Las prisiones: la zona oscura del Estado
Mario Luis Fuentes
Las prisiones son el espacio de la condena, pero también el territorio donde la soberanía del Estado se desdibuja, dejando en su lugar un régimen de excepción donde las reglas del derecho sucumben ante la ley de la fuerza bruta de la delincuencia. En el imaginario moderno, la cárcel ha sido construida como el destino último del castigo legítimo, el espacio donde la infracción es resuelta con el aislamiento del infractor.
Sin embargo, la realidad penitenciaria mexicana desmiente con crudeza cualquier atisbo de racionalidad jurídica o intención rehabilitadora. Lejos de ser un mecanismo para la reinserción social, el sistema carcelario se ha convertido en una zona de penumbra donde el crimen organizado ha reemplazado al Estado; en efecto, la violencia ha usurpado el derecho y la venganza se impone sobre la justicia.
En los últimos años, México ha transitado hacia un modelo de justicia penal adversarial, con el propósito de garantizar juicios más justos, transparentes y equitativos. Sin embargo, la reforma judicial de 2008 omitió un elemento crucial: el sistema penitenciario. Se modificaron las formas procesales, pero se dejó intacta la estructura carcelaria, heredera de un modelo punitivo ineficaz y violatorio de derechos humanos. En consecuencia, mientras una parte de las audiencias y los expedientes se modernizan, las prisiones siguen ancladas en dinámicas que responden más al siglo XIX, que al XXI.
La cárcel mexicana no opera bajo la lógica del derecho, sino bajo la del sometimiento. Según datos recientes del Censo Nacional del Sistema Penitenciario Federal 2023 del INEGI, el hacinamiento, la corrupción y la violencia siguen siendo rasgos estructurales del sistema. Si la prisión es una institución destinada a corregir, el Estado ha fracasado en su propósito más básico. En lugar de ofrecer un espacio de reinserción, las cárceles mexicanas reproducen el delito y la marginación, asegurando que quien ingresa a ellas salga con menores posibilidades de adaptación social y con mayores probabilidades de reincidencia delictiva.
Uno de los pilares de cualquier sistema de justicia apegado a los derechos humanos es la mejora continua de sus instituciones. Sin embargo, en México, los centros penitenciarios han sido relegados a un olvido estructural. Informes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) han documentado de manera consistente la insalubridad, la deficiencia de servicios médicos y la escasez de programas efectivos de reinserción. No hay trabajo, no hay educación, no hay atención psicológica adecuada. En su lugar, hay violencia sistemática, redes de extorsión y estructuras paralelas de poder que determinan la vida dentro de la prisión.
La concepción misma de la pena en México está viciada. Se parte de la premisa de que el castigo es un fin en sí mismo, una suerte de ajuste de cuentas entre el Estado y el infractor, sin considerar que una prisión que no rehabilita es, en última instancia, una incubadora de más violencia. Mientras países europeos han construido modelos penitenciarios con base en el Estado de bienestar, donde la privación de la libertad no implica la pérdida de derechos fundamentales, en México las cárceles se han convertido en espacios de excepción donde el Estado abdica de sus obligaciones más esenciales.
Más que una herramienta de corrección, la prisión en México es la encarnación del castigo como venganza. El discurso punitivo, basado en el populismo penal, alimenta la idea de que el delincuente es un enemigo irreconciliable con la sociedad, una amenaza que debe ser neutralizada mediante el encierro, de ser posible a perpetuidad, sin considerar que la criminalidad es un fenómeno complejo en el cual inciden de manera muy relevante factores socioculturales y económicos determinantes, como la desigualdad, la falta de oportunidades y la violencia y marginación estructural.
Por otro lado, las penas desproporcionadas y las condiciones inhumanas de reclusión reflejan la ausencia de un criterio de proporcionalidad en la justicia penal mexicana. A diferencia de sistemas jurídicos avanzados, donde la sanción se define en función del daño causado y de la posibilidad de rehabilitación del infractor, en México la pena de prisión es un castigo en sí mismo, desprovisto de toda racionalidad civilizatoria. No importa si la persona en cuestión cometió un delito menor o un crimen grave: una vez dentro, la cárcel opera como un agujero negro que absorbe toda posibilidad de reincorporación en condiciones de mínima normalidad al espacio social.
De esta manera, uno de los aspectos más alarmantes del sistema penitenciario mexicano es el control que el crimen organizado ejerce sobre las cárceles. Desde hace décadas, las prisiones han dejado de ser espacios de dominio pleno de la soberanía estatal, para convertirse en enclaves delictivos donde las organizaciones criminales establecen sus propias reglas. Esto se traduce en el cobro de “cuotas” a los internos, el acceso privilegiado a drogas y armas para ciertos grupos, y la perpetuación de una jerarquía de poder que mantiene a los más vulnerables en condiciones de esclavitud moderna.
Lejos de garantizar seguridad y orden, las autoridades penitenciarias se han convertido en cómplices pasivos de esta realidad. En muchos casos, los directores de las cárceles son simples administradores de un régimen impuesto por los grupos criminales. Esta “captura de esa zona del Estado” por el crimen organizado no solo representa una falla institucional de enormes proporciones, sino que también mina la posibilidad de que la cárcel pueda cumplir cualquier función rehabilitadora.
En síntesis, puede afirmarse que el sistema penitenciario mexicano es una zona de excepción donde el derecho es suplantado por la arbitrariedad, el crimen y la violencia. Mientras que en Europa las prisiones han sido concebidas como una extensión del Estado de bienestar, en México son el vestigio de un modelo de castigo arcaico y disfuncional. Es imperativo que el Estado asuma la responsabilidad de transformar el sistema penitenciario desde una perspectiva de derechos humanos, garantizando condiciones dignas, eliminando la corrupción y retomando el control sobre los centros de reclusión.
Reformar el sistema carcelario no es un acto de indulgencia con los infractores, sino una medida indispensable para la seguridad y estabilidad social. La justicia no puede reducirse a la venganza. Debe aspirar a la rehabilitación, a la reinserción y, sobre todo, a la prevención del delito. Mientras México no reforme su sistema penitenciario, la prisión seguirá siendo un dispositivo de perpetuación de la violencia, un espacio donde el Estado fracasa y el crimen triunfa.
Con información de Aristegui Noticias