El día en que Vladimir Putin y Tucker Carlson lanzaron un petardo
Antonio Salgado Borge*
Una cosa es planear una jugada maestra y otra, muy distinta, realizarla. La entrevista concedida por Vladimir Putin a Tucker Carlson la semana pasada es un claro ejemplo de ello. Lo que fue concebido como un golpe mediático en favor de los intereses compartidos por ambos terminó siendo, a lo sumo, un simple petardo.
La enorme expectación generada por esta entrevista estaba bien fundada. No es común que el presidente ruso responda preguntas de un periodista extranjero. Y decidió hacerlo para un propagandista que apela, casi exclusivamente, al sector de la población estadunidense ultraconservador y radicalizado.
Para dimensionar el potencial de este encuentro, es importante notar que la conexión entre Putin y Carlson no es nueva ni sorprendente. Este vínculo se sostiene sobre tres áreas de coincidencias principales.
La primera es la idea de que el mundo occidental se encuentra en decadencia.
Ambos hombres alegan que el culpable principal del este supuesto declive es el liberalismo, empezando por la lucha por una plena igualdad entre mujeres y hombres, el reconocimiento de los derechos de las mujeres y la comunidad LGBTI, la secularización de la vida pública y, sobre todo, el establecimiento de una democracia con pesos y contrapesos institucionalizados.
Si se cree lo anterior, es fácil entender que se postule que, para retomar su poderío, Estados Unidos y Occidente requieren regresar a las mujeres y a la comunidad LGBTI a “su sitio”, garantizar que los hombres recuperen su “masculinidad” y “liderazgo” y reemplazar la democracia por autocracia. Esto es lo que piensan Putin y Carlson.
La segunda coincidencia entre ambos se encuentra en su concepción del rol de los medios de comunicación como meras máquinas de propaganda.
En la Rusia de Putin prácticamente todos los medios son controlados por el gobierno, quien permanentemente les dicta línea. No es sólo que el disenso, la crítica o el reporte de hechos incómodos estén totalmente censurados; este ecosistema está diseñado para indoctrinar por medio de narrativas basadas en pánicos o falsedades. Los ejemplos de ello van desde el discurso de odio contra la comunidad LGBTI, hasta teorías de conspiración o la grotesca reescritura de la historia rusa.
Tal como ha documentado extensamente el periodista Peter Pomerantsev, el gobierno de Putin complementa lo anterior con granjas de producción de contenido digital, que incluyen bots, memes y supuestos sitios de noticias. El resultado es una desconexión de las audiencias con la realidad casi completa.
El New York Times ha dado cuenta de la agresiva forma en que Rusia ha buscado extender sus tentáculos oficiales –como Rusia Today– y subterráneos –como sus arsenales digitales– para moldear las elecciones y la política en otros lados del mundo, incluyendo Latinoamérica. Tucker Carlson y otros periodistas ultraconservadores son engranajes principalísimos para la operación de este esquema en Estados Unidos.
La tercera y última coincidencia entre Putin y Carlson se manifiesta en su respaldo al movimiento trumpista que actualmente controla el volante del Partido Republicano.
Que los seguidores de Trump adoran a autócratas conservadores como Vladimir Putin o Viktor Orban y los consideran referentes es un fenómeno bien documentado. También lo es que Carlson y compañía llevan años ensalzando a estos personajes. El resultado es que Trump ya puede jugar públicamente con la idea de ser un dictador y mandar muestras claras de tener un plan para enterrar la democracia liberal estadunidense a través del Partido Republicano. Así, de un plumazo, dentro de ese partido el iliberalismo reemplazó al mantra de un país que, en buena medida con base en un supuesto “destino manifiesto”, se autodefinió como responsable de llevar valores liberales a todo el planeta.
Con estas tres convergencias sobre la mesa, es fácil ver por qué la idea de transmitir un poderoso mensaje iliberal de Vladimir Putin a la base trumpista a través de Tucker Carlson resultaba potencialmente explosiva.
El problema es que Putin mojó la pólvora de inicio al abrir la entrevista con una largo y aburrido soliloquio centrado en una versión de la historia rusa plagada de falsedades. A ello no siguieron una cátedra magistral contra el liberalismo occidental o un apoyo explícito a Trump, sino varias menciones de que Rusia está en una posición ideal para establecer condiciones en una eventual negociación para poner fin a la guerra en Ucrania. Al final, tanto un Carlson impotente como un Putin ensimismado quedaron claramente frustrados.
Lo que aniquiló el potencial de la entrevista fue, paradójicamente, el iliberalismo que conecta al entrevistador y al entrevistado. Tucker Carlson es un comunicador militante que no puede o no quiere hacer fact-checking cuando éste puede poner en riesgo el mensaje que busca de sus invitados. Lo que este comunicador busca no es exponer la verdad a su audiencia o generar condiciones para un análisis crítico, sino impulsar un proyecto en el que cree ciegamente y que, casualmente o no (para efectos prácticos es indiferente), termina reflejándose en su bolsillo.
Por su parte, Putin es un líder que no está acostumbrado a intentar convencer a un auditorio con explicaciones claras de sus ideas. Mucho menos está habituado a interrupciones mínimas o tímidas, como las pocas que le hizo Carlson. Lo que sí es habitual en Putin es intentar reescribir la historia de su país con base en falsedades para luego emplearla con el fin de justificar sus ímpetus expansionistas. Y esto fue justamente lo que ofreció a millones de personas el pasado martes, incluyendo algunas insinuaciones que parecen poner la mesa para que Polonia sea el próximo Ucrania.
Por increíble que parezca, en México hay quienes piensan que esta entrevista fue un éxito rotundo. Por ejemplo, en su editorial del sábado pasado, La Jornada afirmó que “millones de visualizaciones entre un público que no suele recibir sus declaraciones textuales, sino fuertemente editorializadas por los medios multinacionales de Occidente, agitando con ello el escenario electoral estadunidense” y debilitando a Joe Biden. Es decir, según la narrativa de La Jornada, la champaña tendría que ser destapada por Putin y los iliberales estadunidenses que le admiran (y, por lo visto, posiblemente también por los mexicanos).
Este tipo de lectura resulta tan simplista como equivocada. Por principio de cuentas, las visualizaciones de una publicación en la red social X significan única y exclusivamente que ésta ha aparecido en la pantalla de un número determinado de personas; no indican si se ha dado clic en la publicación ni si se ha reproducido el video adjuntado.
Pero seamos caritativos. Supongamos, para fines del argumento, que todas y cada una de las visualizaciones de la publicación de la entrevista a Putin en X corresponden a ciudadanos estadunidenses que dieron clic en el enlace y vieron con atención el video completo.
De lo anterior no se sigue que Putin haya logrado llegar al público estadunidense que “no suele recibir sus declaraciones textuales, sino fuertemente editorializadas”.
Hay dos problemas con esta afirmación. En primer lugar, para quienes no administramos la cuenta de X de Tucker Carlson, no hay forma de saber cuántas de las visualizaciones del video ocurrieron dentro de Estados Unidos. En segundo, el público que consume contenidos en línea tiene acceso a muchas entrevistas y discursos de Putin bien curados y seleccionados por su maquinaria de propaganda.
Más importante aún es notar que si las palabras de Vladimir Putin no llegan frecuentemente a sectores más amplios del público estadunidense es porque el líder ruso decidió no conceder entrevistas a medios de ese país. Una entrevista concedida a Tucker Carlson y transmitida por X, cuando mucho, tenía el potencial de galvanizar a la base trumpista en vísperas de las elecciones.
Aunque focalizada, una galvanización de este tipo hubiese sido incómoda para las aspiraciones del Parido Demócrata y de Joe Biden. El problema es que, cuando se consideran los motivos explicados arriba, es evidente que ni siquiera este objetivo fue alcanzado.
La que fue planeada y vendida como una explosiva jugada maestra de dos hombres iliberales terminó entonces reducida, gracias a su iliberalismo, a un triste petardo.
*Profesor Asociado de Filosofía en la Universidad de Nottingham, Reino Unido
Con información de Proceso