Javier Valdez, siete años y una voz que no lograron callar
Aarón Ibarra
Nos despedimos como siempre. Ese día nada era diferente, parecía uno más en el calendario. Nos topamos en la estrecha puerta del viejo edificio en la esquina de las calles Francisco Villa y Teófilo Noris. Él llevaba prisa, iba a reunirse a comer con su familia. Yo quería contarle algo sobre el trabajo. Acordamos que lo veríamos pronto, así que nos despedimos. Hasta pronto, le dije. Su respuesta fue Dios me bendiga. Nos reímos.
Sentado en la esquina, los golpeteos en las teclas no eran fluidos. No lograba concentrarme. Entonces me levanté a la recepción. Un pequeño habitáculo con un mostrador. El espacio es dividido por una ventanilla de vidrio. De un lado una banca de oficina y un garrafón con su mueble, del otro, un pequeño escritorio. Ahí extendí mis piernas. Como si fuera el jefe al mando me estiré hacia atrás y me puse a ver redes sociales. Primero Twitter y luego Facebook.
Habían pasado tal vez 30 minutos desde que se marchó Javier cuando una mujer tocó el timbre. Lo hizo en varias ocasiones, no recuerdo cuántas, pero insistió mucho. Entonces detengo mi abstracción en el teléfono y me levanto a abrir la pesada puerta. Una mujer mayor me grita en la cara. ¡Lo mataron, lo mataron!
En ese momento un par de compañeras se acercaron. Los gritos de la señora hicieron que se levantaran de sus asientos. El sexto sentido disfrazado de curiosidad las hizo acercarse. Siempre he pensado que sospecharon que algo marchaba mal y que por eso se arrimaron. No creo haberme equivocado.
En su desconcierto no lograba entender la magnitud de lo que la mujer me gritaba. Lo mataron. ¿Lo mataron? Entonces trato de calmarme y le pregunto a quién. Al señor de sombrero, me dijo. Y como si me cupiera alguna duda, la mujer añade otro grito. ¡Lo mataron, mataron al gordito de lentes que usa sombrero que trabaja aquí, lo mataron!
A partir de ahí los recuerdos en mi cabeza son como centellas. Tal vez secuencias entre oscuros y luces muy brillantes, como de estrobos. La alarma al máximo. No pensaba. Actuaba. Las escaleras del viejo edificio de la esquina de Francisco Villa y Teófilo Noris son muy estrechas. Es un segundo piso la oficina. Cada fila de 15 escalones los salté. En un parpadear estaba sobre la calle. No sabía a dónde dirigir mis siguientes pasos. La mirada la dirigí a todos lados, pero nada me daba una señal de qué camino tomar. Desde arriba, la mujer me gritó una instrucción. ¡Para arriba, donde está la refaccionaria en la esquina, allá lo mataron! Entonces corrí.
La sensación de querer escupir el corazón es horrible. Late tan aprisa, con tanta aceleración, que parece querer salir por la boca de tanto rebotar en el pecho. No estaba cansado. Mi cuerpo me preparaba. No sé para qué, pero me preparaba. Al llegar a la esquina de Vicente Riva Palacio con 27 de Septiembre miro un cuerpo sobre un charco de sangre. El sombrero color café no me dejaba lugar a dudas, pero debía cerciorarme. No recuerdo cómo fueron los latidos de mi corazón, no recuerdo cuántos pasos di antes de llegar, sólo recuerdo que a medida que me acercaba, la duda quedaba clarificada.
¡No mames, Javier! Fue lo único que pude decir. Un grito salido del pecho y una lágrima atorada me arrodillaron junto a su cuerpo. Estaba boca abajo. No puedo recordar el color de su camisa. Nada más me acuerdo de sus jeans y sus botas color café. También de su sombrero. ¡No mames, Javier! Entonces me levanto. La alerta entra en mí. Mientras Nallely, una compañera del periódico, lloraba al cuerpo de Javier, mis ojos dan con Ismael. Lo vi doblado. Me asusté.
Si debo ser honesto en ese momento pensé que los habían matado a los dos. Ismael estaba retorciéndose frente a su carro. El de Javier no estaba ahí. Lo veía convulsionar y entonces comencé a tocarlo todo. Le tocaba la cabeza y luego llevaba mis manos a mis ojos. Nada. Luego los hombros, los brazos y antebrazos, el torso. Nada. No había sangre. Pero él no voltea a verme de vuelta, solo me hace una seña. Su teléfono estaba estrellado. Llámale al Flaco, me pide. Estaba llorando. Sus heridas no eran de bala, pero sí mortales.
Tomo mi teléfono y busco el contacto de Andrés Villarreal. En ese momento era jefe de información en Ríodoce. Mis manos ya no tiemblan. Ahora todo se mueve muy despacio. Una especie de cámara lenta que no puedo explicar ni describir. Antes de que salga la llamada de mi teléfono, entra una de un número que tenía registrado. El nombre del emisor es Griselda. Respiro hondo y contesto. Me pregunta con la voz un poco cortada qué sucede. Sin dar rodeos le expliqué lo que mis ojos veían entonces. Lo mataron, Gris, mataron al Javier.
Tuve que repetir la operación con Andrés. Después me llamó Miguel Ángel Vega y después alguien más. De repente la calle se llenó de gente. El pavimento hirviendo me tenía ofendido. Encima de él yacía el Javier y yo ya no podía hacer nada. Estaba enojado. Del desconcierto pasé al miedo, luego a la alarma, luego a la incredulidad y ahora estaba enojado.
Han pasado siete años y como cada año se le va a rendir homenaje. No nos van a alcanzar, pienso. Cada año es lo mismo. Revivir la herida porque no hubo justicia. Se logró encerrar a un par de los homicidas, pero no al autor intelectual. Las investigaciones apuntaron a dámaso lópez serrano, el minilic, así en minúsculas todas. La justicia de Estados Unidos lo ungió de algún modo y todo parece apuntar a que no va a cumplir condena por delitos en nuestro país. Uno de ellos el homicidio de Javier.
Y el tiempo transcurre. El calendario explica que han pasado siete años desde ese momento. Cada año tiene 365 días, siempre y cuando no sea bisiesto. Pero ni el dolor y ni la ausencia son posibles de medir con el tiempo.
A Javier se le sigue recordando cada siete años sí o sí, pero también se le recuerda de otros modos. A veces en las pláticas en cafeterías o en las coberturas de eventos. Así decía el Javier, oigo bromear a más de uno más de una vez. Donde sea que me detengo, alguien busca comentarme algo sobre su memoria. Tal vez sea una forma de mostrarle respeto a su memoria, pero yo prefiero pensar que es él mismo diciendo que hay que seguir dando voz a la gente que no tiene voz. Tal vez.
Ese día era lunes. Día del maestro. El mediodía. Hasta pronto, le dije. Su respuesta fue Dios me bendiga. Nos reímos. Y han pasado siete años y no hay justicia, no se termina esa exigencia. Han pasado siente años y el hasta pronto se sigue prolongando.
Con información de Proceso