Cumplir y hacer cumplir la Constitución
Gabriel Reyes Orona
Una de las prácticas políticas en nuestro país, recogidas en la legislación, es el acto sacramental de protestar el cumplir, y hacer cumplir la Carta Fundamental. Se trata de una solemnidad que encierra toda una postura frente a legalidad. Desafortunadamente, ocurre sin que quienes la hacen le den su justo alcance y valor. Se trata de un deber primordial e insoslayable que a nadie hoy preocupa, que subyace como causa remota del precario y decadente estado de derecho en el que vivimos.
Actualmente, las autoridades no sólo desacatan y desobedecen impunemente las decisiones y providencias cautelares dictadas por los tribunales, sino que han avanzado en el proceso de insubordinación, al retarles abiertamente, lo cual hacen al señalarles como fuente de los males que sufre nuestro país, indicando, sin recato alguno, que los criminales encuentran, en quienes imparten justicia, vía de escape para evitar ser procesados y condenados, y, por tanto, que son ellos la última causa de la impunidad rampante que prevalece en el país.
Es ya práctica extendida que, ante la falta de sentencias condenatorias por reprobables actos de corrupción, la Fiscalía General de la República señale que procederá a denunciar a jueces y magistrados, acusando la “ominosa e inaceptable postura” de no darles, a ciegas e incondicionalmente, la razón.
A pesar de que los impartidores de justicia señalan, una y otra vez, que el ministerio público es omiso en aportar elementos suficientes, el cuerpo perseguidor de los delitos permanece impávido, impulsando quejas que no tienen como objetivo el acreditar una conducta descuidada o maliciosa en la valoración del acervo probatorio, sino el de endilgar e imputar a los jueces complicidad y connivencia con los delincuentes, acusación que a la fecha no ha podido probar en caso alguno.
Llama poderosamente la atención que la Fiscalía no agote procedimientos en los que, antes de acusar, se evalúe y valore técnicamente a quienes han presentado imputaciones ante los tribunales, así como que la visitaduría, y otras instancias de control, no hayan rendido puntual cuenta de lo que han hecho ante la grave descalificación que se hace en aquellos de los agentes ministeriales.
Se habla mucho de combate a la corrupción, pero el caso es que el único procesado, actualmente, es un servidor que cayó de la gracia de Peña Nieto, uno, cuyas acciones han sido insuficientes para concluir exitosamente el proceso acusatorio, por lo pronto, parece que cada día se aleja más de una sentencia condenatoria. El caso de Rosario Robles ha dejado claro que las acusaciones hechas en su contra no sólo fueron mal articuladas, sino que, si el mismo rasero aplicara a los responsables del desfalco en SEGALMEX, o, a aquellos involucrados en las muertes en la estación migratoria de Chihuahua, todos ellos tendrían que enfrentar proceso en reclusión.
Las imputaciones que el presidente alega llevaron a Murillo Karam a quedar al recaudo de las instancias persecutoras, no pueden ser diferenciadas de las que la mano derecha del Fiscal, Juan Ramos, aplicó a un sinnúmero de personas que tuvieron el infortunio de cruzarse por su camino.
En el caso de Karam se invoca sólo un asunto, en tanto que, en el de Ramos, abundan expedientes que involucran presiones y amagos inaceptables en un estado de derecho. Ello resulta relevante, dado que Karam paga por una conducta que en realidad se atribuye a Tomás Zerón, quien se encuentra fuera del país, y quien, parece, no será devuelto, ya que, accidental, o deliberadamente, el gobierno mexicano constantemente busca la forma de descomponer las relaciones con el gobierno israelí. Dicho precedente es digno de ser tomado en cuenta.
En buen español, una vez que los órganos de revisión y supervisión jurisdiccional desahoguen las denuncias y acusaciones que hoy se formulan en contra de jueces y magistrados, de resultar éstas infundadas o no probadas, tales asuntos tendrían que derivar, necesariamente, en la formulación de acusaciones en contra de quienes, por falta de pericia, negligencia o abierta complicidad, tramitaron deficientemente causas penales de interés nacional. La estrategia de la FGR es un gran bumerán, de pronóstico reservado.
La parsimonia y poca celeridad de las instancias que procesan acusaciones en contra de jueces y magistrados ha provocado que sea la salida fácil ante pifias en el terreno de la procuración de justicia. Si rápidamente se hubieren esclarecido y resuelto tales acusaciones, ya se habrían iniciado procedimientos tendientes a encontrar a los responsables de fallidas acciones, pero, ahora, en las oficinas de la FGR. Mientras unos acusan a otros, lo real es que no existe un efectivo combate a la corrupción, como tampoco una satisfacción a los intereses de múltiples víctimas, vamos, ni siquiera el erario ha podido ser suficientemente resarcido como consecuencia de las carpetas de investigación, éstas sólo sirven para llenar el guion de algunas mañaneras.
El lamentable estado en que se encuentra la impartición de justicia ha permitido que todo aquel órgano de equilibrio de poder que molesta al residente de palacio sea anulado, mediante la dolosa y deliberada desintegración de sus órganos de gobierno. Las medidas de apremio y sanción por desacato e insubordinación a los mandatos judiciales han sido materia de burla y escarnio por parte de altos funcionarios y legisladores, quienes se asumen intocables, y, hasta ahora, lo han sido.
Las sanciones a disposición de los juzgadores apuntan a escenarios de tal gravedad y condición drástica, que simplemente se han vuelto letra muerta, ya que jueces y magistrados rehúyen el aplicarlas. Ello ha provocado que, si bien en un inicio eran sólo altos funcionarios quienes se mostraran rebeldes ante la justicia nacional, gradualmente, la conducta fue permeando hasta el punto de que cualquier funcionario menor hace ya caso omiso de los requerimientos y mandatos judiciales.
Nos queda claro que la FGR no ejecutará órdenes de aprehensión en contra de los correligionarios, pero, decisiones bien razonadas y fundamentadas no serán llamadas a misa cuando decreten la inhabilitación; la destitución, o la constatación de elementos que habiliten el inicio de procesos de desafuero. Si bien es cierto, los legisladores serán siempre cómplice de los legisladores, no dejarán pasar la oportunidad de medrar con tales resoluciones. Todos ellos saben que, tarde o temprano, tendrán que dejar el cargo, y que habrá que rendir cuentas por decisiones judiciales que les finquen responsabilidad ante la ley. Sin embargo, la tibieza en aplicar tales sanciones ha provocado un incremento en la inobservancia de la ley.
De haberse declarado la destitución e inhabilitación de quienes integran comisiones encargadas de aprobar nombramientos, en efecto, no habría ocurrido nada en el corto plazo, dado que los legisladores se han salido con la suya rebelándose en contra del orden constitucional, pero ¿podrían haberse registrado para reelección aquellos sobre quienes pesara tal determinación? ¿Podrían ocupar cargos públicos en el gabinete y emitir decisiones obligatorias, sin constante riesgo de impugnación? Es evidente que el PJF dejó pasar la dorada oportunidad de hacer valer el encargo constitucional, menospreciando la potestad que se les confiara.
Cada día emergen indeseables precedentes que derruyen la protesta sobre la cual se estructura el estado de derecho. Poco a poco, se ha ido capturando políticamente al máximo tribunal, augurando que pronto las decisiones judiciales sólo serán oponibles a los justiciables, pero optativas para quienes se han hecho del poder.
Los primeros que deben hacer cumplir la Constitución, hoy, están en falta. Una conducta elusiva del básico, pero esencial deber, se tolera y fomenta desde el pleno de la SCJN. Se ha venido inobservando la Constitución, sin que sus integrantes ejerzan las atribuciones que tienen confiadas para garantizar la sumisión de funcionarios públicos a la misma.
Lamentablemente han eludido la grave responsabilidad que tienen de preservar el estado de derecho. No hay premio, ni reconocimiento internacional que borre esa mácula. El estado de persecución que sufren los altos mandos en el Poder Judicial de la Federación encontró fértil terreno en una sociedad agraviada por quienes, debiendo hacer que la ley sea ley, siguieron apoltronados en la cómoda omisión que les evita enfrentar a quien, no sólo los desprecia, sino que busca borrarles como poder de igual rango.
Nuestra Constitución deriva sin que el garante se decida hacerla valer.
Con información de Expansión