Migración mexicana: un sexenio fallido

Tonatiuh Guillén López

Entre los objetivos iniciales y más importantes del gobierno del presidente López Obrador estaba la problemática migratoria, que hacia el año 2018 parecía una cuestión externa, no mexicana, de origen centroamericano principalmente.

De hecho, desde el primer día, la primera decisión de gobierno fue promover un plan de desarrollo para el norte de Centroamérica y el sur de México que, por cierto, fue elaborado por la Cepal y ahora está guardado en algún cajón esperando mejores tiempos.

Hacia el principio del sexenio la migración mexicana al extranjero se encontraba en números mínimos y relativamente estables. Durante algo más de una década, el flujo hacia el norte parecía finalmente controlado e incluso con saldo negativo, considerando los retornos voluntarios o forzados desde Estados Unidos. En esta materia, el gobierno de López Obrador heredó un escenario que puede calificarse de positivo, considerando que la movilidad de mexicanos y mexicanas al exterior tenía las cifras más reducidas de décadas.

De esta manera, hasta el año 2020 la cuestión migratoria parecía únicamente centroamericana y de otros países. No nuestra. El Plan Nacional de Desarrollo anunciaba que la relación con Estados Unidos en este rubro sería explícitamente pasiva, “no intervencionista”, pues ya no habría necesidad de que la población mexicana buscara alternativas de ingreso fuera del país gracias a los programas de gobierno.

Las cosas cambiaron drásticamente. Lo que había sido un escenario tranquilo durante más de una década se alteró radicalmente a partir de mayo de 2020. El flujo mexicano hacia Estados Unidos se incrementó hasta multiplicarse por cuatro o cinco veces con relación con el promedio de años anteriores. En abril de 2020 el número de “encuentros” de la patrulla fronteriza de Estados Unidos con mexicanos fue de 12 mil personas, el más reducido de mucho tiempo. En abril de 2022 la cifra se incrementó a 82 mil, el más alto de los meses recientes.

La etapa migratoria “tranquila” dejó de serlo. Estamos ahora en un nuevo periodo, de intensa movilidad migratoria, muy distinto al heredado de años anteriores. Se ha publicitado incesantemente que los programas sociales de este sexenio resolverían la necesidad de migrar, no solamente en México sino también en Centroamérica. Los programas Sembrando Vida y el de Jóvenes Construyendo el Futuro serían la solución, lo cual evidentemente no ha resultado, como demuestran las estadísticas.

En materia migratoria de mexicanos hemos regresado más de una década atrás y todo apunta a que la tendencia continuará durante los próximos años. Entre los meses de enero y agosto del presente año la patrulla fronteriza de Estados Unidos ha detenido a más de 560 mil personas mexicanas (un tercio del total de los arribos y muy superior a cualquier otra nacionalidad migrante). Para el final de 2022 la cifra rondará los 900 mil eventos, lo cual describe la crudeza de nuestro escenario económico interno que parece no tener correcciones significativas en lo que resta del sexenio.

A estos números deben agregarse dos componentes: los eventos exitosos en el movimiento irregular y, de otro lado, quienes hacen el cruce fronterizo con algún documento.

No es casualidad que justo en el momento más crítico de pérdida de ingresos de las familias en México, entre el segundo y tercer trimestres de 2020 –siguiendo la estadística de pobreza laboral que elabora el Coneval con datos del Inegi– el flujo de mexicanos al exterior diera un salto enorme.

Tampoco es difícil saber de dónde proceden principalmente las personas que han emigrado recientemente. Si se relacionan las estadísticas de la Patrulla Fronteriza con las que reporta el INM de mexicanos retornados por Estados Unidos (que tienen un subregistro enorme, dicho sea de paso), podemos identificar los principales estados de procedencia del flujo migratorio actual.

Son nueve los estados que concentran a las poblaciones de origen, con alrededor de 73% del total, conforme al siguiente orden nada sorpresivo: Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Puebla, Veracruz, Michoacán, Guanajuato, Estado de México y Sinaloa. Se trata de entidades con fuerte componente de pueblos indígenas y de economía rural, salvo un par de excepciones que combinan espacios y economías urbanas muy extensas.

Si bien todos los estados del país aportan alguna medida al nuevo flujo migrante, no lo hacen con igual intensidad. La concentración de las poblaciones de origen en un grupo limitado de estados posibilitaría –si fuera el caso– que el gobierno federal y los estatales asumieran como asunto prioritario la identificación de los factores de la emigración, que esencialmente son de naturaleza laboral y búsqueda de mayores ingresos familiares. En el mundo ideal de gobiernos que efectivamente se interesan por el bienestar social, ya estarían más que ocupados por atender la problemática con una perspectiva local. Es una misión posible.

Por lo pronto, ya están avisados los estados que tienen la mayor cantidad de población en movimiento. Lo mismo el gobierno federal, que pudiera reorientar sus prioridades regionales en la distribución de sus programas, especialmente los sociales y de inversión pública. De lo contrario, si la inercia persiste con el ritmo en curso, este sexenio tendrá entre sus saldos más negativos a un país que tuvo necesidad de volver a migrar. Los números ya son críticos, pero desafortunadamente pueden empeorar si nuestras condiciones sociales persisten en su deterioro. A menos que, por las remesas, al gobierno mexicano le interese que la migración al extranjero se amplifique, replicando así el mal ejemplo de nuestros vecinos del sur que menosprecian sus graves costos sociales y humanos.  

*Profesor del PUED/UNAM. Excomisionado del INM

Proceso

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