El espionaje político en México

Jacques Coste

Durante los años 80 y 90, uno de los principales reclamos de quienes buscaban la democratización del sistema político mexicano era el desmantelamiento de las estructuras represivas del Estado posrevolucionario. Sin embargo, este proceso nunca concluyó. Muchas estructuras autoritarias mutaron, cambiaron de nombre o sufrieron ajustes durante la transición a la democracia, pero no desaparecieron por completo. Una de las estructuras autoritarias que sobrevivió es el espionaje político a las oposiciones.

La temible Dirección Federal de Seguridad (DFS) funcionaba como policía política y centro de inteligencia del régimen priista. Esta institución fue fundada en 1947 durante el sexenio de Miguel Alemán, entre otras cosas, con el objetivo de combatir al comunismo y colaborar con las agencias de seguridad de Estados Unidos que buscaban frenar el supuesto expansionismo soviético en América Latina.

Sin embargo, en la práctica, la DFS se convirtió en un centro de espionaje político contra todo tipo de objetivos: desde distintas organizaciones de izquierda hasta diplomáticos de países sospechosos; desde intelectuales, artistas y escritores mexicanos y extranjeros hasta movimientos estudiantiles y sindicatos; desde organizaciones campesinas y guerrillas hasta clases medias que criticaban al presidente en cafés y restaurantes. Es más, la DFS llegó a espiar a políticos priistas de los cuales el gobierno sospechaba.

En 1985, luego del escándalo producido por el asesinato del agente de la DEA, Kiki Camarena, el gobierno mexicano se vio obligado a cerrar la DFS y, poco después, fundó el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), una institución más profesionalizada y mejor entrenada en labores de inteligencia para la seguridad nacional y para colaborar con las agencias estadounidenses en esta materia. En 2018, el presidente López Obrador convirtió el Cisen en el Centro Nacional de Inteligencia (CNI).

Pese al desmantelamiento de la DFS, la realidad es que aún observamos reminiscencias de esta institución en el sistema político mexicano, toda vez que los gobiernos posteriores al año 2000 han seguido espiando a sus críticos, opositores e incluso a supuestos aliados políticos de los que desconfían.

Los gobiernos de Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador han destacado por igual en esta labor. Es bien conocido que Peña Nieto se valió del software Pegasus para pinchar los teléfonos celulares de distintos periodistas, activistas y opositores para acceder a su información y monitorear sus actividades.

El gobierno peñista intervino 15,000 celulares con Pegasus . Entre los personajes espiados destacan los padres de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el personal de Amnistía Internacional y otras organizaciones de derechos humanos, diversos periodistas como Javier Valdéz y Marcela Turati, así como el expresidente Felipe Calderón e, irónicamente, Claudia Sheinbaum y Andrés Manuel López Obrador.

Y digo irónicamente porque distintas investigaciones periodísticas han demostrado que el gobierno federal, a cargo de López Obrador, y el gobierno capitalino, a cargo de Sheinbaum, se valieron de diversos mecanismos para espiar a sus opositores. Así es: quienes sufrieron un injustificable espionaje político en la oposición realizaron operaciones de espionaje político a gran escala durante sus gobiernos; quienes denunciaron —con razón— que el espionaje político era un signo de autoritarismo terminaron por replicar esas prácticas autoritarias.

Recientemente, una investigación del New York Times demostró que la Fiscalía de la Ciudad de México espió a funcionarios de la Suprema Corte, a políticos opositores (como la senadora Lilly Téllez y el ahora candidato del PAN al gobierno capitalino, Santiago Taboada) e incluso a cuadros morenistas que, al parecer, causaban sospechas al equipo de Sheinbaum, como Higinio Martínez y Horacio Duarte.

Previamente, investigaciones periodísticas sacaron a relucir que el gobierno obradorista utilizó Pegasus para espiar a periodistas y activistas, como Ricardo Raphael y Raymundo Ramos. Además, el Ejército mexicano espió a funcionarios encargados de investigar violaciones a derechos humanos cometidas por las Fuerzas Armadas (incluido Alejandro Encinas). Y el presidente López Obrador ha dado a conocer información privada de sus críticos, como ocurrió con Carlos Loret de Mola.

Nada de esto debe sorprendernos. En México, los centros de inteligencia no se perciben como lo que deberían ser: instituciones que recaban, analizan e interpretan información para prevenir posibles amenazas y preservar la seguridad nacional de los Estados.

En nuestro país, las agencias de inteligencia deberían tener especial capacidad para entender las redes, los modos de operación y las cadenas de liderazgo de las organizaciones criminales, para así contribuir a su desmantelamiento y a la prevención de la violencia. Además, puesto que vivimos en una democracia constitucional, las agencias de inteligencia deberían estar sometidas a controles del Congreso para verificar que cumplen con sus objetivos y que se conducen con rectitud.

Nada de esto ocurre. Por el contrario, pasan los años y los gobiernos mexicanos siguen viendo a las agencias de inteligencia como instrumentos de espionaje político para encontrar “trapitos sucios” de sus adversarios y, de este modo, debilitar a las oposiciones. Desafortunadamente, la candidata puntera en las encuestas, Claudia Sheinbaum, ya mostró su talante autoritario al espiar a sus opositores mediante la fiscalía capitalina. Que no quepa duda de que hará lo mismo, y a mayor escala, como presidenta si gana el próximo junio.

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