazó con la aplicación de la mano dura. El 9 de noviembre, Sarkozy, considerado racista, ordenó la expulsión masiva de extranjeros involucrados en los disturbios, y 120 de ellos fueron condenados.
La policía realizó más de 2 mil 234 arrestos, 6 mil autos fueron dañados, 6% de ellos incendiados. Fueron a prisión 217 adultos y 56 menores. El costo fue de 200 millones de dólares. El 17 de noviembre las autoridades determinaron la normalización de la situación en los suburbios parisinos.
Se le llamó “la rebelión de los desclasados”, nutrida con jóvenes en su mayoría procedentes de África negra. Se reclamaba como se hace ahora que la policía entonces y ahora solicita papeles de identidad sobre todo a quienes lucen diferentes y muchas veces se trata de franceses de dos y hasta tres generaciones, que continúan confinados a vivir en la periferia y a enfrentarse constantemente a la dificultad de conseguir empleo debido a sus características raciales.
Immanuel Wallerstein calificó a quienes participaron en ese movimiento como “…gente joven de color que vive en ruinosos complejos habitacionales de muchos pisos, segregados de facto, (…)”, y en efecto, se trataba de comunidades estigmatizadas que reciben apenas un cuarto de los recursos que el Estado otorga a las áreas más desarrolladas; centralización de recursos que ya ha generado muchas críticas en el país.
Se puede afirmar que el mundo ha cambiado, y esta vez Nahel estaba por integrarse social y profesionalmente, pero cargaba la ascendencia argelina, respecto a la cual la mayoría de los franceses no logra dejar de lado su visión colonizadora, como lo revelan algunas de las encuestas sobre la preferencia a los políticos de derecha que vienen ganando terreno.
Hay, sin embargo, otras señales como las de quienes participaron a la manifestación de los paraguas, como signo de protección, en Lyon el 20 de julio y consideran que los ciudadanos deben estar dispuestos a recibir, incluso en sus hogares, a los inmigrantes. Ahora hay 100 mil solicitantes de asilo en ese país.
¿Cómo acabar con el odio que han expresado los participantes?. Marc Basset en El País del 4 de julio, busca explicar sociológicamente a los actores que participaron en la revuelta en que las edades asombran porque van desde los 12 y 13 años, estudiantes en su mayoría, y treintañeros, muy viejos para sacar su ira. La discriminación explica en parte su comportamiento, pero muchos ni siquiera entienden qué les llevó a participar.