De pena ajena

Karolina Gilas

La justicia mexicana ha encontrado su propio reality show. El de por sí dudoso ejercicio de elegir a impartidores de justicia se ha convertido en un espectáculo absurdo, en una farsa. Las campañas para la Elección Judicial han comenzado y, con ellas, un desfile de vergüenza y bochorno nacional.

En algún punto entre lo patético y lo alarmante, encontramos a candidatos a ministros de la Suprema Corte comparándose con chicharrones preparados. “Estoy más preparado que un chicharrón”, proclama, orgulloso, un aspirante rodeado de estudiantes. Una candidata se autonombra “Dora la transformadora”, mientras derrumba torres de expedientes en un acto que pretende ser simbólico, pero resulta infantil.

“Transparencia y verdad, ese es mi legado”, “canta” otro candidato al ritmo de reguetón. No falta el magistrado “rockero” que toca Crazy Train, como si la capacidad para interpretar a Ozzy Osbourne fuera requisito para impartir justicia laboral.

El chicharrón Arístides Rodrigo. Foto: X @AristidesRodri.

Ver a estos “profesionales del derecho” convertidos en influencers de ocasión produce no sólo pena ajena, sino una profunda preocupación sobre el futuro de nuestro sistema judicial.

Lo que presenciamos no es una campaña electoral, sino un concurso de popularidad en TikTok. ¿De verdad queremos que la selección de quienes resolverán los casos más complejos del país se determine por quién hace el video más viral? ¿Se trata de votar por un juez que “detona en el Edomex”? Las maneras en las que los candidatos buscan “captar la atención” revelan la profunda degradación del proceso. Entre chicharrones, perreos y transformadores, se diluye la esencia de lo que la justicia representa: imparcialidad, conocimiento profundo y compromiso institucional.

Y mientras candidatas y candidatos compiten por hacer el video más viral, pocos hablan de la independencia judicial, de la ética en la impartición de justicia o de cómo planean resistir las presiones políticas. Lo que debería ser un ejercicio de deliberación ciudadana sobre perfiles técnicos se ha convertido en un festival de ocurrencias. “Soy abogada, no soy influencer, ¿o sí?”, se pregunta una candidata a magistrada, resumiendo involuntariamente la absurda confusión que permea todo este proceso.

La ironía más cruel de este teatro es que, pese a todo el espectáculo, el resultado ya está escrito. No serán estos patéticos TikToks los que definan quién ocupa cada cargo.

El poder para interpretar la Constitución, para decidir sobre la libertad de las personas y para resolver controversias que afectan la vida de millones de ciudadanos no quedará en manos de quienes mejor sepan “detonar” en redes sociales, sino de quienes reciban el favor del poder político en turno.

Difícil esperar algo distinto en un proceso en el cual las personas que decidan votar deberán navegar por hasta 13 boletas (como en Veracruz), intentando distinguir entre cientos de nombres desconocidos, candidaturas a cargos que quién sabe qué tareas desempeñan, y cuya principal presentación ha sido un TikTok de 30 segundos. Como 85% de los votantes ni siquiera planea acudir a las urnas, según los propios cálculos oficiales, un cargo de la Suprema Corte podría ser elegido con apenas unas decenas de miles de votos en todo el país. El caricaturesco proceso sellará de esa manera el destino de 881 cargos federales, más otros miles a escala local.

Aun así, lo más trágico no es el ridículo de estas campañas, sino la idea misma de someter todo el aparato judicial al voto popular. ¿Cómo llegamos al disparate de elegir jueces de todos los niveles por sufragio universal? El sistema judicial funciona precisamente porque está diseñado para operar con independencia de los vaivenes de la opinión pública.

La ciudadanía, comprensiblemente, no tiene por qué conocer las complejidades técnicas del derecho o la trayectoria de miles de aspirantes a cientos de cargos.

José Luis Guerrero. Un muñeco con 20 años de experienia. Foto: Facebook.

Esta elección no fortalecerá al Poder Judicial; lo debilitará profundamente. Convertir a juzgadores en personajes populares que dependen del favor del público y del poder político destruye la esencia de la función judicial. La independencia no es compatible con la popularidad ni con la necesidad de agradar constantemente a las masas, ni con el favor de quienes controlan las redes clientelares.

El candidato a juez federal que promete “detonar la injusticia” mientras suena música de Rigo Tovar de fondo es la perfecta metáfora de este despropósito. Como sociedad, estamos permitiendo que nuestra última línea de defensa contra los abusos del poder se convierta en un espectáculo donde triunfa no quien mejor conoce la ley, sino quien mejor la bailotea o mejores vínculos ha construido con el poder, ese mismo poder frente al cual debe ser contrapeso.

De estas elecciones judiciales nacerá una justicia más débil, más dependiente del poder y menos capacitada para ser contrapeso. Entre chicharrones y perreos, México está sacrificando uno de los pilares de su democracia. Y eso, más allá de la pena ajena, debería causarnos un profundo temor.

Con información de Proceso

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