El desprecio del presidente por las reglas modernas
Gerardo Flores Ramírez
Los distintos desplantes o posicionamientos que le escuchamos o leímos al presidente López Obrador a lo largo de la semana pasada alrededor del inaceptable lance de dar a conocer públicamente el número de teléfono móvil de la periodista Natalie Kitroeff, jefa de la oficina del periódico The New York Times para México, Centroamérica y el Caribe, exhiben con claridad a un político desconectado de los tiempos que viven México y el mundo.
Sabíamos desde su época como Jefe de Gobierno de la Ciudad de México sobre su desprecio por las obligaciones de transparencia y acceso a la información pública. Se trataba de un nuevo factor en el andamiaje legal e institucional que ya permeaba en aquellos albores del Siglo XXI en muchos países, sobre la necesidad de establecer obligaciones para los gobernantes o servidores públicos para dar acceso a la información pública sobre cualquier acto o decisión en la que estuviera involucrado un ente gubernamental. En aquellos años ya le incomodaba que hubiera un órgano gubernamental sobre el que no pudiera tener control, que tuviera la última palabra sobre qué información se podía mantener en reserva y cuál no.
Durante su gestión como presidente de la República, ha sido reiterativo en su desprecio por el andamiaje constitucional y legal en materia de acceso a la información pública y la protección de datos personales. Su argumento es que sus conferencias mañaneras son el instrumento para transparentar el ejercicio de gobierno. Lo que desde luego es inaceptable para cualquier sociedad que se precie de ser democrática, en primer lugar, porque se trata de un mero ejercicio voluntarioso del presidente, donde se abordan los temas que solo a él interesan y en la forma que él quiera abordarlos, sin reglas.
El muy reprobable lance de revelar el número de teléfono de Kitroeff y su posterior justificación, que lo orilló a revelar su verdadero espíritu como gobernante, al señalar que por encima de la ley está su autoridad moral y política, es el simple colofón a casi seis años durante los que una y otra vez, con su obstinación por criticar al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) y por insistir en su idea en desaparecerlo, fue evidente que su preocupación no era el costo que representa para el erario, sino su mero desprecio por las obligaciones en materia de transparencia y de protección de datos personales.
Luego, el fin de semana nos obsequió un nuevo lance, ahora vía una publicación en la red X, en la que visiblemente enojado, descolocado totalmente, fustigó la decisión de YouTube de bajar el video de su conferencia en la que además de violar la ley, violó las reglas de esa plataforma digital. El primer párrafo de su tuit no tiene desperdicio: “Por censura, YouTube nos bajó el video de la conferencia de prensa del jueves 22 de febrero, pues, según ellos, “infringe las normas de la comunidad“. Es una actitud prepotente y autoritaria. Están en plena decadencia. La estatua de la libertad se ha convertido en un símbolo vacío”.
Exhibió exactamente el mismo talante de Trump cuando quiso subir la apuesta contra Facebook, Instagram y la entonces Twitter, que advertían sobre la posible suspensión de sus cuentas por violar las reglas de dichas redes, que finalmente cumplieron con suspenderlo cuando incitó a la violencia en el contexto de los hechos ocurridos en el Capitolio en enero de 2021. Aunque son hechos completamente diferentes, en ambos casos se trata de gobernantes que desprecian las reglas y las instituciones creadas para evitar actos despóticos, que exhibieron que en momentos en los que la república exige de ellos estatura, eligen la rabieta, las decisiones caprichosas, sin importar que se aparten de la legalidad, primero están ellos, después ellos.
En el caso del presidente López Obrador, no es exagerado decir que se trata de un político que desprecia las reglas e instituciones que surgieron con el avance de la sociedad de la información, que quiere gobernar como si fuera la década de los setenta, sin tantas reglas y obligaciones. Es alguien que se quedó en el siglo pasado pues.
Con información de El Economista