Trazos para la estupidez (histórica)
Rafael Cardona
Esta columna la publiqué hace un año. Muchas cosas no hay cambiado, en especial la confirmación cotidiana del aforismo de Albert Einstein sobre la estupidez humana, tan infinita como el universo mismo.
Hoy, cuando escucho la narración de los juegos olímpicos –de su inauguración a sus competencias–, me doy cuenta de la ignorancia sin confines. Es como el universo, infinita. La palabra más escuchada en estos días (y apenas van tres) es HISTÓRICO.
Si un perro se orina en la puerta de una casa, es histórico. Si El Mayo Zambada se aparece de pronto en un aeródromo privado en Texas, es histórico, como si Alexa Moreno se cae de la barra. También recibe esa categoría trascendente una medalla de bronce para las arqueras en su ganancia del tercer lugar. ¿Si hubieran ganado el oro, serían mejores deportistas o simplemente más históricas?
Quien sabe. Pero recordemos la otra columna, para no lastimar la susceptibilidad de algunos merolicos con micrófono.
Hace muchos años Joan Manuel Serrat, desternillado, me contó una historia sensacional.
Un ejemplo de cómo se puede ser imbécil, sin darse cuenta, porque ya lo sabemos, el estúpido suele ser tan profundamente pendejo, como para no darse cuenta de su idiotez o –como los maridos cornudos– tardan mucho en saberlo y por lo general lo niegan. O por lo menos lo ponen en duda. Cuando ya no puede pasar por la puerta, ni ponerse el sombrero, lo comienza a aceptar.
En un pueblo catalán, un alcalde empeñoso –decía JMS–, decidió pasar a la posteridad (es decir, se puso histórico) mediante la instalación en la plaza pública, de un policromado reloj de sol cuya aguja marcaría con la exactitud del astro rey, el filo del mediodía y la caída de la tarde.
Y para eso, convocó a una colecta popular. También llamó a expertos y hasta un astrónomo cuyas luces, junto con las del climatólogo, determinarían la precisión del sitio, la orientación de los números y las sucesivas inclinaciones de la tierra. Todo en nombre de la perfección gnónomica, pues gnomon se llama la aguja cuya sombra marca la hora.
Un año tardó el empeño y cuando lo acabaron todo fue festejo, algarabía y jolgorio cuando con la simbólica llegado el mediodía, el reloj fue inaugurado con tambores, pífanos y platillos sonoros.
Pero un día comenzó a llover.
El alcalde, preocupado por no haber previsto la pluvial contingencia, tomó una decisión fundamental para su vida: lo mandó proteger con un bonito cobertizo de lámina, para protegerlo de la lluvia… y del sol.
Esto, al parecer obra de un baturro incurable, sucede todos los días en la ciudad de México.
Por ejemplo, el “superpolicía” de la IV-T, Omar García Harfusch y la SEMOVI, tan aptos para algunas otras cosas, no impiden la cultura del estorbo: para aligerar la circulación, se deben poner obstáculos a la circulación, se deben escuadrar las esquinas para dificultar las vueltas a la derecha, antes fluidamente continuas y con amplitud (paradójicamente en esta capital cuatroteísta, se prohíbe dar vuelta a la izquierda); y cuando el flujo aumenta, se cierran los acceso al Viaducto, así sea en el crucero con la calzada de Tlalpan.
Pero donde las cosas llegan al punto del Premio Nobel para la estupidez es en la glorieta de Insurgentes, abajito del ( ex) despacho de don Omar.
En esa intersección de Chapultepec e Insurgentes, está la estación de la más larga línea del Metrobús. Para ir al andén se sube un piso. Todo está muy bonito pero los elevadores para minusválidos o silla de ruedas están cerrados, porque como cualquier estación migratoria de respeto (en la 4T), el encargado se llevó la llave. Cosa frecuente.
Pero además tiene escaleras eléctricas. ¡Y funcionan!, bueno a medias. Solo las del descenso. Las de subida, no las encienden. Y eso es un atropello a la ciencia popular cuya sentencia nos dice: de bajada hasta las calabazas ruedan:
Son verdaderamente geniales.
Con información de Crónica