La nueva violencia
La violencia puede alimentarse por una sensación de fragilidad del Estado, la certeza de la impunidad y la costumbre social que la hace un problema llevadero. En México, la violencia lleva décadas gestándose al amparo de la desigualdad social, la complicidad de corporaciones de seguridad con las organizaciones criminales y el creciente poderío económico de éstas, y por ende su infiltración en las estructuras gubernamentales. La violencia más común, la de un asalto en el transporte público o dirimir una disputa a balazos, se han convertido en parte de la narrativa cotidiana y de la “normalidad social”. Solamente puede revertirse con el fortalecimiento de las instituciones, la no complicidad entre criminales y policías, un proceso de cambio de valores educativos que reconduzca a una cultura donde prevalezca el estado de derecho y no la ley del más fuerte.
El siglo XXI nos está enseñando que hay otro tipo de violencia. Una aún más compleja de entender, pero que se está enquistando en las nuevas generaciones. Véase el caso reciente de los tiroteos en Nueva Jersey y Texas, en Estados Unidos. Los asesinos, ambos de 18 años, con rifles de alto poder. Antes de perpetrar crímenes que cuesta narrar e imaginar, lo comunicaron en redes sociales. En el caso de Nueva Jersey, el tirador –del cual omito el nombre, porque parte del problema es que cumplimos involuntariamente su deseo de llevarlos a la fama póstuma– alertó a un grupo de seguidores de que transmitiría en vivo, con una cámara Go Pro usada para competencias deportivas, la carnicería humana en un centro comercial ubicado en una zona predominantemente afroestadunidense. El personaje escribió un manifiesto que toca la teoría de la sustitución, una falacia boba y simple: Estados Unidos es una nación blanca que está siendo infiltrada y sustituida por negros y latinos. Esa premisa racista era lo único que el personaje veía en redes sociales, donde encontró a personas de idéntico pensamiento, lo cual alimentó convicciones y ganas de poner un “hasta aquí” a la sustitución caucásica.
Lo interesante de estos casos es que los asesinos, de minorías, de niños inocentes en una escuela primaria, no llevaron a cabo estos actos de violencia pura como un arrebato irracional, sino imaginando el impacto que tendrían en redes sociales. Hay cierto deseo absurdo de posteridad en sus acciones, alimentado por una grey determinada por algoritmos, que nos están alejando como sociedad, están desapareciendo el centro político y están juntando a los extremistas y violentos.
¿O de verdad las redes sociales y sus algoritmos, que filtran lo que vemos, no han incidido en la calidad democrática?, ¿no han tenido que ver en la emergencia de movimientos como los que intentaron que Joe Biden no tomara protesta, asaltando el Capitolio?, ¿no tienen que ver con este nuevo tipo de violencia exhibicionista y producida, donde cuatro minutos de fama valen más que la vida de los demás?
Así como pasaron tres o cuatro décadas antes de que las instituciones de salud en el mundo entendieran los riesgos del tabaco, nosotros estamos viviendo los años en que el impacto de las redes sociales parece inocuo. Pasarán años para que dimensionemos lo que la manera en que están construidas las redes sociales, sus algoritmos y modelos de negocio, están causando un daño sin precedente a la salud mental de las personas. Cuando se suma ese factor a la segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos que permite comprar armas de asalto en un supermercado, tenemos el resultado que a nuestra generación le está tocando vivir.
Las redes han generado expectativas que generaciones anteriores no tenían. Hoy un joven en sus veintes quiere todo lo que Instagram y Facebook o Tik Tok le han vendido. Quiere todo y rápido, cuando la realidad, como dos trenes que chocan a toda velocidad, marca todo lo contrario: para su generación será más difícil y costoso educarse, ahorrar, construir un patrimonio. Esa disociación de expectativas y realidad está generando una frustración colectiva que impacta en la sociedad, en la economía, en las democracias y sí: en la intrincada violencia que atestiguamos todos los días.
Si queremos atacar las causas del problema, primero tenemos que entenderlo y dimensionarlo. No con ideas francamente ligeras, absurdas y lamentables, como copiar el modelo estadunidense de la segunda enmienda en México, que significaría permitir que todos los ciudadanos tuvieran armas, sino con profundidad en el análisis de lo que hoy lleva a un joven que apenas rebasa la mayoría de edad a elegir la violencia y desatar el infierno. Entendamos con seriedad más allá del oportunismo político de algunos personajes carentes de ideas, que no estamos entendiendo a cabalidad estos tiempos en materia del impacto sociológico de la tecnología. Ese sería el primer paso para dimensionar esta nueva y aterradora violencia; de no hacerlo causará estragos de dimensiones insospechadas.
La Jornada