Los contornos del nuevo régimen político mexicano

Jacques Coste

Andrés Manuel López Obrador fue un presidente fundacional: inauguró una nueva era en el sistema político mexicano. Por su parte, Claudia Sheinbaum tendrá que administrar e institucionalizar las reglas formales e informales del nuevo régimen político. De este proceso dependerá, en buena medida, el futuro de México.

Tomo prestado este marco analítico de Blanca Heredia, quien ha adaptado a México el famoso libro Presidential Leadership in Political Time de Stephen Skowronek, profesor-investigador en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Yale. De acuerdo con Skowronek, hay algunos presidentes fundacionales en la historia de Estados Unidos, como Franklin D. Roosevelt o Ronald Reagan, mandatarios que cambiaron las reglas del juego político y establecieron nuevas normas y mecanismos para ejercer el Poder Ejecutivo y para conducir las relaciones entre éste y los demás poderes formales y fácticos de Estados Unidos.

Heredia argumenta que, si adaptamos ese análisis al caso mexicano, podemos concluir que dos presidentes fundacionales han sido Lázaro Cárdenas, quien estableció las reglas y los alcances del liderazgo presidencial del régimen posrevolucionario, y Carlos Salinas de Gortari, cuyas directrices marcaron el rumbo político del país hasta el sexenio de Enrique Peña Nieto (muy a pesar de la transición a la democracia). De acuerdo con Heredia, López Obrador se encuentra en esta categoría, pues instituyó nuevas reglas, dinámicas, mecanismos y herramientas para ejercer el liderazgo presidencial y para manejar las relaciones del Poder Ejecutivo con el Legislativo, el Judicial y otros poderes fácticos del país, como los empresarios, los gobernadores, los partidos de oposición e incluso el crimen organizado.

Ahora bien, dando por bueno el argumento de Heredia, Sheinbaum enfrenta el enorme reto de institucionalizar y consolidar las reglas, los límites y los contornos del nuevo régimen político. Y aquí empiezan los problemas.

Se ha vuelto un lugar común argumentar que, con el nuevo régimen instaurado por López Obrador, México vivirá una “regresión autoritaria” y volveremos a los tiempos del “presidencialismo metaconstitucional” y el “partido hegemónico”. Es decir, se acabó la democracia en México y el país básicamente desandará el camino que transitó los últimos cuarenta años y estará de vuelta en la época del PRI clásico.

Desde mi punto de vista, ése no sería un escenario tan malo. Incluso tendría aspectos harto positivos. La época del PRI clásico se caracterizó por asegurar la estabilidad política y la convivencia social razonablemente pacífica en un país caracterizado por la constante violencia y los vaivenes políticos. Asimismo, logró tasas de crecimiento económico inusitadas en México y se construyeron instituciones para, por un lado, brindar servicios públicos de calidad razonable a los ciudadanos y, por otro lado, ampliar las oportunidades de movilidad social ascendente. No era un sistema perfecto ni tampoco un Estado de bienestar escandinavo, pero tampoco era tan malo como sus detractores quisieran.

Sin embargo, el argumento de la “regresión al viejo presidencialismo de partido hegemónico” presenta graves defectos. Primero, parte de una premisa equivocada: por el hecho de ser un régimen con un claro partido dominante y con una presidencia fuerte, el sistema político mexicano instaurado por Morena será idéntico al del PRI.

Esto es muy cuestionable, toda vez que Morena no cuenta con los mecanismos de representación corporativa y de inclusión de amplios sectores de la población que tenía el PRI. Tampoco tiene las mismas herramientas de negociación del incumplimiento de la ley y de mediación política entre la capital y las regiones. Más importante aún: no tiene, siquiera, el control territorial del país, pues el crimen organizado es el regulador de la vida económica y social en vastas áreas de la geografía nacional. Finalmente, no veo en Morena la voluntad y habilidad negociadora del antiguo PRI, que si bien recurrió a la represión en múltiples ocasiones, ésa era su última opción después de buscar el diálogo y el consenso (o de perdida, la cooptación y el soborno).

La realidad es que no sabemos a dónde va el nuevo régimen de partido hegemónico con presidencia fuerte inaugurado por López Obrador. Comparte esos dos rasgos con el antiguo sistema político priista, pero poco más de eso. AMLO estableció reglas y dinámicas formales e informales para conducir el liderazgo presidencial, para regir la relación del Ejecutivo con los demás poderes y con el partido dominante, y para alcanzar objetivos de política electoral y política pública.

Sheinbaum tendrá que consolidar, ajustar e institucionalizar esas reglas y dinámicas para asegurar la viabilidad, la durabilidad y la estabilidad del nuevo régimen. En otras palabras, tendrá que delinear los límites, las normas y los contornos del nuevo régimen político mexicano. Es un desafío enorme, pues diversos actores políticos (el crimen organizado, los empresarios, el gobierno estadounidense y los pesos pesados en el Congreso, el gabinete y los estados) están listos para probar de qué está hecho el nuevo sistema, para así moldearlo a su favor. Sobre esto hablaré en mi próxima entrega.

Con información de Expansión Política

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