El revés de la trama
Javier Sicilia
Los poetas, dice una tradición milenaria, reciben de las musas los recuerdos que los muertos dejan en las aguas de su madre Mnemosina.
Poco más de un mes después de la desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural Isidro Burgos, el 2 de noviembre de 2014, el poeta David Huerta, que recientemente partió hacia esas aguas, escribió en Oaxaca un doloroso poema, “Ayotzinapa”. Cito sus últimos versos: Ahora mejor callarse/ Hermanos/ Y abrir las manos y la mente/ Para poder recoger del suelo maldito/ Los corazones/ despedazados/ De todos los que son/ Y de todos los que han sido.
Como el poeta que soy, creo que esos versos y todo el poema es la voz de los 43 que, a través de Huerta, habla por los cientos de miles de víctimas de este país. Creo también que esa voz revela lo que ocho años después quedó absolutamente claro: que no hay ni habrá justicia para ellos ni para nadie en este suelo maldito; que lo único que habrá y no hemos dejado de hacer –desde que el 8 de mayo de 2011 el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad llegó hasta el Zócalo de la Ciudad de México, donde Huerta leyó su poema “Contra los muros”– es recoger los corazones despedazados de todos los que son, de todos los que han sido y serán.
Lo peor de esta verdad sabida por los muertos y anunciada por el poeta es que López Obrador tuvo la posibilidad de que no fuera así ni para los 43 ni para todas las víctimas del país.
Desde antes de ganar las elecciones, López Obrador sabía que el Estado, incluyendo su partido, estaba capturado por el crimen organizado y que, por lo mismo, era incapaz ya de juzgarse a sí mismo. Jacobo Dayán y yo lo hablamos con él en las oficinas de Alfonso Romo poco antes de que ganara las elecciones. A partir de ese diagnóstico acordamos que la única manera de descapturarlo era crear dos mecanismos extraordinarios –uno de verdad y otro de justicia– independientes del Estado y apoyados por la comunidad internacional, tal y como lo propone la Justicia Transicional que ha sido aplicada en Colombia. Acordamos también que, de ganar la Presidencia, esa sería una de sus políticas prioritarias. Ganó. Refrendó el acuerdo como presidente electo en un evento público con las víctimas en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT) el 8 de mayo de 2018.
A partir de ese día, un grupo de expertos y de organizaciones de víctimas, encabezados por Jacobo Dayán, trabajaron con la Segob y su subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, en la redacción de los documentos que serían la base de esa política de Estado.
Sin embargo, el 1 de diciembre, cuando López Obrador leyó sus 100 compromisos con la nación, ni la Justicia Transicional ni los mecanismos extraordinarios de verdad y justicia estaban entre ellos. La única comisión de la verdad que creó fue para esclarecer el crimen de Ayotzinapa, una comisión, por lo demás, sin independencia, coordinada por la propia Secretaría de Gobernación y con un mecanismo extraordinario, pero sólo de acompañamiento, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI).
El resultado, después de cuatro años de trabajo, fue la puesta en claro de la injusticia anunciada por Huerta: un informe testado, la exoneración de muchos miembros del Ejército con órdenes de aprehensión y el acatamiento bovino de esa atrocidad por parte del responsable del informe y del señalamiento de los militares exonerados, Alejandro Encinas.
Lo que este acto criminal deja en claro es que, desde el comienzo, desde sus compromisos con las víctimas en el CCUT, López Obrador mentía. Ayotzinapa fue sólo un distractor, una manera de concentrar una tragedia nacional en la de 43 jóvenes hasta, después de devorar lo que quedaba de ellos, borrarlos de la conciencia nacional, enterrarlos en la fosa común de las estadísticas y de las 400 mil víctimas que el gobierno de Calderón, el de Peña Nieto y el suyo han cobrado en complicidad con el crimen organizado y las fuerzas armadas.
A López Obrador nunca le han interesado las víctimas ni la violencia que las hace posibles. Vive de ellas y sobre ellas cimenta su gobierno. Lo anunció el 26 de marzo de 2020, cuando a raíz de la masacre de la familia LeBarón, miles de víctimas llegamos al Zócalo con los documentos de Justicia Transicional que traicionó. A la largo de tres días nos insultó. Al llegar al Zócalo fuimos agredidos por sus huestes de imbéciles, como lo fue Denise Dresser el pasado 2 de octubre. Lo hizo evidente el 29 de marzo de ese mismo año cuando se acercó hasta el automóvil de la madre del Chapo Guzmán a darle sus parabienes; volvió a hacerlo el 15 de julio al liberar a Ovidio Guzmán. Lo refrendó al entregarle el país a las fuerzas armadas. Pero Ayotzinapa, junto con las revelaciones que comienzan a salir del hackeo de Guacamaya (véase Raymundo Riva Palacio, “El narco se acerca a Palacio Nacional”, El Financiero 06/10/22), lo volvió absoluto. López Obrador es algo peor que un traidor: un hombre de la anomia que, utilizando las cuatro violencias que padecemos –el Ejército, el crimen organizado, la corrupción y la impunidad–, ha consolidado una dictadura de nuevo cuño, una especie de “sociedad de amigos del crimen”, como la que soñaba Sade.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.