La verdad vulnerada
Javier Sicilia
La verdad ha sido una categoría fundamental en Occidente. La caverna de Platón, nos recuerda el filósofo sudcoreano Byung-Chul Han, la condensa en el prisionero que logra escapar de ella, ver la luz de la verdad y regresar para convencer a los cautivos de que las imágenes que ven proyectadas en las paredes de la caverna son sólo espejismos, sombras de la verdad. La incapacidad del prisionero liberado para revelar lo que ha visto o la negativa de los otros a escapar de su zona de confort, hacen que quieran matarlo. Las enseñanzas y la muerte de Sócrates son, de alguna forma, el relato de la experiencia de ese prisionero: el poder lo condena a muerte por decir la verdad y poner en entredicho el orden de la polis. Lo mismo sucedió con Jesús de Nazaret.
Todavía en los viejos totalitarismos, una forma monstruosa de la caverna platónica, decir la verdad entrañaba la muerte. Era un acto de disidencia y fidelidad al sentido.
Hoy, afirma el propio Byung-Chul Han, ya no vivimos en la caverna de Platón, sino en una digital. En ella no nos intoxican imágenes falsas de la realidad que la verdad confronta, sino flujos inmensos y fugaces de información que en lugar de negar la verdad prescinden de ella.
Producidos en la virtualidad de las redes, los insondables flujos de información que corren a través de ellas no son sombras de lo real ni mentiras impuestas por un poder totalitario, sino enormes cantidades de datos que hacen que la verdad y los hechos vacilen. Frente a ello, el hombre de la era digital ya no se aferra a lo conocido o a lo impuesto para escapar de la verdad que lo confronta. Por el contrario, construye la verdad a partir de los datos que convienen a sus intereses y le provocan la seguridad que la vacilante realidad no puede ya darle. Así hay multitudes que creen que la tierra es plana, que no existió la Shoa ni las cámaras de gas ni los hornos crematorios, que los crímenes de Stalin son propaganda norteamericana o en cualquier tipo de ocurrencia. A diferencia de lo que sucede en la caverna de Platón o en los viejos Estados totalitarios, la mentira que el hombre de la era digital defiende no es, dice Byung-Chul Han, una negación de la verdad o la exaltación de la mentira por causa de un desconocimiento de la realidad, sino la consecuencia de la desconfianza que la información genera hacia lo real: el “esto es la verdad de los hechos” es substituido por “esto es la verdad de los datos”.
Las múltiples mentiras, que conforme el mundo de lo virtual se impone como una especie de supermercado de la verdad, se expresan de manera amplificada en el espacio político. Cuando López Obrador en sus Mañaneras niega la realidad de la violencia diciendo que tiene otros datos o cuando decide que para terminar con la corrupción del Poder Judicial los jueces deben ser elegidos por la sabiduría del pueblo o afirma sin vergüenza alguna cualquier cosa que le conviene o le viene en gana, no estamos ante un mentiroso clásico, a la manera de los dictadores, sino ante un hombre de la digitalidad que cree que sus afirmaciones, por más apartadas de la realidad que se encuentren, y gracias a las decenas de miles de adhesiones que suscita, son verdad.
A diferencia del hombre digital, el mentiroso, dice Han, “no pierde su conexión con la verdad. Su fe en la realidad no se tambalea. El mentiroso no es un nihilista. No cuestiona la verdad en sí misma. Cuanto más decididamente miente más reafirma la verdad” a la que persigue porque devela la mentira que quiere hacer pasar por verdad. El hombre digital, por el contrario, pertenece a otra categoría que, según Han, define el neologismo truthiness: “la verdad como impresión subjetiva”, como creencia, que al carecer “de toda objetividad” o “de toda solidez factual” se erige en certeza y axioma.
Stephen Cobert, el periodista del New York Times que acuñó dicho término, dijo refiriéndose a Trump: “No creo en los libros. Allí hay sólo hechos, no corazón”. La palabra creer –la afirmación de una verdad que carece de evidencias– significa “poner el corazón” en algo, confiar en la verdad de una creencia. Semejante a Trump, López Obrador es un hombre del corazón, de la subjetividad, de la creencia sostenida por datos que cree verdaderos. Sus creencias, avaladas por millones de seguidores, están muy lejos de las oscuridades de la cueva platónica y de las mentiras en las que se fundaron los totalitarismos modernos, cuya pretensión era crear una nueva realidad. A diferencia de Hitler, quien se consideraba poseedor de una verdad superior, o de Stalin, que erigió la verdad del Partido en el summum de la Historia, y construyeron grandes y espantosos relatos para sostener su propósito, López Obrador y los llamados populistas apenas si usan la palabra verdad. “No mienten en nombre de ella –dice Han–. Sus hechos alternativos no se condensan en relatos ideológicos. Les falta continuidad y coherencia narrativa”. Son frutos de un régimen informativo que substituyó la verdad por creencias carentes de sentido y significación.
En la era de la digitalidad, en la que la verdad se reduce a decir y hacer cualquier cosa, siempre y cuando se tenga la capacidad de conseguir adeptos, likes o votos, la democracia –la disposición de defender la verdad y discutir confrontados con ella– dejó de existir y reina el caos, lo que carece de forma y es abismo. También la verdad perdió su carácter subversivo. En la caverna de Platón o “en los Estados totalitarios construidos sobre una mentira total –dice Byung-Chul Hang– decir la verdad es un acto revolucionario. Sin embargo, en la sociedad de la información postfactual [y los mensajes relámpago] el pathos de la verdad no va a ninguna parte. Se pierde en el ruido de la información. La verdad se desintegra en el polvo informativo que arrastra el viento digital” y anuncia cosas más terribles.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
Con información de Proceso