“Pero óiganlo bien, malditos”
Pedro Mellado Rodríguez
Me consta que hay sacerdotes católicos comprometidos con la verdad de la palabra, con el pueblo, y que asumieron con firmeza el compromiso de una opción preferencial por los pobres y los desvalidos. Son los menos, pero me consta que han caminado por veredas escarpadas, caminos apartados, rancherías perdidas en la nada, barrios pobres y marginados, para atender, orientar, organizar y cuidar a comunidades dolientes y abandonadas. Como también me consta que hay quienes hablan en nombre de Dios sin conocerlo, que se sientan con singular soberbia y jactancia en la mesa de los ricos y poderosos, que juegan golf con ellos en sus suntuosos campos, donde roban y consumen el agua que les falta a los pobres para mitigar su sed. Jerarcas que jamás han estado en la mesa del pobre para compartir su magro y amargo pan.
Por eso fue conmovedora y estrujante la homilía del sacerdote católico, César Corres Cadavieco, en la Catedral de Celaya, Guanajuato, que duró cerca de 50 minutos, y en la que culpó a los políticos, pero también a la sociedad, del homicidio de la candidata a la Alcaldía de esa ciudad, Gisela Gaytán Gutiérrez, ultimada el pasado lunes 1 de abril del 2024.
“Nos desgarra el corazón, un esposo que le arrebataron a su esposa, esos malditos lo van a pagar, créanme”, expresó desde el altar el sacerdote Corres Cadavieso.
“No sólo mataron a la candidata, mataron a un cúmulo de posibilidades de bien, que le fueron arrebatadas a esta ciudad por delincuentes, todo el bien que ella iba a hacer, las políticas que iba a implementar, borradas de un plomazo, porque alguien cree que es dueño de la sociedad, que puede comprar la vida de los demás, pero óiganlo bien, malditos, somos más los hombres de bien, y la sangre de Gisela caerá sobre sus cabezas y la de sus hijos por siete generaciones, como dice la biblia”, reprochó el sacerdote.
Corres Cadavieco, citado este jueves 4 de abril por el periódico Reforma advirtió en la homilia en memoria de Gisela Gaytán Gutiérrez, la candidata morenista asesinada: “Quizá sí ante los poderes humanos, donde el 99 por ciento de crímenes no se castigan, quizá la salvan acá, la libren, ante el juicio de Dios no se podrán librar, les espera la destrucción, el sufrimiento atroz”.
Y luego exaltó las virtudes humanas de la candidata asesinada: “Era una mujer cristiana, creyente, con valores morales, sientan vergüenza ciudadanos de esta ciudad que hayan permitido este atropello, porque todos somos responsables cuando se mata a una mujer que podía haber hecho el cambio en esta ciudad, todos somos responsables, empezando por el Gobierno que no es capaz de ofrecer lo más básico que todo Estado debería ofrecer, seguridad a sus ciudadanos”.
El monstruo ha crecido con los años y el dolor se ha venido acumulando con el tiempo. Un dramático testimonio de hace casi 20 años así lo refiere. El 3 de junio del 2005, firmado en Monterrey, Nuevo León, la agencia católica de información Zenit, publicó un pronunciamiento de los obispos de la Región Pastoral Noreste de la República Mexicana, intitulado “Narcotráfico y Violencia Social”. Transcurría el quinto año de Gobierno del panista Vicente Fox Quesada, quien administró el país entre el 2000 y el 2006.
Advertía el despacho informativo que desde aquellos años, los estados de Tamaulipas, Nuevo León y Coahuila, así como la región de la huasteca de San Luis Potosí, sufrían una oleada de violencia, producto del “reacomodo” de las bandas de narcotraficantes, de las complicidades de las autoridades y del solapado incremento del tráfico de drogas hacia los Estados Unidos.
Los Obispos de la Región Noreste de México describían un panorama desolador: “Como parte que somos de la sociedad, compartimos con los demás habitantes de estos pueblos y ciudades el ambiente de tensión, de inseguridad, de temor y desconfianza que provocan las acciones violentas. Nos referimos a las cada vez más frecuentes ejecuciones de civiles, de autoridades, de exfuncionarios públicos y de periodistas; además, ‘levantones’, secuestros, irrupciones en domicilios particulares o lugares públicos”.
Hacían también un severo reproche a los excesos de fuerza y violencia del mismo Estado: “Los operativos de parte de los cuerpos de seguridad y del Ejército, con despliegues espectaculares, generan en el estado de ánimo de la población zozobra, sensación de impotencia, desánimo y desconfianza en las autoridades; por otra parte, dichos operativos no resuelven convincentemente un problema que continúa creciendo como una espiral demoledora, que masacra de múltiples maneras a las personas, a las familias, y de un modo particular a los jóvenes y a los niños”.
Pronunciaban también un firme reclamo a la complicidad y corrupción de autoridades: “Lamentamos que en las calles de nuestras ciudades, en los ejidos y pequeñas poblaciones se acrecienten los espacios que sirven a lo que se conoce como el ‘narcomenudeo’, sean tienditas o domicilios particulares. También es deplorable que, sea por necesidad, por ignorancia o por ambición de dinero, siga incrementándose el número de personas que se prestan al tráfico de estupefacientes, y lo más grave es que algunas autoridades se hagan cómplices para que tanto el tráfico, como la distribución se realicen impunemente”.
Reconocía los obispos de la región noreste del país que la violencia no era la respuesta para combatir y extirpar el mal, pues había y hay otras causas profundas: “En esta lucha contra el narcotráfico reconocemos también, que la conversión debe llegar a tocar las estructuras de desigualdad social y de exclusión que son de por sí, estructuras violentas, que propician desempleo, bajos salarios, discriminación, migración forzada y niveles inhumanos de vida. Todo esto hace vulnerables a muchas personas ante las propuestas de los negocios ilícitos”.
Los obispos hacían un exhorto para atender a los pobres: “Las autoridades han de tener en cuenta que una de las raíces de este problema, que a ellas les toca solucionar, es la desigualdad social, que niega oportunidades de desarrollo a la mayor parte de la población, y la coloca en la tentación de enajenarse en las adicciones y encontrar una fuente de trabajo en el crimen organizado”.
También planteaban un reclamo a empresarios y banqueros: “Los exhortamos para que renuncien a toda tentación de lavado de dinero y no separen las exigencias éticas de la administración económica, pues el dinero proveniente del narco, es un dinero manchado y carga con la responsabilidad de la enfermedad y la muerte de miles y miles de hombres y mujeres”.
El documento lo firmaban 11 obispos, entre otros, el entonces arzobispo de Monterrey, José Francisco Robles Ortega, actual cardenal arzobispo de Guadalajara; Raúl Vera López, Obispo de Saltillo; Ricardo Watty Urquidi, Obispo de Nuevo Laredo; Luis Dibildox Martínez, Obispo de Tampico; Roberto O. Balmori Cinta, Obispo de Ciudad Valles; y Faustino Armendáriz Jiménez, Obispo de Matamoros.
La fuerza y la violencia del Estado, por muy legítimas que sean, no pueden ser la única solución, mientras no se resuelvan, de fondo, las causas de pobreza y marginación que han incubado y fortalecido tan pernicioso mal, al propiciar que miles de jóvenes sin esperanza ni ventura queden expuestos a ser atrapados en sus perniciosas redes, donde son envilecidos por el dinero fácil de una riqueza efímera, de un perverso poder muy temporal y de una violencia salvaje, deshumanizada.
Con información de Sinembargo