La coyuntura del Congreso
Abraham Madero Márquez*
En diciembre del año 2000 México abrió la brecha de la primera transición política lograda en las urnas que permitió, luego de casi siete décadas, derribar el régimen instaurado por el entonces partido hegemónico oficial que durante la segunda mitad del siglo XX controló en términos absolutos el ejercicio del poder y anuló cualquier resquicio para su equilibrio y control constitucional.
Paradójicamente, con un bono democrático similar al de hoy, en aquel momento el país festejaba que el sistema federal mexicano se regiría por pesos y contrapesos, en donde el gobierno federal, las cámaras del Congreso de la Unión, el Poder Judicial, gobiernos estatales, congresos locales, la sociedad civil organizada y los partidos políticos debían adaptarse a una nueva dinámica de necesaria cooperación y diálogo para el funcionamiento ordenado de la República, o al menos para la conformación de bases mínimas de gobernabilidad.
Veinticuatro años transcurrieron para que este escenario cambiara de manera radical. Tan radical que ahora esa misma aspiración de pluralidad y desarrollo democrático simplemente parece ya no tener cabida en las formas de actuación del gobierno.
La división de poderes, el federalismo, la cooperación intergubernamental, la representación plural en las cámaras y el diálogo parlamentario, los mecanismos de control constitucional, la transparencia y rendición de cuentas, el control de la acción de gobierno a través de organismos autónomos, hoy se asoman como principios etéreos y hasta políticamente incorrectos ante una narrativa centrada en la visión única del país que el propio movimiento político mayoritario ha sabido posicionar, ciertamente con la legitimidad y el respaldo popular.
El botón de muestra de lo que parece constituir un nuevo orden de la institucionalidad mexicana se expresó con claridad durante las últimas seis semanas. Luego de la apertura de la LXVI Legislatura del Congreso de la Unión, a sabiendas de una mayoría calificada y del inicio de una nueva administración del gobierno federal, se da trámite a la reforma al Poder Judicial de la Federación, cuyas implicaciones generan escenarios de confrontación y develan cualquier cantidad de anomalías en el ejercicio de la función legislativa. Un proceso de reforma constitucional tan transcendental para la vida de México se llevó a cabo sin diálogo, y sin tomar en cuenta las aportaciones de todos en cuanto participaron en las audiencias.
Dada la evolución del sistema presidencial, es entendible que los reflectores de la agenda pública siempre coloquen el foco en el accionar de los gobiernos ante este tipo de episodios. Sin embargo, no todo lo que ocurre a escala nacional debe centrarse en el Ejecutivo Federal, a juzgar por lo visto durante las últimas semanas, también resulta necesario realizar un ejercicio autocrítico sobre el accionar del parlamento mexicano y el debilitamiento, a mi juicio, de sus funciones constitucionales a partir de tres factores cruciales que hoy resultan evidentes.
En cuanto al primer factor, el Congreso federal se ha convertido en uno de los aparatos más improductivos del Estado. No se trata de una suposición, los datos oficiales del Sistema de Información Legislativa (SIL) muestran que tan solo durante la pasada LXV Legislatura del Congreso de la Unión, la tasa de aprobación de iniciativas fue de 5%; para expresarlo en número fríos: entre 2021 y 2024 ambas cámaras presentaron un total de 10 mil 879 iniciativas de las cuales únicamente 606 fueron turnadas al Ejecutivo para su publicación y entrada en vigor. Cosa aparte sería entrar a un análisis de calidad de dicho trabajo parlamentario y su impacto real en la vida diaria de la ciudadanía.
El dato es alarmante en varios sentidos, desde luego por el cuestionamiento sobre el costo beneficio acerca del presupuesto que anualmente se otorga al Congreso para sus actividades y la evaluación de impacto en sus resultados, pero también porque es síntoma del exceso de activismo de los legisladores quienes proponen iniciativas de leyes y reformas a granel para justificar su participación ante sus electores, no obstante la gran mayoría de las veces estas carecen de factibilidad técnica, son irrelevantes, de mera coyuntura y sobre todo no están respaldadas por diagnósticos de impacto presupuestario, haciendo inviable su aprobación.
El segundo factor tiene que ver con la precaria deliberación técnica respecto de la agenda legislativa propuesta desde el Ejecutivo. Fue el caso de la multicitada reforma judicial, la cual, tras un apresurado procesamiento, generó errores de elemental técnica legislativa en los decretos al llevar al límite los tiempos, normas y procedimientos parlamentarios al grado de que se ha reconocido por los propios actores que la impulsaron, la necesidad de ejecutar reformas adicionales para enmendar o rectificar diversas inconsistencias y antinomias detectadas posteriormente por académicos y medios de comunicación.
Asumir que en los próximos años las Cámaras del Congreso de la Unión – tanto en comisiones como en pleno– funcionarán como ventanillas u oficialías de parte del Ejecutivo sin que la mayoría de sus integrantes revisen, discutan o mejoren los proyectos enviados desde la Consejería Jurídica, definitivamente no es una buena noticia para la salud de la democracia mexicana.
Quizá el tercer factor resulta el más inquietante. Los acontecimientos recientes demostraron una vez más, que el perfil de buena parte de los legisladores que hoy integran el Congreso dista de ser el adecuado para cumplir cabalmente las tareas con el rigor técnico y asegurar la calidad del debate que exigen áreas como la salud, economía, seguridad, educación, justicia y la atención transversal de los derechos humanos.
Por ejemplo, en un estudio reciente elaborado por la agencia Dinamic se dio a conocer que prácticamente la mitad de los integrantes de la actual Cámara de Diputados no cuentan con experiencia legislativa previa, y un 40% no ha concluido estudios de licenciatura. En el caso del Senado, si bien la experiencia en temas legislativos es casi del 80%, es llamativo que la mayoría de sus integrantes mantiene un perfil directamente asociado a su trayectoria partidista o de grupo.
Aunado a la necesaria revisión del estatuto parlamentario donde se tenga mayor profesionalismo en el estudio y conocimiento de las iniciativas para garantizar su legalidad y validez, es criticable que los lineamientos y obediencias partidistas lleven a los extremos de la sumisión abyecta, negando la esencia del parlamento. Las tómbolas para seleccionar los cargos judiciales que se van a renovar, es un claro mensaje del extravío en la vida democrática de la República, preludio de la intervención e influencia política sobre el Poder Judicial.
Nadie que abrace el constitucionalismo democrático y plural quiere la vuelta al pasado con un Congreso que no revise una coma a las iniciativas del Ejecutivo y renuncie al control político y fiscalización del poder.
La sociedad demanda un cuerpo legislativo orientado en el debate libre y el respeto a las minorías mediante el diálogo y entendimiento, con la fuerza ética y moral de corregir la plana a cualquier propuesta que ponga en riesgo las libertades y derechos del pueblo mexicano.
Un Congreso que no se estanque en el pragmatismo político de sus miembros ni se dedique a reformar el poder para el poder mismo, sino, con buenas leyes, tenga la estatura histórica de proteger a mujeres, niñas, niños y adolescentes, así como a la población vulnerable que no puede esperar más.
“El Parlamento, ayer como hoy, sólo puede caminar en dos direcciones: o en la de recoger el palpito real del ser y del sentir del pueblo representado o en la de convertirse en un estéril y prosaico “salón de los pasos perdidos” (Claro-José Fernández-Carnicero González).
*Abogado. Doctorando en Derecho por la Universidad Panamericana. Director Ejecutivo del Think Tank mexicano Early Institute.
Con información de Proceso