Militares, luces y sombras

Ernesto Villanueva

El Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea Mexicana en las más recientes décadas habían venido jugando un papel de subsidiaridad de las autoridades civiles en emergencias por desastres naturales, en las campañas de vacunación y en otras actividades de naturaleza social, circunstancia que permeó en el ánimo colectivo y, por esa razón, hacerse de una importante confianza en la opinión pública.

Las cosas ahora, empero, han ido cambiando. Veamos.

Primero. No hay duda de que las Fuerzas Armadas han gozado de mayor confianza que la policía. De acuerdo con la encuesta quinquenal más reciente (2022) de la mayor organización de académicos en opinión pública en el mundo (https://www.worldvaluessurvey.org/WVSDocumentationWV7.jsp) la sociedad mexicana confía mucho o suficiente en los militares con 50.3% de apoyo, en contraste con el 21.2% que tienen esa percepción de la policía.

A pesar de lo anterior, la imagen de los militares va erosionándose poco a poco. En la encuesta mundial anterior de esta organización de académicos el apoyo al Ejército era de 58.9% hace sólo cinco años, lo que refleja un desplome de más de 10% en un lapso breve. Lo mismo ha pasado con la policía al pasar de 28.4% a 21.2% en ese ejercicio demoscópico.

Acaso este descenso en la opinión pública de los militares puede estar relacionado con el incremento de labores que, de entrada, le son ajenas en la experiencia comparada. Además, carecen de la experiencia para tratar a los gobernados con calidad y calidez, a diferencia, por ejemplo, de sus similares colombianos, quienes hacen una parte de las tareas que aquí realizan los mexicanos, pero con un entrenamiento no sólo en hacer las cosas, sino en llevarlas a cabo con empatía social. El control de aeropuertos, de las aduanas y de varias actividades legalmente reservadas al servicio público civil se ha hecho de manera accidentada, sin planeación ni capacitación técnica y de trato humano.

Segundo. El Ejército y la Marina en las calles debe verse desde, al menos, tres perspectivas: a) Poner en primera línea a las Fuerzas Armadas que representan la última fuerza con la que cuenta el Estado para preservar su integridad resulta peligroso si ese sostén final en las calles del país es rebasado o no cumple con las expectativas para las que fue destacamentado, al margen de que constitucionalmente las tareas de prevención y de persecución de delitos están reservadas a las policías Estatal y Municipal, de manera sustancial; b) si a ese garante de la estabilidad y la seguridad nacional le es impedido o limitado el uso de las habilidades y equipamiento con el que cuenta, las cosas se ponen peor y generan a final de cuentas espectáculos lamentables donde personal militar es detenido o tiene, con razón  o sin ella, temor fundado de actuar aunque sea de manera legítima, porque tampoco los altos mandos tienen claras las reglas de su actuación; c) no se advierte un hilo argumental lógico que brinde verosimilitud a la existencia de la mayor fuerza letal con la que cuenta el Estado mexicano, si le es regateado que ponga en acción toda su capacidad de fuego para asegurar la paz social. De este modo, el respeto a esas Fuerzas Armadas se empieza a erosionar tanto en las percepciones ciudadanas como en el crimen organizado. De nada sirve tener un tanque de guerra rodando en las calles si no le permiten utilizarlo para lo que fue diseñado y, por el contrario, sirva como sustituto de un vehículo, con el alto costo para todos que una decisión de esa naturaleza implica. Si, como se ve hasta ahora, el Ejército y la Marina no van ganando la partida y pervive la inseguridad social, no habría otra fuerza del orden a que apelar ante una derrota de las propias Fuerzas Armadas, donde no se sabe bien a bien si no hay avances por las restricciones que les son impuestas o porque el Ejército carece de la capacidad de combate que se requiere para ganar esa guerra contra la inseguridad pública.

Tercero. La intervención ilegal de millones de archivos digitales o digitalizados de la Secretaría de la Defensa Nacional no es un asunto menor; antes bien, sinuoso y complicado. No se tiene memoria en el país de un ataque cibernético de tal magnitud que un día sí y otro también revela datos duros (algunos que legal y legítimamente deben ser reservados y/o confidenciales, y otros que carecen de esa protección jurídica) que pone en entredicho no sólo la narrativa del gobierno, sino la seguridad de la estructura militar que es el último reducto de la soberanía nacional. Este hecho es gravísimo y no es un fracaso de sus perpetradores, como ha dicho el presidente López Obrador, sino un delito que debe ser investigado y sancionado conforme a derecho.

Representa también un impacto negativo y un golpe a la moral militar que varios documentos clasificados circulen libremente en perjuicio de ese inasible concepto de la seguridad nacional, que aquí sí se configura con meridiana claridad.

Si bien es verdad que los datos interceptados por el colectivo Guacamaya ponen al descubierto la distancia entre una parte de los dichos presidenciales y los hechos, también lo es que esas revelaciones no han impactado en el apoyo popular al presidente López Obrador, porque se ha instaurado la república del sesgo confirmatorio, según el cual cada uno lee, ve y escucha aquello que refuerza sus convicciones ideológicas. Es lamentable cómo el discernimiento y el análisis cedan su lugar a los actos de fe y proclamas donde todo es blanco o negro y no un conjunto de tonalidades de gris. 

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