Por qué fracasan los países
Francisco Báez Rodríguez
El Premio Nobel de Economía recae de nuevo en investigadores que combinan el análisis empírico de las economías con la historia y con la sociología. El tiempo de los autores de modelos matemáticos, cercanos a la idea peregrina de la economía como ciencia positiva, está periclitando. Es una buena señal.
En este año han ganado Daron Acemoglu, Simon Johnson y James A. Robinson, autores de múltiples estudios sobre la desigualdad de las naciones. Ellos, a diferencia de los fabricantes de modelos económicos abstractos, se basan en la economía clásica, que estaba interesada en asuntos como la creación de valor y la distribución de la riqueza, como Adam Smith, y en autores heterodoxos, que intentaban explicarse el por qué de las crisis recurrentes del capitalismo y de su manera de salir de ellas, como Joseph Schumpeter
De Acemoglu y Robinson es conocido el libro Por qué Fracasan los Países, en el que se lanzan hipótesis que van más allá de la mera acumulación de capital o libertad de empresa, para explicar cómo es que algunas naciones avanzan, otras se quedan atrás y otras más terminan por deshacer su propia viabilidad.
Su análisis se basa en dos ejes, y en ambos la diferencia está entre la exclusión y la inclusión. Uno es un eje estrictamente económico, y la idea es ver si hay o no condiciones para que los ciudadanos participen en la economía en situación de relativa igualdad. En la medida en que estas condiciones se den, habrá incentivos para que todos sean más productivos. Y en la medida en que haya una división bajo la cual una élite excluye de la distribución del ingreso a las mayorías, desaparecen esos incentivos, tanto para las élites como para las clases trabajadoras.
El otro es un eje político-institucional. Si el poder se concentra en un grupo reducido, que toma las decisiones a nombre de todos (es decir, si no hay contrapesos y se excluye a buena parte de la población de la participación efectiva), el resultado será la disminución de las posibilidades de crecimiento. Para evitar la concentración de poder en unos cuantos, son necesarias instituciones democráticas.
De ahí, los autores pasan a analizar, a través de una versión simplificada de la teoría de juegos, que intentan contrastar con acontecimientos históricos, cuáles son las condiciones posibles (y, por tanto, también cuáles son las condiciones óptimas) para un desarrollo incluyente. La respuesta es muy sencilla: cuando las élites se dan cuenta de que, si no aceptan una mejor distribución del ingreso, el resultado será una revolución en su contra, y por lo tanto permiten que se dé esa redistribución, el resultado será positivo para la sociedad en general. Se generarán instituciones incluyentes, habrá participación social, innovación cultural y mejora en la productividad. En las otras combinaciones, hay tensiones, rupturas, destrucción de instituciones y, gane quien gane, menor capacidad de trabajo en conjunto.
Si hay un ejemplo reciente en la historia de esto, para mí es Europa occidental después de la II Guerra Mundial. El atractivo del comunismo soviético -que también había vencido al fascismo y que había escondido muy bien sus propios horrores- hacía que las clases trabajadoras se radicalizaran respecto al pasado inmediato. Una forma inteligente de evitar una revolución fue a través de un crecimiento cada vez más incluyente. Los milagros económicos de aquella Europa de posguerra son más resultado del cambio en las relaciones de poder (y de distribución del ingreso) que por el rápido crecimiento del PIB. Los efectos benéficos, tanto económico-sociales como político-institucionales, aún se pueden apreciar tres cuartos de siglo después, a pesar de diferentes crisis políticas y económicas.
Una de las críticas que se ha hecho a estos autores está en su explicación del éxito económico en China en los años recientes, que se ha dado a pesar del autoritarismo vigente. Su respuesta es mixta: por una parte, afirman que, a partir de las reformas de Deng Xsiaoping, se generó en el gigante asiático un camino hacia la inclusión económica (aquí entendida como liberación para la libre empresa) y que el mismo crecimiento debe llevar a China a una liberalización institucional o a un colapso como el que sufrió la Unión Soviética. El problema es que la URSS se colapsó precisamente en medio de la liberalización institucional (aquella glasnost).
Probablemente veremos, en la disputa ideológica actual, que algunos subrayen la importancia de las instituciones incluyentes en el análisis de Acemoglu y Robinson, criticando a quienes se dedican a distorsionarlas o a destruirlas, y que otros subrayen la importancia de una economía incluyente, lejana de la apropiación de gran parte del producto de parte de las élites económicas. El caso es que ambas están en el análisis de los recién galardonados. Problema grave es cuando suceden ambas cosas: no existen o son pulverizadas instituciones capaces de generar un contrapeso a las élites políticas y éstas, tal vez llenándose la boca de la palabra “pueblo”, mantienen un sistema económico excluyente y extractivo, quizá soltando unos cuantos apoyos para generar la impresión de que sí hay una nueva redistribución del ingreso.
Con información de Crónica