Guerra contra las drogas de EU, el trasfondo hegemónico, injerencista y militar

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Jorge Retana Yarto

La ideología de la “guerra” contra las drogas y al crimen organizado de Estados Unidos es una  inmensa falsificación. Eso no significa que los problemas vinculados al tráfico multinacional de drogas prohibidas y a las organizaciones criminales que se han especializado en ello, y en todo lo que esto trae consigo, no existan. Existen y son muy agudos, pero se ideologizaron ambos fenómenos con fines de dominio geopolítico y geoestratégico, y se impusieron a través de políticas públicas reactivas y punitivas exportables en materia de inteligencia y seguridad, causando una devastación social, político-institucional, cultural y económica. Al asumir una dimensión militar, ésta sentó las bases de la intervención armada en la región latinoamericana y convirtió en zonas de acción geoestratégica los territorios, así como las soberanías nacionales.

Su origen se debió a necesidades de política interna, nacional, en Estados Unidos; luego pasó a ser puntal de su política exterior regional y global. De nueva cuenta lo afirmamos: los problemas existían y existen, pero se ideologizaron con fines de dominio interno y externo. Y su profundo y amplísimo impacto dura hasta nuestros días, como sucedió con otras ideologías y discursos dominantes que tienen un axioma central: la guerra. Guerra fría, guerra contra el comunismo, guerra contra la subversión, guerra contra las drogas, guerra contra el terrorismo.

Detrás de estas problemáticas ideologizadas como discurso de dominación en forma de guerras, se montan y alinean los más disímbolos gobiernos, líderes políticos, organizaciones del más distinto tipo, partidos políticos, asociaciones científicas, universidades y Estados, consumando con ello la vocación de ideología dominante de sus hacedores. A partir de esto una inmensa cantidad de hechos, procesos y fenómenos se justifican en los términos en que son presentados, y en no pocas ocasiones pueden llegar a presentarse con un “estatuto científico” mezclado con ideología, constituyendo así una mistificación, una falsificación ideológica.

Existen distintos autores académicos, analistas y periodistas especializados que sostienen que el gran poder del complejo militar-industrial, tecnológico, financiero e ideológico-cultural de Estados Unidos se desdobla en dos grandes apartados que se materializan a través de su política hacia el mundo: lo que llaman el “poder suave o blando” y “el poder duro”. El primero sería el caso de la hegemonía en los distintos aspectos  que hemos comentado antes, y el segundo esencialmente sería su poder coactivo y coercitivo, de fuerza, utilizando todos los medios e instrumentos que puede poner en juego: desde su poder tecnológico y financiero, hasta el poder militar o de sus servicios de seguridad e inteligencia nacional en el extranjero.

El general Joseph S Nye Jr –que fue subsecretario de Defensa en Estados Unidos en el primer gobierno de George W Bush– define el “poder blando” como “la habilidad de obtener lo que quieres a través de la atracción antes que a través de la coerción o de las recompensas”. Y agrega: “la seducción es siempre más efectiva que la coerción, y muchos valores como la democracia, los derechos humanos y las oportunidades individuales son profundamente seductores”.

Tal y como puso de manifiesto el general Wesley Clark, el poder blando “nos da una influencia mucho mayor que la delineación clara de las políticas tradicionales del equilibrio de poderes”. Éste añade que “la necesidad de utilizar conjuntamente tanto del poder duro como del poder blando, con lo que quedará conformado un nuevo concepto de poder, el poder inteligente”. (Nye Jr, 2010).

En otros términos, lo que el general Nye Jr denomina “poder inteligente” es lo que Antonio Gramsci llamó la suma de la hegemonía más la coerción, el dominio diferenciado sobre “la sociedad civil y la sociedad política”; es decir, el poder del Estado, todas sus capacidades organizadas puestas al servicio de una o varias causas. Al interior de la vigencia de una hegemonía se desarrolla siempre la lucha por su sustitución, por reemplazarla por otra distinta que contenga nuevos postulados que permitan un nuevo conocimiento sobre nuevas realidades. Son los nuevos paradigmas que en su consolidación y expansión pueden provocar rupturas epistemológicas.

Quien usó primero la expresión de “guerra contra las drogas” fue el presidente Richard Nixon (creó a la DEA en 1974), en el contexto de una ofensiva estatal contra la adicción a las drogas. A ésta la señaló como “el enemigo público número uno”. Estamos comentando sólo la dimensión nacional. En realidad, tal y como lo registra la historia, la droga ha estado presente en Estados Unidos desde su fundación. El opio, por ejemplo, solía utilizarse en tratamientos médicos, incluso de altos funcionarios como el presidente Thomas Jefferson, que utilizaba el láudano para calmar sus molestias severas en los intestinos, según se ha escrito.

La primera gran medida para combatir la drogadicción tuvo lugar a principios del siglo XX, con la adopción a nivel federal de la “Ley Harrison de impuestos sobre narcóticos”, que restringía enormemente el consumo de opiáceos; luego vino la “Ley de Impuestos de la Marihuana” de 1939, que regionalmente reforzó la tradicional lucha en California contra la adicción a la cannabis. Pero la medida más relevante para combatir esta problemática provino del presidente Richard Nixon, con la “Ley de Sustancias Controladas” en 1971. Esa ley combinó diferentes leyes federales en un único código, que dividió las diferentes drogas –en inglés, drug hace referencia tanto a medicamentos como a sustancias psicoactivas– en función de su utilidad médica y su potencial abuso, clasificación que comprendía desde el valium hasta la cocaína (Maroño, 2018). En  “The war on drugs: how president Nixon tied addiction to crime”, Emily Dufton (2012) estableció la esencia de la criminalización y el desplazamiento de otras prioridades de la guerra lanzada por el Presidente hacia el mes de abril de 1971: “Nixon lanzó una guerra contra las drogas que enmarcaba a los consumidores de drogas no como jóvenes alienados cuya adicción fue causada por habitar una sociedad fundamentalmente inequitativa, sino como criminales que atacaban la fibra moral de la nación, personas que solo merecían encarcelamiento y castigo. […] Esta criminalización de los consumidores de drogas lanzó una tendencia, [la de] Nixon fue una de las últimas administraciones en gastar más en prevención y tratamiento que en la aplicación de la ley y casi todas las administraciones desde entonces (con la excepción de Jimmy Carter) trabajaron para aumentar la división entre gastos de prevención y aplicación de la ley. Esta división se ha convertido en el núcleo de nuestra guerra moderna contra las drogas. Después de todo, ¿por qué financiar una guerra contra la pobreza cuando hay una guerra políticamente popular contra el crimen que financiar? Esta tensión tiene una historia larga y compleja”. La autora se refiere a la sustitución de la “guerra contra la pobreza” lanzada por el presidente Lyndon B Johnson por una nueva “guerra” que resultaba más popular, más inmediatamente aceptable y menos incómoda para el conservadurismo social y político en Estados Unidos. El presidente Nixon siguió estudiando esta problemática y en 1972 creó la “Comisión Shafer” (formalmente “Comisión Nacional sobre el Abuso de Marihuana y Drogas”) para evaluar los impactos reales de la política antidrogas de Estados Unidos en su propio país, y dicha comisión concluyó dos cuestiones relevantes, entre otras: a) no había evidencia que conectara la adicción a la cannabis con actos de criminalidad; y b) el uso del alcohol era más peligroso que la cannabis, por lo cual podía despenalizarse el uso de esta última lo antes posible. Conclusiones que el presidente rechazó tajantemente, y continuó actuando en oposición a las mismas (Huffpost, Sterling, 2013).

Así, dicho presidente desde su condición de católico devoto y californiano sentó las bases más sólidas del enfoque ideológico sobre la “guerra contra las drogas” y como materia importante de la política exterior estadunidense, ofreciendo un marco legal-constitucional que la soportara, rodeándola de criterios y principios morales y religiosos, de presiones diplomáticas y asegurando con todo ello su impacto dilatado en la sociedad estadounidense y gradualmente en el ámbito internacional. Su guerra contra el cannabis a partir de California y todo Estados Unidos inició la guerra global contra las adicciones alucinógenas. A la lucha contra el cannabis siguió la lucha contra la cocaína. Ahora estamos en la “guerra contra el fentanilo”.

Y así también, México y Colombia quedaron enganchados a la misma política exterior  prácticamente desde sus inicios, aunque la importancia de ellos fue creciendo evolutivamente y la política estratégica los inundó del todo (Linton, 2015). Las formas más acabadas de esta ideologización de una problemática social las asentó Ronald Reagan, posteriormente.

Tenemos entonces un hecho fundamental: “la guerra contra la pobreza de LB Johnson fue sustituida por la guerra contra las drogas del presidente Richard Nixon. Éste siguió siendo en las décadas siguientes una lucha política o por lo menos de desencuentros legislativos y presupuestales entre los representantes de ambos partidos: el Republicano y el Demócrata dentro de Estados Unidos. En la política exterior las afinidades eran mayores. La política social fue sustituida por la política criminal de corte punitivo. Tuvo gran impacto regional.

Más de dos décadas después, un excolaborador del presidente Nixon, John D. Ehrlichman –consejero de Seguridad en la Casa Blanca durante 1969-1971, encarcelado por el caso “Watergate” (1976)– explicó de esta manera las decisiones presidenciales en materia de estupefacientes prohibidos:

“La Casa Blanca tenía dos enemigos: la izquierda antiguerra y la población afro-estadunidense. […] Sabíamos que no podíamos convertir en algo ilegal estar en contra de la guerra o ser negro, pero lograr que el público asociara a los hippies con la marihuana y a los negros con la heroína, y después criminalizarlos severamente, podríamos irrumpir en esas comunidades, […] arrestar a sus líderes, catear sus casas, disolver sus reuniones y vilipendiarlos noche tras noche en los noticieros. ¿Sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Por supuesto que sí” (revista Harper’s, 1994).

He aquí la confesión de un gigantesco montaje ideológico y político, una inmensa impostura, una descomunal falsificación: si en algún momento la ideología es una mistificación, una falsificación de la realidad simbólicamente expresada es con toda pureza en ese momento histórico. Una operación de engaño nacional e internacional. Agregamos: este montaje se transformó en geopolítica de dominio y en hegemonía ideológica y cultural sobre una problemática real existente pero usada con estos propósitos expresos: hegemonía y geopolítica de dominio, particularmente para México, Colombia y Latinoamérica, para circunscribirnos a esta región.

Las razones de orden interno: la lucha social contra la discriminación y la  necesidad de reprimir el movimiento contaminándolo moral e ideológicamente, la necesidad también de sustituir la guerra contra la pobreza por la guerra contra las drogas dentro de un viraje conservador de inmensa magnitud. Un cambio de filosofía política y de políticas públicas gigantesco.

La resistencia de los estadunidenses a la guerra de Vietnam es mucho más conocida que el afán de exterminio de un movimiento social interno para lo cual se usó “la guerra contra las drogas”, la inteligencia y la contrainteligencia de las agencias. El gobierno de Estados Unidos llegó en un momento dado a considerar al movimiento “black power” como la principal amenaza dentro del país, con el “Black Panthers Party” (BPP) y su líder “Malcom X” al frente: “las maniobras del Buró Federal, que considerando a los BP la más grave amenaza interna de Estados Unidos incluía al partido entre los objetivos prioritarios del siniestro Programa COINTELPRO (Programa de Contrainteligencia, JR), y la salvaje represión policial socavaban la integridad del Black Panthers Party, otros factores aceleraban ese proceso […]. En 1967, los amigos de Eldridge Cleaver (ministro de información de los BP) denunciaron a cinco traficantes de heroína que se limitaban a vender la droga a los miembros de la organización BP, y lo hacían a un precio que estaba un 20 por ciento por debajo de lo usual en el mercado. Los BP llevaban desde hacía un año luchando contra el tráfico de droga en los suburbios negros, ya que, en primer lugar, desmoralizaba más que la pobreza, y en segundo, siempre se achacaba a la gente de color. El que en esa ocasión los BP recurrieran a la policía tiene un fondo realmente irónico: los traficantes que les ofrecían la droga a los negros eran al mismo tiempo agentes del FBI. La explicación oficial del escándalo fue que algunos funcionarios corruptos habían abusado de su autoridad. Eso no fue creído por nadie, y la teoría generalmente aceptada fue que la heroína estaba dirigida internacionalmente contra los BP, una táctica que en los círculos policiales y del servicio secreto no puede decirse que resulte poco corriente” (Gonzalo, 1994)

Una vez echado a andar el proceso interno y desarrollado contra el movimiento pacifista y la lucha del BPP, se expandió la geopolítica de dominio y hegemonía ideológica y cultural en el subcontinente usando el mismo instrumento como señuelo político, además de posicionar sólidamente una nueva agencia encargada del tema que formó parte de las agencias pre-existentes de inteligencia y seguridad.

Comenta al respecto el doctor Jorge Castañeda en un artículo: “Nixon creó la DEA en 1973. Poco después, su primer director viajó a México para entrevistarse con el presidente Echeverría, con el procurador Ojeda Paullada, y con las autoridades militares. Allí comenzó la guerra fallida, con la Operación Cóndor en Sinaloa, bajo el general Reta Trigo” (Milenio, 2016). Consideramos necesarias de nuestra parte una serie de precisiones respecto a esta parte histórica, para esclarecer el rumbo que en México tomó de manera inmediata el montaje ideológico-propagandístico producido por el presidente Richard Nixon y su equipo más cercano de colaboradores, y en las relaciones bilaterales con Estados Unidos:

Los antecedentes de esta visita son dos esencialmente: i) las conversaciones desarrolladas por los gobiernos de México y Estados Unidos durante una década, entre 1959 y 1969 de “colaboración voluntaria”, a partir de las primeras señales de alarma en Estados Unidos por el crecimiento de los adictos de todo tipo (toxicómanos) que dieron lugar aproximadamente a finales de 1960 a la primera serie de medidas de carácter unilateral desde Estados Unidos con rigurosas medidas de inspección aduanera y de inmigración en las garitas a lo largo de toda la frontera común, así como en puertos y aeropuertos y que culminan con la “Operación Interdicción” (septiembre de 1969) mediante la cual se cerró la frontera común, y ii) hubo otras negociaciones como parte de las medidas de distensión para su reapertura (duró un mes cerrada la frontera) entre Richard Nixon y Gustavo Díaz Ordaz, mediante las cuales se firmó la adhesión formal de México a la “guerra contra las drogas” en donde el tema de la erradicación de cultivos con ayuda de Estados Unidos fue uno de los ejes centrales.

Pero algo más muy importante: para ese momento del lado mexicano existía ya toda una estructura de poder que involucraba a altos funcionarios del gobierno de Díaz Ordaz y desde varios años antes, que controlaban el negocio de trasiego de drogas a Estados Unidos, marihuana y amapola, junto con organizaciones que no tenían ni de lejos la talla de las actuales, y en donde es imposible no considerar la “cooperación” del lado estadunidense, en alguna buena medida:

“El negocio de las drogas no había escapado completamente al control del Estado, a través de las instituciones formalmente encargadas de combatir el tráfico de enervantes. Estas mismas instituciones, la consolidación de intereses a través del tiempo ha dado lugar a una estructura de poder al interior del gobierno, que sólo en determinadas circunstancias –sobre todo cuando hay presiones políticas de los Estados Unidos– ha sido obligada a sacrificar a individuos, fácilmente reemplazables, pero no debilitada al punto de poner su existencia en peligro, puesto que no se han tenido que eliminar las razones, relaciones y posiciones clave de poder sin las cuales no es posible organizar y modificar con una libertad y autonomía relativas, y con cierto éxito, las reglas del juego” (Fernández-Velázquez, 2018).

En tal sentido, la firma del acuerdo Nixon-Díaz-Ordaz pretendía romper esta estructura mexicana que conocían en Estados Unidos (se ha comentado por analistas como Sergio Aguayo que en la reunión citada, Nixon presentó al mandatario mexicano una lista de colaboradores suyos involucrados en el tráfico de estupefacientes) y enrolar al ejército mexicano en dicha lucha mediante las campañas de “erradicación de cultivos”, lo cual logró.

Pero la estructura de poder en México vinculada al tráfico de drogas siguió viva hasta el asesinato de Enrique Camarena, y después también, cuando el gobierno de Estados Unidos se empleó a fondo contra el ya poderoso “Cártel de Guadalajara” (en realidad de Sinaloa) y las alianzas criminales que desde el gobierno lo apoyaban activamente en donde la Dirección Federal de Seguridad y la Policía Judicial ascendieron a un lugar destacado. Pero no pudo quebrarlas, se renovaban conforme pasaban las administraciones sexenales en México.

Hubo una geopolítica del dominio ideológico y cultural que a Estados Unidos le era indispensable y estratégico construir, ampliar y preservar, que sirvió para penetrar los aparatos de seguridad de Estados latinoamericanos y presentar sus ofertas de “cooperación, entrenamiento militar y financiamiento” con todo el conocimiento puntual que tiene hoy de dichos aparatos armados del Estado. El “poder blando” estadunidense actuó sobre el “poder duro” de los Estados latinoamericanos. La ideología como instrumento de penetración para una geopolítica hegemónica, convirtiendo a esa ideología en ideología dominante a escala global. Incluso usando a la ONU para ello. Allí la llamaron “política de control estratégico” del comercio ilícito de drogas.

El presidente George H Bush mantuvo y endureció la línea de criminalización, represión y guerra, incluyendo amenazas internacionales: declaró a las drogas (principalmente “el crack”) como “la más grave amenaza interior” lanzando la “Estrategia Nacional Contra la Droga”, que incluía la solicitud de aprobación de 7 mil 800 millones de dólares adicionales para su combate durante el año fiscal de 1990; luego, 2 mil millones de dólares más sobre la cifra antes aprobada, 70 por ciento para represión y 30 por ciento para tratamiento de adictos, así como “la pena de muerte” para los líderes de los cárteles de la droga (López Rodolfo, 2016).

En una alocución televisiva, ante las críticas a su programa mencionó que: “nadie puede resistir el empuje de una América unida, una América determinada, una América enfurecida”. Luego estableció: “ayudaremos a cualquier gobierno que solicite nuestra ayuda. Cuando se nos pida, los recursos de nuestras fuerzas armadas estarán disponibles. Intensificaremos nuestros esfuerzos contra los narcotraficantes en alta mar, en los espacios aéreos internacionales y en nuestras fronteras. Pondremos fin al flujo de productos químicos norteamericanos utilizados para procesar drogas. Investigaremos el dinero de la droga hasta llegar a los hombres de paja y a los financieros. Y una vez descubiertos estos blanqueadores, los esposaremos y los encarcelaremos como si se tratara de cualquier camello. Y para los capos del narcotráfico, la pena de muerte” (El País, Mundo, 1989).

Después manifestó su apoyo a la iniciativa del presidente de Colombia Virgilio Barco de realizar una cumbre en la región para tratar este problema. El senador demócrata entonces Joseph Biden (hoy presidente de Estados Unidos) ante los postulados emitidos, pidió que se triplicaran los recursos para este combate, y agregó que si se trataba de desencadenar una guerra, se requería un “día D” (así llamaron a la fecha de la operación militar aliada del desembarco en Normandía para contratacar a las tropas de Hitler asentadas en la costa francesa) y no “un Vietnam”. Es decir, se trataba de una cruzada que debía ser coronada con el éxito, y también, el entonces senador abogó por una fuerza internacional de intervención para perseguir y capturar a los líderes narcos en donde se encuentren (ídem).

Tres meses después de estas alocuciones, en vivo y televisadas, el 20 de diciembre de 1989, el presidente de Estados Unidos George H Bush ordenó la invasión a Panamá (duró hasta el 31 de enero de 1990) para combatir el narcotráfico y el lavado de dinero criminal en el ámbito subregional latinoamericano y capturar a “un capo de las organizaciones mafiosas”. El general Antonio Noriega, presidente de la República de Panamá. Cumplía así cabalmente sus amenazas violando los Tratados constitutivos de la ONU y la OEA en términos del derecho internacional público, dándole así una connotación intervencionista militar regional a la “guerra contra las drogas” (BBC News, diciembre, 2019). La “guerra contra las drogas” se materializaba.

Ello modificaba el escenario latinoamericano y caribeño de la problemática del crimen internacional organizado al concretarse la operación “Causa Justa” del ejército de los Estados Unidos. La ideologización de la política exterior en materia de combate al narcotráfico asumió un perfil militar, pendía una amenaza de intervención armada en los países del continente que tenían un problema agudizado en esta temática. Emergía una nueva realidad geopolítica al respecto. Era el peor escenario posible para los gobiernos y las cancillerías latinoamericanas. Pero además, fue una inducción precisa al endurecimiento de las políticas internas, al incremento de la postura represiva de los gobiernos nacionales. Así entramos a la década de 1990 con operaciones militares coordinadas internacionalmente por Estados Unidos con su ejército en Latinoamérica.

De allí en adelante hasta los desplantes actuales de perfil intervencionista en la nueva fase de la guerra contra las drogas “la guerra contra el fentanilo”. El mismo discurso ideologizado, las mismas amenazas y las mismas imposturas, las mismas falsificaciones ante un problema real del que Estados Unidos se hace responsable solamente en la parte represiva. La Historia enseña, y mucho para actuar mejor.

Jorge Retana Yarto*

*Exdirector de la Escuela de Inteligencia para la Seguridad Nacional del CNI. Licenciado en economía con especialidad en inteligencia para la seguridad nacional; maestro en administración pública; doctor en gerencia pública y política social. Tiene  cuatro obras completas publicadas y más de 40 ensayos y artículos periodísticos; 20 años como docente de licenciatura y posgrado.

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