Delincuencia y desplazamiento forzado de familias mexicanas
Tonatiuh Guillén López
En México se han convertido en tragedia cotidiana las acciones del crimen que impunemente arrasa al país, dejando una larga estela de víctimas, de dolor humano y de pérdidas graves para el desarrollo y el bienestar social.
Actualmente vivimos la peor etapa en la historia de las cifras de homicidios y de otros delitos, que se repiten una y otra vez en espacios en donde el Estado y sus instituciones –de los tres órdenes de gobierno– navegan entre indiferencias o abiertas complicidades.
Ha servido de poco la militarización de la seguridad pública mediante la Guardia Nacional y la presencia de las fuerzas armadas a lo largo del territorio, incluso en las zonas más conflictivas. Como consuelo y falso dilema, alguien podrá decir que sin esa militarización la realidad sería mucho peor y que más nos vale prepararnos para un estado dictatorial y alternativas tipo Bukele en El Salvador. De una vez, cabe advertir que ese argumento sólo sirve para quienes promueven un Estado autoritario; su efecto es posponer el necesario control democrático de las instituciones y la vigencia efectiva del estado de derecho.
El autoritarismo nunca garantiza el ejercicio de los derechos humanos, ni la procuración de los demás derechos; justamente, está en su naturaleza excluirlos, negarlos. Por consiguiente, es una paradoja cruel imaginar al autoritarismo como alternativa ante el crimen y las incapacidades del Estado. No olvidemos que la ruta autoritaria sólo sirve a sí misma; es su principio y finalidad última. Lamentablemente el presidente AMLO está empeñado en ese camino, intentando borrar toda huella de contrapesos políticos y de supervisión ciudadana sobre el desempeño gubernamental. Este proyecto regresivo y de enormes riesgos para la nación está en curso en prácticamente todas las áreas del Estado, incluidas las del juego del poder. ¿Pero ha servido para controlar al crimen y reducir los delitos y sus daños a la sociedad? Evidentemente, no.
Con tasas de impunidad que rondan al cien por ciento –más salvaje escenario, no se puede– el espacio que resta para las víctimas no es la justicia o la reparación del daño, que muchísimas veces es tan imposible como recuperar una vida. Salvo casos excepcionales, lo que queda es la resignación, asumir los costos, olvidar, escapar o vivir entre el miedo y el temor en el mejor de los casos. O bien protestar y exigir justicia a sabiendas de enfrentar amenazas o posibles daños adicionales.
Entre las negativas opciones que tienen las víctimas se ha vuelto frecuente huir del espacio habitual de vida y buscar algún refugio alternativo, temporal o permanente. Muchas veces escapa algún miembro de la familia; en otros casos se trata de familias enteras o incluso de comunidades completas.
El desplazamiento forzado se ha convertido en una práctica extensa, dolorosa en todos los sentidos, abierta y cínicamente injusta: es perfectamente conocida por indolentes autoridades, municipales, estatales y federales. Al mismo tiempo se trata de una realidad inexistente, marginal o negada como asunto de interés para las altas tribunas del poder gubernamental, lo cual promueve impunidad y más injusticia.
¿De qué tamaño son las poblaciones desplazadas por la violencia y el crimen? No tenemos una respuesta oficial, ni iniciativas sistemáticas que permitan hacer una evaluación de la problemática y sus múltiples determinantes. Cabe reconocer la valiosa contribución de organismos civiles como la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de Derechos Humanos; pero lo cierto es que carecemos de una instancia gubernamental con las funciones y capacidades para al menos hacer el correcto diagnóstico del desplazamiento y sobre el destino de las personas desplazadas. ¿Son ahora solicitantes de refugio en los Estados Unidos y están en las ciudades mexicanas del norte? ¿Se encuentran hacinados alrededor de alguna ciudad, como sucede en San Cristóbal de las Casas? ¿Terminan escondidos en algún monte en condiciones paupérrimas?.
Si asumimos que el escenario más grave de desplazamiento se refleja en la movilidad forzada de familias y, además, que alguna parte de ese flujo arriba a las ciudades fronterizas del norte intentando refugio en los Estados Unidos, puede construirse un observatorio –incompleto, pero significativo– sobre esta grave crisis, utilizando los datos de la autoridad migratoria del país vecino.
Hasta el mes de abril del año 2019 y durante los años previos, mensualmente alrededor de 2 mil personas mexicanas –en grupo familiar– intentaron un cruce irregular o solicitud de refugio en la frontera sur de los Estados Unidos. La cifra ya era importante y sintomática de alguna situación compleja en México, pero esencialmente describía una dinámica habitual, “normal”, de las relaciones familiares de la población mexicana en uno y otro país. Esta tendencia se alteró profundamente entre los meses de mayo y septiembre del 2019: la escala de personas en grupo familiar ascendió hasta más de 6 mil, superando por tres veces el promedio de meses previos y rompiendo la inercia de toda una época.
La coyuntura de parálisis económica y social impuesta por el covid-19 contuvo temporalmente la movilidad de personas en grupo familiar. Pero a partir de abril del año 2021 los movimientos retomaron su impulso y volvieron a crecer mes con mes. El pasado mayo de 2023 la cifra ascendió a casi 13 mil personas, superando varias veces al promedio “normal” de los años 2018 y anteriores. Comparando el número actual con la tendencia de años previos puede estimarse que más de 10 mil personas mensualmente arriban ahora a la frontera de los Estados Unidos, en grupo familiar, constituyendo una “sobre tasa” del flujo “normal” que caracterizaba al periodo previo.
Hacia el día de hoy, entonces, alrededor de 10 mil mexicanas y mexicanos se movilizan en familia hacia el norte, mensualmente. De ese tamaño puede estimarse el desplazamiento forzado que llega a la frontera norte y que sin mayor dificultad podemos correlacionar con los efectos del crimen y la violencia. No es casualidad que los lugares de origen sean Michoacán, Guerrero, Zacatecas, Oaxaca y Chiapas, entre los principales, como puede corroborarse en los albergues de la generosa sociedad civil fronteriza.
Por supuesto, no está aquí representada la totalidad del desplazamiento forzado que ocurre en el país, pues deben sumarse otros destinos que toman las víctimas. Sólo esbozamos un cuadro, un dramático fragmento del desplazamiento de personas derivado del crimen, la impunidad y las indolencias gubernamentales. Las cifras mostradas son de magnitud muy considerable, pero sin duda la crisis es mucho mayor a pesar de que el gobierno la ignore y cierre los ojos: ¨no lo veo, luego entonces, no existe¨.
Profesor del PUED/UNAM. Excomisionado del INM.