Poder
Javier Sicilia
El poder siempre ha tenido buena prensa. Se mira como virtud. No lo es. Su sentido es el dominio, la posibilidad de imponerse sobre otro. Elias Canetti, un hombre que dedicó su vida a pensarlo, atribuye su prestigio a la sensación de invulnerabilidad y grandeza que provoca superar a otro. Su rostro más arcaico es el héroe, a quien se admira por la suma de instantes en que se ha levantado victorioso en un combate. Cuantos más triunfos cosecha mayor es su prestigio, al grado de comparársele y hacérsele sentir como con una especie de dios que frisa la inmortalidad.
El héroe es en este sentido un espejo de nuestros deseos. Miramos en él lo que constituye nuestros más profundos apetitos y nuestras más innobles acciones. Lo dice, con puntillosa ironía, Jean-Baptiste Clamence, el juez-penitente de La caída de Albert Camus: “Todo hombre necesita esclavos, como aire puro. Mandar es respirar; ¿no es usted de esa opinión? Incluso los más desheredados llegan a respirar. El último en la escala social tiene un cónyuge, unos hijos. Si es soltero, tiene un perro. Lo esencial es, en definitiva, enfadarse sin que el otro tenga derecho a replicar. ‘No se contesta a su padre’; ¿conoce usted la fórmula? (…)” De allí la necesidad de los derechos, en particular de los humanos.
La imagen moderna del poder, pese a su descrédito, es el político. En particular, el presidente. Nadie, en un país, tiene tanto poder como él. No sólo venció a contrincantes poderosos que buscaban conquistar esa cima. Reina sobre millones de seres humanos que lo aclaman y lo buscan para pedirle una dádiva, demandarle un derecho violado u ofrecerle respaldo a cambio de favores que conceden poder. Quien llega a esas alturas –aunque no ose decirlo en la era del derecho– tiene la tentación de dominar absolutamente. De allí también la necesidad de organismos que limiten su ambición y protejan a la gente de sus desmesuras. Algunos lo logran de manera parcial; otros, como los dictadores, de forma casi absoluta.
El poder es así, diría Jorge Semprún, “lo inhumano en el hombre”, una patología del alma, una desmesura de nuestra naturaleza, un deseo que todos ejercemos de diferente forma y cuya adicción puede llevar a los actos más arbitrarios e infames, una expresión –quizá la más terrible por el prestigio que le concedemos– del mal.
Tal vez por ello, el paradigma del poder sea Ricardo III de Shakespeare. Atractivo y repulsivo, a la vez, su deformidad, es la expresión de su alma que busca dominar en nombre de ella. Como todo adicto a sí mismo, no ama a nadie. Su contrahechura, símbolo de su desproporción y desemejanza con los seres que lo rodean, lo hace único y capaz de las abyecciones más atroces. Es un villano que instrumentaliza todo. Pese a ello, su presencia, tanto en los personajes de la tragedia como en los espectadores, provoca una extraña fascinación. Según Marcos-Turnbull, se debe a que nos identificamos con su carencia. “Si a Ricardo la Naturaleza lo privó de un cuerpo proporcionado, a cada uno de los espectadores se le habrá privado de alguna propiedad (en el sentido amplio del término)”. Su condición de víctima, que necesita elevarse sobre los otros para dominarlos y compensar su deformidad, despierta en el espectador el deseo inconsciente de poder, de ser compensado por algo que se le debe y anhela: ser invulnerable. Así, al mismo tiempo que fascina por su atrevimiento –es capaz de cualquier cosa con tal de dominar–, nos aterra por su brutalidad. Su dominio funciona gracias a la capacidad que tiene de infundir admiración y miedo; de mostrarse grandioso y temible en su capacidad de decidir sobre el destino de las vidas de quienes lo rodean.
Todo hombre adicto al poder se asemeja a Ricardo III. En México ha habido muchos y terribles. Pero quizá nadie más representativo, por las adhesiones que genera, que López Obrador. En él se conjugan el santo y el monstruo.
Uno de los tantos soliloquios del personaje de Shakespeare lo describe:
¡Hago el daño y grito el primero! ¡Las malas acciones que urdo secretamente las coloco sobre la gravosa carga de los demás! (…) ¡Y al punto lo creen! ¡Y, sin más, me incitan a vengarme! Pero suspiro entonces, y citándoles un texto de la Escritura, les digo que Dios nos manda devolver bien por mal. Y así cubro las desnudeces de mi villanía con algunos trozos viejos cogidos de los libros sagrados, y les parezco un santo, mientras represento el papel del demonio.
Semejante a Ricardo, López Obrador tiene la capacidad de cargar sobre los demás las consecuencias de sus odios y atrocidades, y producir en quienes los rodean una credulidad que raya en la abyección. Tiene también, como él antes de su trágica caída, la inteligencia para evitar que sus detractores puedan detenerlo.
No es extraño. El poder, como traté de mostrarlo, es fascinante en su horror y su aparente grandeza. Pocos escapan a su influjo. La mayoría de la gente se mira en él y a él se someten en una repugnante complicidad. No se necesita ser imbécil para ello. Muchos de nuestros más lúcidos intelectuales y artistas han sucumbido a su influjo con la misma desconcertante abyección con la que Heidegger lo hizo con Hitler. El propio Shakespeare, como señala Marcos-Turnbull, lo muestra a lo largo de su tragedia histórica y nos acusa: “La galería de personajes que, aun antagonizando con (Ricardo) juegan un papel en su acenso al poder, nos representan: no somos libres ni carecemos de responsabilidad cuando permitimos que un tirano llegue al poder”.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
Con información de Proceso