La pandemia del covid-19 y su costo para hogares y flujos migrantes
Tonatiuh Guillén López*
La pandemia derivada por covid-19 -que duró entre el 30 de enero de 2020 y 5 de mayo de 2023, conforme a la OMS- generó un contexto catalizador de potentes cambios en las sociedades a escala mundial que aún persisten en sus consecuencias. No solamente en el ámbito de salud, demográfico y de dolor humano, como fue su primera expresión, sino también en los entornos económico, social, político e incluso cultural. De muchas maneras la pandemia fue una especie de explosión que impactó hacia todos los espacios de las sociedades. Como puede suponerse, en cada país y sociedad con formas y consecuencias diferentes.
No fue lo mismo enfrentar la pandemia en Dinamarca o en Japón que en Cuba, Honduras o México. En cada caso, por ejemplo, la capacidad de prevención, infraestructura de salud, atención de casos, vacunación y la eficacia directiva de los gobiernos fue muy diferente. A México nos tocó una de las peores experiencias del planeta, sobre todo considerando la excesiva pérdida de vidas, como analiza el informe de la Comisión Independiente de Investigación sobre la Pandemia de Covid-19 (https://www.comisioncovid.mx/).
Ante el enorme desafío muchos países tuvieron una exitosa capacidad de atención y de recuperación en todos los campos. A otros les sucedió exactamente lo contrario: una vez sujetos por el poderoso torbellino de la pandemia, lo que estaba mal pasó a peor y lo que estaba peor se convirtió en catastrófico. No hay que especular mucho para saber en cuál grupo se ubicó nuestro país y otros latinoamericanos, para referir solamente a esta parte del planeta.
Entre los elevados costos que las sociedades pagaron en exceso, además de vidas, se encuentra la radical restructuración de hogares y viviendas durante la emergencia, que por lo menos temporalmente se convirtieron en sustitutos funcionales de responsabilidades que no tenían y que deberían ser gubernamentales o de entidades privadas. La estrategia de prevención a contagios, consistente en quedarse en casa y reducir al mínimo la movilidad, causó radicales ajustes en la vida de las personas y en su espacio de vivienda.
De manera súbita, con todo y sus grandes desigualdades y contrastes, la vivienda se convirtió en lugar de prevención y cuidados para la atención de personas contagiadas o con alguna enfermedad que no podía atenderse en otro lugar. Es decir, el hogar sustituyó funciones que corresponden a los sistemas de salud, lo cual fue particularmente intenso para sus integrantes mujeres. Al mismo tiempo, con la suspensión del formato presencial en el sistema educativo, la vivienda se convirtió también en espacio para la educación en todos los niveles, propiciando notorios rezagos debido a la deficiencia, improvisación y desigualdades de acceso a internet y al equipo adecuado, lo que afectó particularmente a poblaciones de suyo vulneradas como fueron las rurales e indígenas.
No fue lo único. La vivienda y los hogares también se convirtieron en espacio para las actividades económicas. El famoso “home office” fue una alternativa para quienes tuvieron el privilegio de implementarlo. Para otros -desde pequeños talleres hasta la provisión de servicios de atención personal, por ejemplo- la vivienda transitó a espacio reconvertido para las nuevas tareas, como fuera posible. Vale decir, en los hechos la vivienda y los hogares se levantaron como primera línea de defensa de las familias ante la pandemia, de manera inevitable o bien inducida. Surgieron como un frente de resistencia social emergente, tanto más amplio como débiles y equivocadas fueran las políticas gubernamentales (ver el informe https://www.iis.unam.mx/habitabilidad-entorno-urbano-y-distanciamiento-social-una-investigacion-en-ocho-ciudades-mexicanas-durante-covid-19/).
La crisis social relacionada con la pandemia detonó otros grandes cambios, como la movilidad internacional de las personas, en gran medida forzada por el conjunto de deterioros de la coyuntura, incluyendo el económico, pero no solamente. Después de más de una década de estabilidad y cifras reducidas, el flujo mexicano volvió a registrar grandes cantidades de personas arribando a la frontera sur de Estados Unidos, lo cual se explica por dos graves deterioros. El primero, en los ingresos familiares, que motivó la salida de adultos solos en ruta a Estados Unidos en búsqueda de empleo, como era tradicional. El segundo deterioro está relacionado con la violencia e inseguridad en varios estados del país, agravadas desde el año 2022 y a la fecha provocando el desplazamiento forzado de familias y comunidades que hoy buscan refugio en el país vecino.
Como no ocurría desde hace tres lustros, son mexicanas y mexicanos la nacionalidad de mayores dimensiones intentando encontrar alternativas de vida e ingreso en Estados Unidos. Nos sumamos, en condiciones parecidas, a la movilidad procedente de Venezuela, Cuba y Nicaragua, que tuvieron un flujo impresionante en tiempos recientes. Otros orígenes adicionales que ahora destacan son Colombia, Ecuador y Perú. A la vez, persiste la movilidad desde Guatemala, Honduras y El Salvador, si bien su crecimiento no es significativo como los países anteriores. Asunto aparte es la catastrófica crisis de Haití, que ameritaría medidas generales de refugio y protección por parte de México y otros países.
En conjunto, desde la perspectiva de la movilidad humana los tiempos en curso son los más intensos en la historia de la región.
La reacción de los gobiernos, lamentablemente, no ha sido la adecuada ante el crítico escenario. Estados Unidos, por ejemplo, utilizó la pandemia como argumento para el rechazo inmediato de migrantes y refugiados que arribaron a su frontera, correspondiendo a las ciudades fronterizas mexicanas asumir parte sustancial de los costos. El propio gobierno de México no ha modificado su obcecada dedicación a la contención de los extensos flujos internacionales, desconociendo así que en una proporción importante corresponde a personas refugiadas. Peor aún, ni siquiera ha reconocido las nuevas movilidades de la población mexicana hacia Estados Unidos; sólo sabe contabilizar las remesas.
Las crisis generadas directa e indirectamente por la pandemia de covid-19 no han concluido, como puede apreciarse. No han cerrado las heridas, ni se han corregido las profundas fisuras en las sociedades que no gestionaron adecuadamente el espectro de crisis. Pareciera justamente lo contrario, que los torbellinos persisten y se extienden, de la salud a la economía, de ahí a la educación, cultura y ciencia, alcanzando además a muchas más instituciones gubernamentales y sus funciones. La actual crisis mexicana en seguridad pública y Estado de derecho, cruda realidad cotidiana, no parece ser ajena a esa herencia; suma además su propia cuota de deterioros a un contexto que estaba ya lastimado severamente. Al final, no hemos terminado de salir del pozo.
*Profesor del PUED / UNAM
Excomisionado del INM
Con información de Proceso