La superioridad social de la rapiña

Rafael Cardona

De entre todas las barbaridades con las cuales Morena promueve su populismo, la explicación de la alcaldesa de Acapulco (A. López) en torno del robo generalizado de alimentos y mercancías diversas en el desastrado puerto, hay una sobresaliente: la rapiña es un elemento de cohesión social.

Cohesionar significa aglutinar, agrupar, unir entre diferencias. Un elemento de cohesión social es, por ejemplo, la religión. Quizá otro sea el idioma, temas con los cuales un grupo se identifica y llamado en términos amplios, cultura.

Y quizá tenga razón la alcaldesa (A. López) más allá de su rupestre cinismo, el robo, el abuso, la oportunidad acorazada, la rapiña, como la corrupción, son componentes irremediables de la cultura mexicana. Alguien con más simpleza podría decir, así somos. ¿Y qué?

Pues sí, así somos y este gobierno se nos parece. Es nuestro autorretrato; no nuestro pintor. Por eso tiene éxito.

Conduce, resume, resuelve, orienta y perdona todas nuestras peores conductas. El robo, moralmente descrito como pegamento social, ha sido moralmente legalizado por lo menos en Acapulco y en las actuales y terribles circunstancias.

Por eso ni la Guardia Nacional, ni la Marina, ni las policías municipales o estatales han. Hecho nada por evitarlo. Cuando más se han. Sumado a él.

No hay relación alguna entre la falta de agua o alimentos y la atlética condición de quien marcha por la calle con colchones encima de la cabeza o la conducta del inquilino de un condominio lujoso cuya camioneta lleva una pantalla robada en los almacenes de La Costera. Nadie conoce las virtudes alimenticias de un refrigerador. Ninguno se come las llantas del coche sustraído de la agencia saqueada. Aquella vieja súplica imperativa de los comerciantes acapulqueños, “Habla bien de Aca”, ha sido sustituida: roba bien en Aca.

La ceguera ambiciosa, ha sustituido a la tan celebrada (e inexistente) solidaridad entre los mexicanos en tiempos de necesidad. Puro cuento.

Hemos caído en la alegoría de estos hombres y mujeres ciegos, magistralmente descrita por José Saramago en su ensayo sobre el egoísmo humano:

“… A fin de cuentas, no es tan grande la diferencia entre ayudar a un ciego para robarle luego y cuidar a un viejo caduco y baboso con el ojo puesto en la herencia. Sólo cuando estaba cerca de la casa del ciego se le ocurrió la idea con toda naturalidad, exactamente, podríamos decir, como si hubiera decidido comprar un billete de lotería por encontrarse al vendedor, no tuvo ningún presentimiento, compró el billete para ver qué pasaba, conforme de antemano con lo que la voluble fortuna le trajese, algo o nada, otros dirían que actuó según un reflejo condicionado de su personalidad. Los escépticos sobre la naturaleza humana, que son muchos y obstinados, vienen sosteniendo que, si bien es cierto que la ocasión no siempre hace al ladrón, también es cierto que ayuda mucho. En cuanto a nosotros, nos permitiremos pensar que si el ciego hubiera aceptado el segundo ofrecimiento del, en definitiva, falso samaritano, en aquel último instante en que la bondad podría haber prevalecido aún, nos referimos al ofrecimiento de quedarse haciéndole compañía hasta que llegase la mujer, quién sabe si el efecto de la responsabilidad moral resultante de la confianza así otorgada no habría inhibido la tentación delictiva y hubiera facilitado que aflorase lo que de luminoso y noble podrá siempre encontrarse hasta en las almas endurecidas por la maldad. Concluyendo de manera plebeya, como no se cansa de enseñarnos el proverbio antiguo, el ciego, creyendo que se santiguaba, se rompió la nariz. La conciencia moral, a la que tantos insensatos han ofendido y de la que muchos más han renegado, es cosa que existe y existió siempre, no ha sido un invento de los filósofos del Cuaternario, cuando el alma apenas era un proyecto confuso. Con la marcha de los tiempos, más las actividades derivadas de la convivencia y los intercambios genéticos, acabamos metiendo la conciencia en el color de la sangre y en la sal de las lágrimas…”

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