La migración mexicana y su camino a la nación
Tonatiuh Guillén López
La relación entre la nación y la migración mexicana en el extranjero ha sido una historia cargada más hacia la incomprensión y exclusiones, que a la inclusión y fraternal vínculo. Pese a que la migración mexicana ha mantenido poderosos lazos de solidaridad y generosidad excepcionales, de “aquí para allá” han perdurado actitudes rudas y escaso reconocimiento, salvo que se trate de las remesas que, en ese caso, hasta el gobierno intenta colgarse el mérito como si fuera propio.
Son muchos los escenarios donde la relación entre migración y política pública encuentra aristas tensas, cargadas de prejuicios y de modos excluyentes e injustos. Basta con observar el trato que damos a las personas deportadas desde Estados Unidos, apenas suficiente para el registro estadístico y despreocupado por sus condiciones emocionales, materiales o por sus alternativas inmediatas. Para el gobierno no alcanzan los 60 mil millones de dólares que la comunidad en el exterior aporta anualmente para proveer condiciones decorosas a quienes son retornados a México en condiciones críticas, especialmente severas para quienes dejaron hijos y familiares en Estados Unidos.
Una situación similar encontramos entre la población migrante de retorno o nacida en el extranjero, niñez y juventud, que debe enfrentar viacrucis burocráticos para el reconocimiento de su documentación escolar y, además, afrontar un modelo educativo no adecuado a su perfil cultural y bilingüe. Es frecuente que estas experiencias terminen cargadas de prácticas discriminatorias y costos emocionales, que después se repiten ante otras funciones públicas como el registro civil o los servicios médicos, por ejemplo.
Es decir, como muestran estos casos, las instituciones gubernamentales –de los tres órdenes de gobierno– siguen funcionando con los parámetros de un México que ya no existe y, por el contrario, siguen amplificando su desfase frente al despliegue y movilidad internacional de la población mexicana.
Dicho en términos generales, el Estado mexicano y sus instituciones no han avanzado gran cosa en su adecuación a la realidad de una sociedad nacional que tiene una proporción muy numerosa residiendo en el extranjero. La falta de reformas institucionales, legislativas y de políticas concretas, va acumulando prácticas discriminatorias que además cancelan oportunidades de desarrollo que pudieran implementarse mediante la inclusión abierta y clara de la población mexicana en el extranjero (casi toda en Estados Unidos).
Las y los mexicanos que viven en el extranjero son alrededor de 40 millones de personas, con derechos plenos, iguales a quienes han nacido en el territorio nacional. Con derechos plenos –debe insistirse– como lo establece la Constitución política. Por consiguiente, no es justificable la continuidad de prácticas discriminatorias, especialmente cuando derivan de un modelo gubernamental que sigue pensando que la población mexicana se encuentra solamente en el territorio. Ya no es más así.
La nación mexicana es hoy transterritorial y el Estado debe adecuarse a la nueva estructura social de la nación. Son cerca de 12 millones las y los mexicanos que nacieron en el territorio y emigraron al extranjero. Son alrededor de 14 millones las y los hijos nacidos en el extranjero, primera generación. Deben añadirse aproximadamente otros 12 millones de segundas y terceras generaciones nacidas en el extranjero. En total nos acercamos a 40 millones de mexicanos en el extranjero, viviendo en Estados Unidos y además en países como Canadá, España, Reino Unido y otras partes del mundo.
¿Puede el Estado mexicano seguir inmóvil o lento en sus reformas para adecuarse a la nueva realidad social de la nación? Sería un contrasentido histórico y un desastroso desperdicio en múltiples sentidos: demográficos, económicos, culturales, políticos y sociales en todas sus expresiones. Los desfases se acumulan y el tiempo histórico es implacable.
La evolución de la nación mexicana –vista desde el marco de nuestra Constitución– ha tenido tiempos de franca exclusión de la migración mexicana en el extranjero y, sobre todo, de exclusión de su descendencia como integrantes de la nación. Por décadas se apilaron deudas con nuestra migración y además se crearon prejuicios y distanciamientos que todavía repercuten en las instituciones y en no pocos espacios del imaginario cultural. Hasta el año 1997, por ejemplo, la Constitución establecía la pérdida de nacionalidad si se adquiría otra; era imposible la doble nacionalidad. Se corrigió esta restricción, afortunadamente. Pero igual persistieron otras limitaciones que se superaron con la reforma en el año 2021 del Artículo 30 constitucional, que amplió de manera decisiva el universo social de la nacionalidad mexicana.
Pero aún persisten inercias excluyentes y discriminatorias. Muchas de ellas, simplemente porque así ha sido por largo tiempo. Muchas de ellas, simplemente porque esas reglas y prácticas se han repetido por años y años. Hoy son tiempos para corregir y ampliar el horizonte que observan las leyes y las instituciones del Estado. En prácticamente todas, la mirada institucional está “atorada” en el espacio territorial y no alcanzan a incluir a la población mexicana en el extranjero ni a comprender su movilidad en ambas direcciones. Esa movilidad es tan intensa y cotidiana como las remesas, para decirlo usando un parámetro conocido.
Lo cierto es que no hemos terminado de resolver la relación entre la nación y la migración mexicana en el extranjero. Como tampoco la relación entre la migración y las instituciones del Estado, que es parte sustancial de esa relación. Se han dado pasos importantes, pero no suficientes. Hay asuntos pendientes relativamente simples, como la formalización de la nacionalidad mediante actas de nacimiento, pasaportes, registros de población, por ejemplo; pero se ha hecho muy poco. Hay otros asuntos de enorme complejidad, como la cuestión de la representación política, que es algo mucho más denso que el voto en el extranjero o que la cuestión sobre diputaciones o senadurías migrantes. Habrá que avanzar esa ruta de manera progresiva.
En cualquier caso, la agenda pendiente es extraordinariamente importante y decisiva para el futuro de la nación, que hoy vive un tiempo histórico muy distinto al de hace apenas unas décadas. Más nos vale ser congruentes con una realidad que, pese a su complejidad, al mismo tiempo ofrece potencialidades de evolución social y de desarrollo excepcionales. El costo de no hacerlo puede ser altísimo para la nación misma.
*Profesor del PUED/UNAM, excomisionado del INM.