¿Terrorismo en México?
José Antonio Sosa Plata
La llegada al poder de Donald Trump reabrirá el debate sobre si hay o no terrorismo en México. Ante la cercana posibilidad de que Estados Unidos clasifique a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas, nuestro país debe estar preparado también con una estrategia de comunicación política que transmita tranquilidad y confianza a la población.
El terrorismo potencia su poder destructivo por la atención que logra de los medios de comunicación convencionales y digitales. También por el impacto que tienen las escenas de violencia y el temor que, en paralelo, provocan en la gente. La simbiosis que existe entre las acciones terroristas y la creación de noticias es la fuente del enorme poder que tiene.
Dicho en otras palabras: el terrorismo necesita publicidad, y todos los medios de comunicación buscan noticias que incrementen sus audiencias. La espectacularidad de las acciones —y la posibilidad de ser transmitidas en forma inmediata o casi inmediata— potencian el cumplimiento de fines y objetivos de las personas o grupos que las generan.
Definir el concepto de terrorismo y los alcances que puede tener ha sido una labor muy complicada. En el mundo no existe una definición aceptada por la mayoría de naciones. No obstante, en lo que parecen estar de acuerdo es en delimitarla a “las acciones de ciertos grupos para cometer actos de violencia extrema, con el fin llamar la atención de gobiernos y medios de comunicación en forma fugaz o efímera”.
Con base en estos principios, propuestos por especialistas y teóricos reconocidos, los terroristas realizan secuestros de líderes, lanzan o ponen bombas en lugares estratégicos, convierten vehículos de transporte público o privado en armas asesinas contra la población, atentan contra la integridad de figuras públicas o cometen magnicidios.
En el marco de las atrocidades que cometen, los terroristas no respetan límites éticos ni morales. Lo único que importa son los fines o causas que defienden, las que casi nunca son justas. En contraste, lo que sí hacen es desafiar, dañar y deslegitimar a las instituciones o a las figuras de autoridad del Estado. Sus objetivos tácticos son, entre otros, provocar miedo, intimidar a la población y coaccionar a los gobiernos.
Tomando en cuenta estas características, parecería que no hay problema en la definición. Sin embargo, la controversia y desacuerdo prevalecen. ¿Por qué? Hay dos visiones predominantes. Por un lado, están quienes no consideran actos terroristas a las actividades violentas de la delincuencia organizada. Por el otro, quienes sí las encasillan en este rubro para combatirlas con los recursos de apoyo que están disponibles en el ámbito internacional.
Como resultado del desacuerdo se creó otro concepto: el narcoterrorismo. En su acepción más simple, se le define “como el terrorismo vinculado con el tráfico de drogas”. Y precisan: “los grupos de narcotraficantes utilizan la extrema violencia en contra de las autoridades establecidas, los empresarios y la población civil para, a través del temor, mantener o incrementar sus negocios ilícitos”. Pero estas palabras no aportan mucho.
De los diversos ejemplos que se han utilizado para darle mayor consistencia a la definición, se menciona “la crueldad en la ejecución de funcionarios, policías, militares, periodistas, activistas, influencers, líderes sociales y civiles inocentes”. Además, nunca parece importarles si entre las víctimas hay niñas, niños, mujeres, jóvenes o adultos mayores”.
Desde esta misma perspectiva, los narcoterroristas también secuestran, torturan, queman o masacran con armas de alto calibre a sus “objetivos humanos”. Y para que no quede duda de sus “intenciones”, en muchas ocasiones les colocan mensajes o suben fotos o videos a las redes sociales en los que se exponen las presuntas razones de sus atrocidades.
Pero eso no es todo. Los narcoterroristas también recurren a la quema de comercios, a los bloqueos, a la colocación de bombas en automóviles o transportes públicos, al uso de drones con fines violentos, a los enfrentamientos con sus adversarios en el espacio público y a la vandalización de oficinas.
Y peor aún: junto con la propagación del miedo, buscan mostrarse, además, como protectores de la población, asumiendo acciones paternalistas muy parecidas a las que realizan los gobiernos. En su nuevo modelo, no hay duda de que intentan acercarse a los propósitos ideológicos, políticos, ecológicos, supremacistas o antigubernamentales que dicen perseguir los terroristas.
Lo grave para nuestro país, es que los efectos negativos de los primeros son mucho mayores en términos estadísticos y de percepción. Y lo han logrado por la forma en que debilitan el orden democrático a través de la corrupción, de un sistema político constantemente amenazado y de una población cada día más preocupada por su seguridad personal y familiar.
En suma: es posible asegurar que en México no hay terrorismo, pero sí un narcoterrorismo que ha resultado ser mucho más despiadado, letal y cotidiano. Por eso, los avances que los grupos del crimen organizado han registrado con sus acciones y tácticas de comunicación han colocado a nuestra nación en la mira del próximo presidente de Estados Unidos, a quien la distinción entre terrorismo y narcoterrorismo —evidentemente— no le parece importante.
Con información de La Silla Rota