Elecciones 2024 y crisis de la política
Isidro H. Cisneros
Este año se llevarán a cabo elecciones en casi medio centenar de países: desde Bangladés, Bután y Taiwán celebradas esta semana que pasó, hasta las próximas de El Salvador, Mali, Azerbaiyán, Panamá, Rusia y la India, pasando por Finlandia, Lituania, República Dominicana, Venezuela, Estados Unidos, Uruguay, Sudáfrica, Reino Unido, Indonesia, y desde luego México, entre otras más. Las elecciones se han impuesto como el principal mecanismo de la democracia representativa, y sin embargo, cada vez más personas se sienten desencantadas, alejadas e indignadas con los sistemas políticos tradicionales. Observamos una crisis que exige tomar la palabra, desear, oponerse y dar inicio a algo nuevo en el mundo. Esta crisis abarca a la política y a todas las esferas de la vida social. Genealógicamente, la palabra crisis aparece en Aristóteles como concepto político de importancia crucial que designa las actividades de interpretación del vínculo que hace que las personas se sientan sólidamente pertenecientes a su propia colectividad.
Por ello, la actual crisis de la política se percibe en dos planos: por un lado, está en crisis la versión de la democracia liberal y representativa que se concentra sobre la forma y las reglas de procedimiento, mientras que del otro, se encuentra en crisis la vieja clase política que solo se reconoce así misma habiendo tomado nota de la imposibilidad de su fundamento sustancial. Se trata de una crisis cualitativa que se refleja en la desafección y el desinterés por aquellas opciones que manifiestan la corrupción de las élites, por el espectáculo irritante y ridículo de la política mediática, así como por la indiferencia de los partidos respecto a las dinámicas no democráticas que se han desarrollado a su interior. Los partidos tradicionales viven una fase de desorientación profunda porque se encuentran anclados a una visión inadecuada de la política. Además, no han tenido en cuenta una amplia serie de movimientos sociales que coinciden con la resistencia a una variedad de formas de dominación no definibles en términos de “clase social”. Los nuevos movimientos feministas, de la diversidad sexual, de luchas ambientalistas, animalistas y antirracistas, entre otros, han transformado profundamente el panorama político sin que los partidos tradicionales sean receptivos a estas nuevas demandas.
El conflicto social se ha ampliado y no se ha condensado en un solo grupo de actores, sino que abarca una multiplicidad de luchas contra las persistentes formas de dominación y exclusión. Aún se requiere construir una voluntad común, una hegemonía expansiva y una democracia radical que ponga en sintonía las diversas batallas por la emancipación de los agentes sociales y sus luchas. Frente a la ausencia de una alternativa a la globalización neoliberal un número creciente de organizaciones partidarias han abandonado sus identidades originarias, para postular la tesis de que la política no es una confrontación entre partes distintas, sino solamente la gestión neutral de los asuntos públicos. Mientras que la globalización neoliberal se presenta como un hecho que se debe aceptar sin más, las cuestiones políticas se convierten en asuntos técnicos que solo pueden resolver los expertos. Se configura así un proceso de desafección de la población hacia las instituciones democráticas que amenaza con manifestarse como creciente abstencionismo e indiferencia social. Estos fenómenos ya se observan en distintos procesos electorales que se han llevado a cabo.
La política no puede prescindir de una referencia ética, ni de los valores de la honestidad y la transparencia. Radicalizar la democracia significa impulsar estos principios para reafirmar su carácter militante, abierto e incluyente. Se requiere de una “política de la sociedad” muy distinta del mito de la sociedad civil organizada que interesadamente han construido los viejos partidos. La crisis solo se resolverá eliminando estas graves disfunciones políticas.