La próxima reforma electoral
Jorge Fernández Menéndez
Por fin acabaron unas campañas electorales demasiado largas, poco sustantivas, con una violencia que ha marcado, tanto el lenguaje como la actividad cotidiana. Ni remotamente han sido campañas libres, limpias, pacíficas. Han estado marcadas por la ilegalidad desde su propio origen (ni Claudia ni Xóchitl han respetado tiempos y si Máynez lo hizo, fue porque se le cayó la candidatura a Samuel García), hemos tenido un involucramiento inédito e ilegal del presidente López Obrador, un gobierno federal volcado de lleno en el apoyo a su candidata, un INE ajeno a las irregularidades cometidas e, incluso, a muchos aspectos estructurales de la elección, y una violencia que ha superado todo lo que hemos visto con anterioridad.
Según Integralia, hubo 749 ataques políticos dirigidos a personajes de todos los partidos. Fueron atacados, de una u otra forma, 316 aspirantes, 131 políticos, 130 funcionarios o exfuncionarios, 133 personas y 39 familiares han sido afectados con los daños colaterales de esos ataques. Hubo 233 amenazas, 231 asesinatos, 159 ataques con armas de fuego, 21 desapariciones, 18 secuestros, 87 ataques de otras características. En promedio, hubo 2.8 ataques cada día de campaña.
Más allá de eso, esta campaña demostró que las leyes electorales aprobadas en 2007 y reforzadas en 2013 no sirven, están rebasadas, no se cumplen en sus capítulos centrales. Los tiempos de precampañas y campañas no fueron respetados por nadie, tampoco la participación gubernamental, la publicidad que está prohibida en medios convencionales se desata de toda norma y control en redes.
En buena medida, las elecciones tienen un corset que las aprisiona, pero, como sucede con todas las normas que son tan estrictas, terminan siendo rebasadas por la realidad. Dicen que los sistemas que funcionan tienen leyes laxas que se aplican de forma estricta, y los que no funcionan tienen leyes estrictas que se aplican de forma laxa, y eso es lo que hemos estado viviendo en esta campaña. El presidente López Obrador sumó más de 50 medidas cautelares en su contra y no pasó nada. Se podría o no haber estado de acuerdo con los funcionarios de los periodos anteriores del IFE y luego INE, pero, por lo menos, hacían respetar las normas impuestas, pero la actual administración de Guadalupe Taddei demostró que el gobierno logró, por fin, capturar al instituto electoral.
La estructura electoral actual lo único que propicia son normas que se pueden vulnerar sin costo alguno y que dejan la posibilidad de aplicarlas con discrecionalidad a las instituciones electorales. El INE ha sido prescindente, mientras el Tribunal Electoral, además de estar dividido, ha funcionado en toda la campaña y, hasta el día de la elección sin contar con todos sus miembros, calificará la elección sin saber aún como designará al, por lo menos, sexto integrante, que es necesario para poder ejercer esa enorme responsabilidad.
El instituto electoral realizó unos debates que no fueron tales porque las normas no impulsan la confrontación de ideas y personalidades, y terminaron siendo controlados por partidos y candidatos. La publicidad prohibida en medios convencionales no tiene control alguno en redes, las normas que le expropian a la radio y a la televisión horas y horas de publicidad para otorgarlas a los partidos han demostrado ser inútiles: confirmaron que los partidos y candidatos no tienen la menor creatividad para usar esos espacios porque, en última instancia, son regalados, aunque les cuesten millones a los empresarios y, por ende, a la ciudadanía.
No podemos tener otra campaña presidencial como ésta. Si la reforma de 2007 se hizo para satisfacer (y no sirvió para nada) al naciente lopezobradorismo, la que tiene que realizarse después de estos comicios tiene que hacerse para satisfacer a la ciudadanía. El sistema electoral tiene que modernizarse, tiene que liberalizarse, los recursos irracionales que se dedican hoy a financiar partidos tienen que usarse para certificar gastos reales de campaña. Los espacios en medios deben ser comprados por los partidos con sus propios recursos. El contenido de esos espacios debe ser libre, salvo los casos evidentes de difamación. Las campañas deben ser más cortas, pero los partidos deben tener libertad para decidir cómo y cuándo elegir sus candidaturas.
La participación de nuevas fuerzas y candidatos debe tener condiciones más laxas. Hoy, tener un partido con registro es casi como obtener una patente de corso a perpetuidad, financiada por el Estado y los contribuyentes. Los partidos deben formarse o rediseñarse de acuerdo a sus exigencias y posibilidades, pero deben valerse de sus propios recursos. El financiamiento público debe ser para el control, la participación y el respeto de las normas.
¿Podremos tener en el futuro una reforma electoral de esas características, mucho más laxa en las normas y mucho más estricta en su aplicación, mucho más liberal como para permitir la participación ciudadana y que la misma no sea rehén de las dirigencias partidarias? No lo sé, lo dudo porque, como están hoy las cosas, las dirigencias partidarias son las dueñas del sistema, de los espacios y, sobre todo, de los recursos.
No hay un solo dirigente partidario que haya salido legitimado de esta elección. Todos, en el oficialismo y la oposición, están alejados hasta de sus propios candidatos y militantes, y ni hablemos de la ciudadanía. El sistema electoral, como está ahora diseñado, ha demostrado que ha sido rebasado por la realidad. De cara al futuro, lo único sensato sería rediseñarlo en profundidad y reencontrarlo con la legitimidad ciudadana que ha perdido.
Con información de Excélsior