Andrés Manuel I, emperador sin corona
Gabriel Reyes Orona
En la antigua Roma se decía que el funcionario cuyas potestades no tenían límite era un imperator. Se hacía referencia a un gobernante que no reconocía otro poder por encima de él, y cuyas decisiones eran inapelables. A esos sujetos se les conoció en el antiguo sistema político griego como autocrator.
Hoy podemos afirmar que el residente de palacio ha restaurado el Imperio Mexicano. Agustín I y Maximiliano I ahora son sucedidos por un personaje investido de la capacidad de dictar leyes, a las cuales no se les puede mover, ni cambiar, una coma. Tenemos un Congreso que no sólo no revisa, ni debate responsablemente, sino que está determinado a formalizar, de manera expedita, los designios de jefe máximo de la transformación. Es ciega maquinaria oficialista que aprueba, no sólo sin chistar, sino a la velocidad que se ordena desde palacio.
No sólo dictará la voluntad que irresistiblemente nos impone, sino que será capaz de dictar leyes que no estarán sujetas a un eficaz escrutinio constitucional. Ya no habrá un órgano que pueda emitir sentencias que resulten reparadoras, dado que tales leyes se aplicarán sin poder suspendidas cautelarmente, lo que, tarde o temprano, dejará sin materia los juicios de amparo, mecanismo que terminará siendo una instancia inocua y estéril. Hemos perdido el convencional recurso que hacía realidad el acceso efectivo a la justicia.
No es exageración, ni mucho menos broma, los poderes confiados a quienes encabezaron los dos imperios anteriores no son, en nada, mayores a las que se ha arrogado, en tan sólo cinco años, el tabasqueño. Dispone libremente de la hacienda pública, sin tener que observar el principio de especialidad y de caja única, ya que asigna y reasigna el presupuesto de manera libérrima, dejando de hacer gastos aprobados, para hacer otros que jamás fueron discutidos en el seno de la Cámara de Diputados. El Presupuesto de Egresos de la Federación es, hace ya algún tiempo, letra muerta, una sarcástica charada. El presidente dispone de él, en su totalidad, como sus antecesores disponían de la partida secreta.
Gracias al “criterio” Pérez Dayán, puede endeudar ilimitada e irracionalmente a sus empresas estatales, poniendo decenas de miles de millones de dólares en negro balde, el cual puede financiar cualquier campaña.
Sufrimos la peor Legislatura que haya tenido la república, ya que no ha sido sino vulgar parodia de lo que debiera ser un parlamento. Sus comisiones parecen verbenas, donde personajes sin preparación, ni experiencia encomiable, chacotean alegremente hasta el momento de votar cuanta sandez se les propone. La improvisación y ligereza con las que opera ofende.
La libertad de expresión ha sido entendida como la omnímoda capacidad de denostar a quien se deje, asumiéndose tribuno, quien llega groseramente a exigir respeto a punta de insultos, descalificaciones y prolongadas, pero insulsas, descalificaciones. El nivel del debate es ínfimo, y no pasa de acusaciones cruzadas. A mayor degradación de la función, se consiguen más sonoras ovaciones por parte de las ramplonas bancadas, integradas por arrogantes oportunistas que a nadie rinden cuenta. El Poder Legislativo es todo, menos instancia de poder que hubiera cumplido, de manera responsable, la tarea que asignada por la Constitución.
La encargada de velar y proteger los derechos humanos no ha hecho sino escarnio y mofa de las demandas sociales, y lo más vistoso que ha hecho es pedir la desaparición de la comisión que encabeza, proponiendo convertirse en una demagógica instancia de canalización de inquietudes sociales, en las que se dé, a jarro lleno, atole con el dedo.
El Banco de México y su Comisión de Cambios han puesto las autónomas funciones en pausa, obrando y dejando de hacer, a la electoral conveniencia del de Macuspana. El crédito y los cambios derivan en un mar de sospechosas intervenciones de compra de divisas y otros activos, contando, claro, con la irreflexiva e ilimitada colaboración de la banca de desarrollo. Así, cínicamente, se ha provisto al mantenimiento de las apariencias. La solvencia técnica ha sido cambiada por una silente obediencia. El peso representa el avasallante poder de la economía informal, por no decir, el apabullante crecimiento y desenvolvimiento económico del crimen organizado. Las remesas dictan la política cambiaria y fijan la paridad, encontrando en la junta de gobierno a un convidado de piedra que sólo ara en el mar, porque ya nadie le escucha.
Socarronamente, se ha dejado hacer a los dueños de los intermediarios financieros lo que les viene en gana, al grado de permitir el sobrepreciar activos y minusvaluar pasivos. La extracción del efectivo valor de ellos se ha hecho aceleradamente en forma de dividendos. Ya vendrá quien anuncie que nos han vuelto saquear. Se ha tolerado el más injusto margen financiero, permitiendo que aquí se llame banca a lo que en cualquier sistema sano es conocido como usura. Todo sea por asistir a la reunión anual a decir: “les ha ido bien”, a modo de lanzar una invitación, para juntos, mantener el espejismo. Mientras nadie dé la señal de alarma, el latrocinio no acabará.
El Poder Judicial Federal batalla y sufre todos los días los embates de quien ha logrado someterle, amagando a magistrados y jueces que saben que, llegado el momento, aquí sólo manda el que tiene la banda. Ingenuo sería esperar que la Suprema Corte de Justicia de la Nación nos ampare y proteja, cuando ya no sabe cómo enquistarse más hacia su interior. La Constitución era el objeto que a su cuidado estaba, cuando los que llegaron, amañando una sobrerrepresentación, hicieron de ella instrumento que sometió y silenció a los opositores. Al emprender su defensa en la segunda mitad del sexenio, ya era tarde, el autócrata se había apoderado de los hilos que mueven al país, teniéndolo a sus pies.
Dirigentes empresariales que cantan loas a la sucesora, dejan ver que el desorden, la desesperanza y la falta de objetivos claros hicieron presa de las organizaciones y de las cúpulas, dejando a su paso meros traficantes que buscan el beneplácito del soberano. Acabamos pagando, todos, la precariedad en la formación de líderes. Los encumbrados sólo ven hasta donde los linderos de sus balances financieros llegan.
Hundido en la desesperación por el desorden y las acusaciones que superaban sus muy modestos alcances, Ernesto Zedillo encontró un remedio, apoderarse del control de quien tiene la última palabra. Teniéndola, ya no importa lo que digan las leyes, ni lo que digan jueces y magistrados, todo fue borrado bajo pases mágicos de nuevos ministros nombrados por él. Se instauró así el monopolio de la verdad, haciendo de la justicia un bien inalcanzable a los mexicanos, la cual, quedó reservada al operador de las cuotas en turno. Hoy, López Obrador no sólo ha nombrado un número de ministros que le pone en pos del control, sino que, ahora, ha dado el paso siguiente, ya no importa lo que digan las sentencias, cualquiera de ellas será anulada, sino es del agrado del aposentado en la silla, o de quien la hubiera detentado, a través del entenado o títere que aquel haya puesto.
Parecería que la más aberrante de las propuestas sólo está circunscrita al ámbito criminal, pero no es así, dado que la absurda ley establece los más perversos incentivos. Anula la vigencia y validez de las leyes, ya que no serán oponibles, ni mucho menos exigibles, a quien sabe será exonerado por violarlas, atropellarlas, o simplemente ignorarlas, aun actuando en la loca carrera por hacer lo que bien plazca, o, incluso, obrando descaradamente para enriquecer a quien se quiera enriquecer. Se trata del poder de otorgar inocencia aún al más deleznable delincuente.
Qué atributo podría hacer más atractiva a una candidata, que aquella capacidad no de evitar la extradición, sino la de anular cualquier acusación, juicio o sentencia. Se trata de un nuevo e ilimitado fuero que puede ser otorgado a quienes abanderan las peores causas. El sueño de Pablo Escobar.
La gravedad de la propuesta es poner en manos de un sujeto la vigencia del ordenamiento jurídico mismo, ya que permite establecer capelos de inmunidad, al tener, a discrecional recaudo, la mágica vara que otorga, arbitrariamente, garantía de impunidad.
Mentira que se aprobó una ley de amnistía, se dotó al Ejecutivo Federal del poder de fijar un inusitado estatuto de impunidad. Siendo evidente que, quien puede anular sentencias condenatorias, tiene la capacidad de establecer privilegios y prebendas inimaginables, debe quedarnos claro que esa ley, sin importar causas y consecuencias, permite exonerar, exculpar o perdonar a quien sea y por lo que sea. Así es, se trata de capelos que hacen inaplicable la ley, dado que se podrá violar, atropellar y vulnerar cualquier precepto legal, sin consecuencia lesiva para el infractor o perpetrador. Se trata de una fuente de impunidad en su más grosero extremo.
En tiempos de los Luises, en Francia, el poder brutal del monarca se ejerció con penas capitales. Buscando perdón para sí y los suyos, Peña mercó y traficó la presidencia. Hoy, el que se va no tiene que negociar, sino sólo entregar a su sucesora la facultad de borrar, olvidar y enterrar los atracos y desfalcos que, con gran pena, hemos visto desfilar en la presente administración, tanto imputables a servidores y funcionarios públicos, como a una caterva de parientes. Es inconcuso, se ha concentrado el poder de juzgar en el Poder Ejecutivo.
Resulta pueril el pensar que, a 10 años de distancia, alguien pudiera encontrar en la amnistía el incentivo o el camino para colaborar a que se encuentre a los jóvenes de Ayotzinapa, eso no va a suceder, ni es el objetivo de la más baja y miserable de las leyes. No tiene pies, ni cabeza el argumento, pero sí lo tiene el despreciable objetivo de sus promotores. Tiene tantos claroscuros el asunto de Israel Vallarta que debe dejarse actuar a los tribunales, y no, al veleidoso parecer de un ignorante de las leyes, el trato que debe darse a un procesado. Una más de las mentiras del tabasqueño, la absurda, inaceptable y medieval propuesta que no puede sino albergar opacos y deleznables intereses, la cual sólo un Congreso de pacotilla pudo dejar pasar. Terminó la legislatura, y no pasaron de testimoniales intervenciones, fueron incapaces de ejercer un cargo llevando las cosas al extremo necesario para imponer el orden constitucional. Tendrán sus razones, pero también la culpa.
En tan solo una semana, Morena acabó con lo poco que quedaba de nuestro Estado de derecho, no hay ya asidero eficaz y efectivo que nos permita asegurar que vivimos en uno de ellos. De nada sirvió ser parte integrante de organismos internacionales, ni la comunidad vio lo que aquí pasaba. La degradación extrema a la que se llevó a la división de poderes; el cuestionamiento frontal y dramático de los pesos y contrapesos, así como la estulticia de quienes estaban al frente de los “otros poderes” y de los organismos autónomos, determinó que cesara el imperio de la ley, y empezara el imperio de Andrés Manuel I.
Con información de Expansón