Orígenes de la dominación total
Isidro H. Cisneros
La lucha histórica por la democracia que se ha prolongado durante siglos siempre ha tenido como uno de sus objetivos prioritarios imponer reglas al poder. La idea de que las personas deban ser gobernadas por leyes y no por la arbitrariedad que es típica de los individuos, representa un sueño muy antiguo. Como una encarnación moderna de esta vieja aspiración se desarrolló el Estado de Derecho sobre la base de tres pilares fundamentales: la división de poderes, la supremacía de la ley y los principios de libertad e igualdad. De estos fundamentos descienden las instituciones que actualmente condicionan nuestra convivencia civil y política a través de los parlamentos, las constituciones, la tutela de los derechos frente a jueces autónomos, las Supremas Cortes y las funciones de control de constitucionalidad que realizan.
Como siempre, es Aristóteles quien brinda la orientación necesaria cuando se examina quiénes deben gobernar: “el rey manda en todo según su propia voluntad, algunos piensan que no es natural que uno solo tenga poder soberano sobre todos los ciudadanos cuando la ciudad está compuesta por iguales. Por consiguiente, es preferible que mande la ley antes que uno cualquiera de los ciudadanos, y por esta razón, aún si es mejor que gobiernen varios, estos deben ser establecidos como guardianes y servidores de las leyes” (Política, Gredos, pág. 364). Donde está vigente el Estado de Derecho también lo está el principio de que la ley es igual para todos, lo que implica un sistema democrático. Por el contrario, donde impera el Estado Absoluto que pretende la supremacía por sobre cualquier otra autoridad para imponer su propia voluntad, es casi seguro que prevalece un sistema autoritario.
Resulta inmediatamente evidente que la febril actividad legislativa que se ha observado en las pocas semanas que lleva en el poder el actual gobierno, se encuentra orientada no solamente a transformar al Poder Judicial para someterlo a su dominio, sino también y principalmente, para combatir y, si es posible, cancelar a la oposición política. Por medio de decisiones improvisadas y en ocasiones contradictorias, los presidentes de las Cámaras de Diputados y Senadores esgrimen como argumento que recibieron un mandato popular para actuar así y que lo harán valer cueste lo que cueste. En el fondo lo que se percibe es una lucha contra el Estado de Derecho y contra la equivalencia democrática entre la ley y los derechos.
Para comprender el Estado Absoluto que se busca establecer es pertinente recordar la distinción formulada por el jurista alemán Carl Schmitt, entre legalidad y legitimidad. Considera que la legalidad deriva de la ley y es el producto de una actividad legislativauniversal, neutral y abstracta que da vida al Estado Legislativo. La legitimidad, por su parte, es definida como la energía política con contenido y finalidades jurídico-ordenativas que tiene en sí el elemento de la decisión y de la acción. Schmitt postula el abandono del garantismo individualista que se encuentra vinculado con la legalidad, para transitar hacia un nuevo ordenamiento abierto a una indeterminación no menos fatal para el Estado de Derecho, que se identifica con la apertura al origen político de las leyes.
Esta politización del derecho busca una homogeneidad sociológica de la cual derive una única voluntad política que, para el jurista alemán, es la fuente de la nueva ley del Estado. En esta interpretación totalizante del derecho los decretos del presidente no son solamente directrices, sino que son considerados idénticos a la ley. Su objetivo es contrastar el Estado Legislativo con un nuevo Estado Político capaz de administrar a la sociedad a través de la Dictadura Comisaria del Presidente que conduce al Estado de Excepción. No se debe olvidar que la politización del derecho fue una de las características distintivas del nazismo.
Con información de Crónica