De pasos y saltos: ser trans en México

Ana Paula Hernández Romano

Eran las tres de la tarde, el sol entraba y salía de las nubes, buscando no achicharrarnos en pleno Reforma en domingo de Pascua.

Empezaron a llegar en grupos pequeños, dos, tres, a lo sumo cuatro. Nunca en solitario. Quién se atrevería en una ciudad de miradas y memorias con tendencia a condenar. Con genuina alegría se sorprendían al encontrarse en esa esquina frente al Senado, que iba acogiendo a un grupo cada vez más nutrido de adolescentes y jóvenes trans. El promedio de edad debe haber rondado los 22 años. Sus sonrisas de saberse acompañades de su tribu ampliada al menos un día al año, el 31 de marzo, día mundial de la visibilidad de las personas trans, disimulaban las historias a cuestas de dolor, de reivindicación, de configuración de la propia identidad, de saber que habitas y transitas en el segundo país con mayor número de asesinatos de personas trans en América Latina, solo después de Brasil.

Ser trans no solo es un camino solitario, es un camino hostil e injusto. El prefijo trans significa, en latín, detrás de. Detrás de una lucha, detrás de una explicación siempre insuficiente, detrás de una pancarta que te escupe en la cara que “tu odio y tu ignorancia no son mi responsabilidad”, detrás de una mano que se aprieta con fuerza a una bandera de colores pastel, suaves, casi silenciosos, como su andar, como su ser.

Trans significa también a través de. A través de cientos de miradas que ven sin entender, que juzgan sin saber, que condenan sin comprender. A través de una sordera profunda de un gobierno que blinda Palacio Nacional para quienes más vulnerables son. Lo blinda para mujeres, para madres buscadoras, para adolescentes trans que buscan una mirada que les diga: te veo, reconozco tu derecho a existir y haré lo posible para que tu existencia, en perpetua subida, sea menos escarpada, más amable, quizá hasta pavimentada.

Empezamos a caminar con la policía detrás. Yo marchaba por Sarah, en la lejanía, por sus derechos, por su presente y por su futuro. Marchaba por quienes caminaban conmigo y por quienes ya no están, cuyos nombres quedaron en mariposas de colores en las paredes exteriores del Senado. Claudia y Daniel marchaban también por sus hijos y por tantas juventudes y adolescencias trans que marchan en solitario porque sus mamás, sus papás, sus familias no marchan a su lado. No vi más papás ni mamás caminando. Ni tíos, abuelas, padrinos o primas. Solo las tribus trans, hombro con hombro, con sus “amigues que me cuidan”, como dicen.

Conforme nos acercábamos al Zócalo, se aglomeraba gente en las banquetas que tomaba fotos, algunas miraban para otro lado, otras decían alguna palabra de apoyo que debe haberse sentido como un bálsamo para el clan.

Llegamos al Zócalo a encontrarnos, sin sorpresas, un Palacio Nacional blindado con policías que se visten como granaderos, se comportan como granaderos, pero no les gusta ser llamados granaderos. Es verdad que algunes chiques trans intentaron saltar la valla. Algunes hasta lo lograron para ser expulsades tan pronto como habían entrado. Es verdad que algunes lanzaron los objetos que encontraron a la mano. Es verdad. Años de dolores y frustraciones acumuladas, años de oídos sordos, de luchas desoladas y desoladoras suelen estar detrás de quienes deciden salir a marchar. Una y otra vez ante cada intento de acercamiento, los granaderos lanzaban gas ante el asombro de una comunidad solitaria, excluida, lastimada. Ahí estaban atrincherados los granaderos entre la valla y la sacrosanta puerta de Palacio Nacional, a la izquierda de la Catedral en plena Pascua. Curioso que Pascua significa paso, a través de, como la palabra trans, igual. Pascua significa también salto. Salto que necesitamos dar para convertirnos en una sociedad, en un país que abrace plenamente la diversidad, que no descanse hasta que cada persona en este territorio goce de iguales derechos y pueda soltar y descansar de sus pancartas, sus palas, sus luchas, sus marchas y dedicar sus días a vivir, a trabajar, a estudiar, a disfrutar sin tener que justificar su derecho a existir.

Regresamos en silencio, dispersades, entre la algarabía de un Zócalo inmune al dolor ajeno, a las luchas y los cansancios que no son los propios. Regresamos con los ojos y la garganta llenos de gas que, por suerte, contenía mis lágrimas y las de algunes más.

Con información de Animal Política

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