El ethos cultural internacional

Jorge Sánchez Cordero

El rey Salomón edificó el Primer Templo (1200-586 a.C.) poco después de que el rey David conquistara Jerusalén y la convirtiera en la capital judía; cuando la tomó Nabucodonosor II (630-562 a.C.), gobernante de Babilonia, arrasó la edificación en el año 586 antes de la era cristiana y expulsó a los judíos a esta otra ciudad. Ciro, el emperador persa (600-530 a.C.), les permitió regresar a Jerusalén y edificar el Segundo Templo en Yehud Medinata.

Más tarde, ya bajo dominio del Imperio Romano, el pueblo judío se insurreccionó (70 d.C.), pero la revuelta fue sofocada en forma cruenta: el general romano y posterior emperador César Tito Flavio Vespasiano (39-81) destruyó la ciudad y el Segundo Templo. El Arco de Tito de la Vía Sacra, en Roma, conmemora el acontecimiento. En contraparte, esta devastación pervive con pesar en la memoria colectiva de la comunidad judía, en cuya tradición se le rememora con un día especial de ayuno (Tisha B’av).

El saqueo de Siracusa por los romanos (213-212 a.C.) es otro hecho histórico que, además del sometimiento, significó la destrucción y expoliación de bienes culturales griegos. Esta ciudad helenística de Sicilia contenía tesoros de la mayor importancia que fueron objeto del latrocinio perpetrado por las legiones romanas. En aquella contienda Arquímedes fue ajusticiado por un soldado invasor, en contravención de las órdenes del general Marco Claudio Marcelo, quien había indultado al gran sabio.

La ristra de incidentes como los descritos es inagotable: episodios sempiternos que por sí solos demuestran cómo la destrucción del patrimonio cultural ha acompañado a la humanidad en su largo peregrinar.

En contraste, sobresalen reflexiones como las de Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) expuestas en In Verrem, su obra relativa al juicio que le incoara a Cayo Verres en el foro romano y en la que desarrolla argumentos cardinales en favor de la salvaguarda del patrimonio cultural. Verres, gobernador de Sicilia, fue imputado por Cicerón bajo los cargos de venalidad y abuso de poder por su rapiña de bienes culturales, entre éstos piezas religiosas del santuario de Ceres en Enna, Sicilia (Margaret Melanie Miles).

Es precisamente la narrativa ciceroniana, profusamente difundida en Europa durante la Ilustración, la que abrió en nuestra época el debate en torno a la salvaguarda del patrimonio cultural y la reintegración de bienes culturales por expolio, y se constituyó además en la simiente de la legislación respecto de estos últimos.

Si bien la narrativa sobre el legado cultural se inicia con la Ilustración, la referencia para el análisis del expolio y devastación de bienes culturales en tiempos de guerra y conquista se contiene en el célebre alegato de Cicerón. En In Verrem, éste elabora la percepción romana relativa a la función cultural y social del arte, en especial en espacios públicos, como fue el caso de la primera biblioteca pública ubicada en el foro romano, fundada por Cayo Asinio Polión (75dC/4 a.C.), quien fue patriarca de Virgilio y amigo entrañable de Horacio.

Nuestra época

Las tecnologías de la era contemporánea han instilado de manera inexorable un nuevo comportamiento en los seres humanos; si bien éstas han favorecido el acceso universal a la cultura, paralelamente han traído la exacerbación de actitudes xenofóbicas y, más aún, de intolerancias religiosas que han cobrado derecho de ciudad. (Ana Vrdoljak y Lynn Meskel).

En la actualidad el saqueo de bienes culturales no ha variado sustancialmente del practicado en la antigüedad; la única diferencia es la forma de la devastación. Pese a ello, y conforme al dictum de Cicerón, con el tiempo se han desarrollado legislaciones nacionales e internacionales relativas a la salvaguarda del patrimonio cultural; proceso evolutivo en el que éstas han tenido múltiples intersticios y han descrito una solución de continuidad.

Fue en la segunda parte del siglo XX cuando finalmente la comunidad internacional pudo concertar convenciones internacionales en la materia, aunque siempre bajo el dominio de Occidente, que, en efecto, fue el que influyó en forma determinante en la configuración de esas legislaciones, en la cual prevaleció como piedra angular la noción de propiedad en lo que respecta al patrimonio cultural tangible.

En la medida en que avanzaba el tiempo se gestó empero una transfiguración de la propiedad cultural en legado cultural; metamorfosis muy profunda que, en países de África, América Latina y Asia, significó abandonar los términos transaccionales dominicales, propios de las relaciones entre particulares, y remplazarlos por las nociones de guarda y custodia en contextos comunitarios e intergeneracionales.

Así, en nuestra región, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) prescindió del derecho de propiedad y privilegió el vínculo espiritual con la tierra que mantienen las comunidades indígenas en sus asentamientos.

En el ámbito universal, esta metamorfosis puede ser claramente identificada en las prescripciones de la Unesco. En la Convención sobre las Medidas que Deben Adoptarse para Prohibir e Impedir la Importación, la Exportación y la Transferencia de Propiedad Ilícitas de Bienes Culturales (Convención de 1970), que es el eje para el combate del tráfico ilícito, campea la noción de propiedad, en gran confrontación con la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de 2003, también de la Unesco, que hace referencia a un patrimonio esencialmente mutable y comunitario en el que el énfasis reside en su guardia y custodia.

Este proceso evolutivo tiende hacia una comprensión holística del patrimonio cultural y natural, cuya interacción vinculatoria es más que evidente; tal visión ha sido viable por la participación fundamental de la CIDH y de las cortes supremas de justicia mediante la creación jurisprudencial de un nuevo modelo cultural.

Los protagonistas

En el crepúsculo del siglo XX, el proceso evolutivo de la legislación cultural se caracteriza por la insurgencia social contra el estatus quo impulsada por nuevos actores, como las comunidades indígenas, las organizaciones no gubernamentales (ONG), las minorías, los migrantes y las comunidades LGBTIQ, entre otros; pero fue el movimiento indigenista emergente el que impulsó los cambios constitucionales más significativos en Latinoamérica en el ocaso de ese siglo y en el umbral del XXI.

La puntualización es necesaria: el esquema tradicional de actores en el derecho internacional estaba reservado exclusivamente a los Estados y a la interacción de éstos con sus pares, y su fundamento era la noción de soberanía. Ahora los Estados se han visto obligados a alternar en la arena internacional con esos nuevos actores.

Más aún, esta efervescencia social obligó a la Relatoría de Derechos Culturales del Consejo de Derechos Humanos de la ONU a postular que, en cuanto al acceso a la cultura, debían reconocerse nuevos y legítimos intereses en el ámbito del patrimonio cultural (informe de 2011). A pesar de estos esfuerzos sostenidos, debe empero admitirse que, como en todo proceso social de profundidad, ese reconocimiento es gradual, y esos nuevos intereses, además, tienen un alcance limitado, incluso como efecto de la desconveniencia de los propios Estados.

La legislación internacional

Cualquier análisis de las diferentes convenciones multilaterales en materia de cultura permite concluir que, no obstante la emergencia de los nuevos actores ya citados, la intervención de los Estados nacionales es decisiva, pues se arrogan para sí la prerrogativa de determinar lo que debe ser culturalmente protegido, acto que deriva en una hegemonía cultural, como la que resulta en la Convención de 1970 o en la Convención sobre la Protección del Patrimonio Mundial Cultural y Natural de 1972.

En esta última se observan las tensiones entre Estados y comunidades culturales, en especial indígenas. En el caso de Kenia, el Estado inscribió la zona de los lagos como patrimonio cultural de la humanidad cuando las comunidades indígenas locales ya habían obtenido una resolución favorable de la Comisión Africana de Derechos Humanos que reconocía sus derechos sobre esa región sagrada. El pandemonio resultante es fácilmente imaginable.

Por mencionar lo obvio, existe una clara fragmentación de la legislación internacional en el tema de cultura, provocada por la confección de las Convenciones en diferentes intersticios del proceso evolutivo, altamente dúctil, de la cultura, inserta esta última en ciclos históricos universales perfectamente definidos. Así, la Convención para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado (Convención de La Haya de 1954) y su Protocolo I fueron pergeñados en plena Guerra Fría, y su Protocolo II durante la Guerra de los Balcanes.

La premura en la salvaguarda del patrimonio cultural se confronta con el celo soberano de los miembros de la comunidad internacional, pocos de los cuales se muestran dispuestos a asumir obligaciones a esta misma escala y a ceder un adarme de su soberanía, por lo que en las convenciones de la Unesco difícilmente existe una cabal representatividad de la comunidad internacional.

En el precedente Al Mahdi (Prosecutor v. Ahmad Al Faqi Al Mahdi) la Corte Penal Internacional (CPI) sentenció al perpetrador Mahdi por la destrucción de los templos islámicos de Tombuctú en Mali. El organismo fundó y motivó su resolución en el interés de la comunidad internacional que le asistía, personificada en el caso por la Unesco. Si bien es innegable el avance significativo, el tipo delictivo que consideró la CPI fue crimen de guerra, cuando lo adecuado habría sido la figura de crimen contra la humanidad.

Las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU han tenido una importancia cardinal, sobre todo la de 2017 (Resolución 2347); lo trascedente en ésta es el desplazamiento de las obligaciones internacionales, acotadas antes a los conflictos entre países definidos o a regiones específicas (obligaciones inter partes), y el hecho de reconocerles un efecto general que las hace vigentes para toda la comunidad internacional en lo que respecta a la destrucción y expoliación del patrimonio (obligaciones erga omnes). Es, pues, un efecto expansivo que se inició en la última década del siglo XX.

Plaza de las Tres Culturas. Tlatelolco. Ciudad de México. Foto: Héctor Rivera

Derechos humanos

Por lo demás, los movimientos contemporáneos que reivindican los derechos humanos han acompasado a los nuevos actores en el ámbito internacional y se distinguen por enarbolar los derechos culturales, individuales o colectivos, en especial en la legislación de la propiedad industrial y en la culturalización de los derechos humanos. Esto les ha permitido a las comunidades indígenas acceder a los beneficios de sus creaciones y a la plena participación en la vida cultural.

Los movimientos referidos precipitaron un sinnúmero de pronunciamientos, como la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007 y la tardía Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2016, en una región cuya composición étnica es heterogénea, con amplios segmentos indígenas.

Más todavía, estos fenómenos han dado origen a lo que se conoce como culturalización de los derechos humanos, tanto en las legislaciones domésticas como en las internacionales.

Epílogo

No obstante la fragmentación de las Convenciones de la Unesco y sus diferentes aproximaciones en relación con el legado cultural, existe una evidente polinización recíproca a través de interpretaciones holísticas cuyo objetivo es crear un corpus juris armónico básico.

El quehacer jurisprudencial ha permitido dar a las mismas convenciones un significado actual y revertir su efecto diacrónico; así, junto con la UNESCO, organismos internacionales como la Corte Penal Internacional, el Consejo de Seguridad de la ONU y la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), se ha sustantivado a la cultura como bien público mundial, tal como fue postulado en Mondiacult México 2022.

* Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas. 

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