¿Inconstitucional o ‘inconvencional’?
Gabriel Reyes Orona
El debate se ha centrado equivocadamente en una norma secundaria, la Ley de Amparo, sí, esa versión del 2013 que dibujó el camino que eventualmente seguiría Arturo Zaldívar para poner al Poder Judicial Federal al servicio de quien detente la silla. En el ordenamiento que éste impulsó a finales de la gestión Calderón, se incluyó la explícita improcedencia del juicio de amparo en contra de reformas constitucionales. El debatible concepto transitó gracias al apoyo de noveles constitucionalistas del blanquiazul, que no advirtieron los efectos de su irreflexivo proceder.
Destacó en ese grupo alguien que contaba con varios años de experiencia en la academia, pero con prácticamente nula trayectoria forense en el tema. Arrancado de la rama corporativista, Santiago Creel se convirtió en un apasionado coleccionista de las más diversas y variadas ediciones de la constitución, pero nunca ha llegado a destacar por sus posturas en torno al que es, por excelencia, el medio de defensa ante los excesos del poderoso.
Por el contrario, su conversión profesional, registrada a principios de siglo, le enquistó en posiciones de autoridad que, ciertamente, le hicieron propicia una desahogada posición económica, muy por encima de los estipendios fijados para los puestos y cargos que desempeñó. Cosas veredes, amigo Sancho. Hoy, como su muy cercano colaborador y protegido, Eduardo Medina Mora, ha hecho, del alegato de oreja, todo un oficio. Claro, eso puede denominarse de muchas formas, pero no es litigar en buena lid, y mucho menos, ejercer el derecho.
El tema que ha puesto en vilo la continuidad de la normalidad democrática en el país rebasa y escapa al juicio de garantías, dado que lo que está en juego desborda la esfera jurídica individual, para tornarse en un tema de naturaleza colectiva o comunitaria, ingresando de lleno al derecho internacional público. La labor del Alto Tribunal no es resolver un amparo, ni mucho menos forzar esa institución para cumplir con el más elemental deber del Poder Judicial Federal, que es defender la esencia misma de la Carta Fundamental. Esto es, la estructura funcional que le hace ser el pacto alcanzado en 1917, y no otra cosa.
Así es, la decimonónica institución ha servido lealmente al pueblo de México en contra de ocurrencias, peripecias, atracos y hasta abusos, de quienes, en nombre del pueblo, hacen lo indecible para hacerse del poder absoluto. Nuestra Constitución recogió, en el artículo 133, un mandato que debe ser respetado a cabalidad por el Congreso de la Unión, así como por las legislaturas de las entidades federativas, claro, si es el que el Estado Mexicano seguirá respetando, y haciendo respetar, principios y normas básicas de convivencia en una sociedad que no vive por, ni para un tirano, dictador o autócrata, sí, de esos sujetos que van y vienen, gracias a procesos electorales altamente manipulables, sustentados en mantras sagrados que no hacen sino confirmar las imperfecciones del andamiaje comicial. Guste o no, decir que los ciudadanos cuentan los votos, y los cuentan bien, suena bonito, pero es una costosa fantasía que caro pagaremos.
Hace 200 años que se producen inusitados resultados en las elecciones, encumbrando a personajes que van de López de Santa Anna a López Obrador, pasando por López Portillo. Hemos tenido que sortear las andanzas de quienes, siendo buenos operadores de casillas y distritos, se alzan con la formal victoria del haiga sido como haiga sido, con la única diferencia de que, en este siglo, se creó, articuló e implantó un cómplice institucional, cuya única labor es vestir el resultado, por extraño que éste sea, con un halo de sacrosanta limpieza ciudadana.
Su integración y composición y funcionamiento, vistos bien de cerca, resultan impresentables, pero a golpe de conceder al árbitro una gratuita imparcialidad, proceso tras proceso, el embuste ha alcanzado el estatus de irrebatible. Hoy, ofende quien cuestiona la bisoñes de los ciudadanos, a los que los mapaches les dan una y 10 vueltas. Así fue como nació el Cartel de las Sillas, del cual ya nos hemos ocupado en anterior entrega, y del que en esta ocasión no me ocuparé.
Pero al toro, como se decía en los cortijos. La inefable, confusa y malhecha reforma a la Constitución, es incompatible con uno de los principios rectores que le dan cuerpo a ésta, el de contar con una efectiva división de poderes, dando paso, en los hechos, a la concentración de dos poderes en uno, siendo innegable que la divisa que hermana a la supermayoría con la Ejecutiva Federal, ha demostrado –ad nauseam- que el debate y análisis parlamentario simple y sencillamente ya no existen, dejando sin labor que reconocer a coordinadores de partido, presidentes de mesa y juntas de coordinación política, dado que el resultado es producto del aplastante número, y no de la operación política.
Pero no hay que caer en la provocación de quienes de derecho constitucional saben lo que han visto en series televisivas, o peor aún, que hablan de lo no aprendido en “carreras”, en las que, pasando lista, obtuvieron inmerecidos títulos, claro, alegando que los altos cargos públicos que se agenciaron les impedían asistir a las aulas, como si ser diputado, esto es, uno entre quinientos, fuera encargo justificante.
No, la Suprema Corte de Justicia de la Nación tiene un claro mandato, y ese es, el aplicar pie juntillas el artículo 133 del instrumento fundacional, a efecto de verificar si la deforma practicada se apega a los más elementales cánones y principios del derecho internacional público, el cual consagra la necesaria y obligatoria existencia de un recurso sencillo, pero eficaz, que haga posible al gobernado hacer valer en justicia sus derechos frente a la autoridad.
Tal compromiso internacional supone atender un concepto básico, pero ineludible, siendo éste el de independencia, la cual, por definición es contraria, de suyo, a los procesos electorales, en los que las candidaturas, y, sobre todo, el triunfo en las urnas, se construye a partir de acuerdos, alianzas, pactos, y, sobre todo, compromisos.
Decir que los candidatos son ajenos a tales acuerdos o negociaciones, por no decir componendas, es mentir, como lo es el afirmar que ciudadanos que no tienen que rendir cuenta alguna, ni pueden ser objeto de revisión en su proceder al momento de aplicar la normativa electoral, resultan referente confiable en la captura y reporte de los resultados, siendo obligado, además, el tener en cuenta que ellos no tienen garantizada protección permanente de los órganos de estado, para ejercer, en plena libertad, la función encomendada, particularmente en las zonas y regiones dominadas por el crimen organizado, las cuales cada trienio son más. Hay que admitirlo, nadie le juega al valiente, ni tiene por qué hacerlo.
El argumento del partido oficial no se sostiene, ni pasa la prueba de la risa. Basta preguntar cuál de sus legisladores goza de independencia, y no es un grotesco alfil palaciego. La ciega lealtad es la marca de casa, y es producto de la miseria humana, la cual inspira, priva y domina en la selección de candidatos, en el despliegue de campaña, pero, sobre todo, en el obligado pago de favores dispensados. La política, sobre todo en Latinoamérica, es una baja pasión que afecta y ataca a quienes carecen de la capacidad de ofrecer un servicio de calidad o producir bienes. De ahí, la calidad de sus hechuras, así como la imperiosa necesidad de contar con un experto y profesional revisor técnico de los vaporazos legislativos que espeta sin recato alguno el Poder Legislativo.
La lealtad que hoy se exige de quienes ostentan cargos públicos supone la renuncia a las convicciones y compromete la conciencia. El trabuco plasmado vergonzosamente en la Carta Fundamental, para elegir juzgadores, acusa errores garrafales de todo tipo, pero, para cualquier versado en procesos electivos queda claro que lo que ocurre en Bolivia pasará en México. Se acudirá a las urnas, pero nadie contará con elementos, paciencia y tiempo, para elegir al más apto. El mecanismo está planeado diseñado para ser un rotundo fracaso, pero útil creador de apariencias y vencedores formales. El proceso es una vulgar farsa que pone en manos de operadores políticos el resultado. La selección de jueces y magistrados del orden penal invitará a los cárteles a poner especial cuidado y marcaje sobre los funcionarios de casilla que resulten clave, como ya ha sucedido, y no, no habrá ciudadanos que pongan el pecho antes de sucumbir al lema acta o plomo.
Se trata de un camino torcido inútil e inconducente a conformar un aparato de juzgadores, por lo que hace nugatorios todos los derechos de debido proceso, y hace inviable que la administración de justicia quede en manos expertas y técnicamente preparadas en el cuidado de las formalidades esenciales de procedimiento, pero, de manera destacada anula toda aspiración de imparcialidad, neutralidad e independencia en el foro, volviendo letra muerta el acceso a medios de impugnación frente a los abusos de poder.
La reforma violenta normas del ius cogens, a las que no puede ser obligado a renunciar el ciudadano, violenta, además, preceptos constitucionales preexistentes, con los que entra en esquizofrénica relación.
Las normas de derecho internacional público son, por mandato constitucional vigente, del mismo rango y nivel que nuestra Carta Fundamental, y su acatamiento y observancia no se ventilan, por condiciones propias, en juicios de amparo, en el que, por propia naturaleza, rige por el principio de relatividad, y no por el de generalidad, aplicable a las disposiciones contenidas en tratados y convenios internacionales, incluyendo, sin limitación, lo señalado en el artículo 25 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el cual, se torna inoperante con el infausto parche leguleyo, que se ha hecho pasar por producto parlamentario.
Si es, o no inconstitucional, que lo debatan los que se ahogan en un vaso de agua, ojalá la SCJN se aboque a resolver la incompatibilidad de tal esperpento con los compromisos y acuerdos internacionales vinculantes para México, relativos al respeto al debido proceso de ley.
Se trata de violaciones graves a normas de rango constitucional que no son materia de amparo, y, por tanto, de la improcedencia tan citada. Los instrumentos de derecho internacional público gozan del carácter y calidad de Ley Suprema, la cual ha sido desconocida, desacatada y vulnerada en agravio de los justiciables. La condena por parte de la comunidad internacional se ha tardado, pero es cuestión de tiempo.
La pregunta es si quienes debieran decretar la inconvencionalidad de la reforma, preferirán olvidar lo aprendido o enseñado en las aulas, a cambio de un quid pro quo.
Con información de Expansión Política