“El Conde”: la estaca en el pecho del dictador
Luciano Campos Garza
Augusto Pinochet pasa a la historia como un cruel dictador que bañó de sangre Chile, al asumir la presidencia del país luego de dar una asonada militar contra el que era Ejecutivo legítimo.
Al final fue echado del Palacio por voluntad popular. Murió repudiado y perseguido en el destierro.
El director y escritor chileno Pablo Larraín mancilla la abyecta memoria del político sanguinario con El Conde (2022), una atrevida sátira sobrenatural, de corte gótico, en la que convierte a Pinochet en un vampiro de más de dos siglos, que en realidad no ha muerto. Contrario a lo que todos creen, sigue por ahí rondando por las noches buscando más sangre, aún, que la que derramó desde el poder.
Estrenada en Netflix, la película es una representación grotesca del monstruo que fue el temible general, que envió a la muerte y a la tortura a miles de opositores, con el argumento, jamás aceptado, de que actuaba por el bien de la nación.
Como una brillante ficción que se entrevera con hechos históricos, la cinta es una alegoría directa sobre el recuerdo de ese ser que, aún hoy, cubre con su sombra el entorno social del país. Es inmundo el perfil mostrado del asesino, que aún provoca escalofríos en quienes vivieron esa época de terror, y que celebran que se le ridiculice y se le llene de escarnio, para que su cadáver no encuentre descanso.
El tono es una original mezcla de humor ácido y horror explícito, con un empaque de realismo mágico. El comentario político es festivo, pues permanentemente hay una mirada de comicidad en este personaje siniestro que provocaba pavor en vida. En contraste se muestran algunas imágenes repulsivas de violencia, de difícil contemplación, para no olvidar los abusos criminales que cometió en cárceles y mazmorras.
Con una espectacular fotografía en blanco y negro, la cinta muestra a un hombre de soliloquios que parece enloquecido, por las justificaciones que se dice sobre sus procedimientos. El veterano, Jaime Vadell interpreta con maestría al Conde, que en solitario desprecia a todos y goza de la riqueza que ha acumulado en base a chapuzas y corrupción. Una voz maternal, de origen desconocido, hace una crónica de sus días, desde que nació, en una época muy remota, y su paso insospechado por diferentes hechos que marcaron la historia del mundo.
Es poética la mirada que le echan al poderoso fascista, en pleno vuelo sobre las ciudades. Con su capa señorial, y enfundado en su anacrónico traje de militar condecorado, acecha las calles en busca de carne fresca. No perdona a las víctimas inermes a las que les arrebata la vida para drenarles la sangre. En un tiempo usó pistola para matar, ahora lo hace con dentelladas.
No se escapa la parentela. El guion es inclemente con la esposa del dictador, a la que explícitamente tilda de prostituta, oportunista y corrupta. Como una bella mujer seductora, entregó sus encantos al vampiro, a cambio de riquezas y de indiferencia, para perdonarle sus interminables deslices. Los hijos, por igual, son tratados como parásitos deshonestos, que acumularon capital en base a negocios ilegales al amparo de su padre.
Todo el film es una enorme provocación surrealista, para que se generen comentarios sobre esta representación despectiva del repudiado personaje. En esta ficción, Pinochet decide renunciar a su condición de inmortal y opta por morir, pues siente que la sociedad a la que dice que sirvió, lo moteja, con ingratitud, como un ser despreciable.
El director confirma su maestría como retratista. Hizo trabajos muy precisos de personas de trascendencia universal como Neruda (2016), Jackie (2016) y Spencer (2021). Ya se había aproximado al fenómeno del dictador en Chile, cuando describió los entretelones propagandísticos de la campaña exitosa para deponerlo, en No (2012).
Al final, Pablo Larraín le hunde la estaca en el pecho a El Conde, con una obra de arte en la que deja ver, simultáneamente, su fascinación y horror por este tipo que se encuentra en el basurero de la historia.