Debiera haber Obispas

Jorge Alcocer V.

Es tradicional que entre los actos que enmarcan el relevo presidencial en los Estados Unidos tengan lugar ceremonias religiosas, con la asistencia del nuevo presidente, sus familiares y miembros de su gabinete. Así ocurrió el 21 de enero pasado en la Catedral Nacional de Washington, DC, en un servicio religioso encabezado por la obispa episcopal Mariann Edgar Budde. 

Por su significado y trascendencia, transcribo la parte final del sermón de la obispa Budde, que causó molestia al presidente Donald Trump. (Tomo la versión en español, publicada por el diario El País).

“Permítanme un último ruego. Señor Presidente, millones de personas han depositado su confianza en usted y, como dijo ayer a la nación, ha sentido la mano providencial de un Dios amoroso. En nombre de nuestro Dios, le pido que se apiade de las personas de nuestro país que ahora tienen miedo. Hay niños gays, lesbianas y transexuales en familias demócratas, republicanas e independientes, algunos de los cuales temen por sus vidas. Y las personas que recogen nuestras cosechas, limpian nuestros edificios de oficinas, trabajan en granjas avícolas y plantas de envasado de carne, lavan los platos después de comer en los restaurantes y trabajan en los turnos de noche en los hospitales: puede que no sean ciudadanos o no tengan la documentación adecuada, pero la gran mayoría de los inmigrantes no son delincuentes. Pagan impuestos y son buenos vecinos. Son fieles miembros de nuestras iglesias, mezquitas, sinagogas, viharas y templos.

“Le pido que tenga piedad, Señor Presidente, de aquellos en nuestras comunidades cuyos hijos temen que sus padres sean llevados, y que ayude a quienes huyen de zonas de guerra y persecución en sus propias tierras, a encontrar compasión y acogida aquí. Nuestro Dios nos enseña que debemos ser misericordiosos con el extranjero, porque todos fuimos extranjeros en esta tierra.

“Que Dios nos conceda la fuerza y el valor para honrar la dignidad de todo ser humano, para decirnos la verdad unos a otros con amor, y para caminar humildemente unos con otros y con nuestro Dios por el bien de todas las personas de esta nación y del mundo. Amén”. (Fin de la cita).

Tomé de la obra de teatro de Rafael Solana el título de esta columna. No es mi intención entrar al debate sobre la milenaria exclusión de las mujeres por la Iglesia Católica. Aunque celebro que varias iglesias cristianas, en América y Europa, hayan dejado atrás, desde hace años, esa exclusión y cuenten con obispas en número creciente. Aún recuerdo la emoción que nos produjo, a mi esposa y a mí, presenciar una misa concelebrada por obispas en una iglesia episcopal en Nueva York, un 31 de diciembre de hace algunos años.  

Mi intención es dejar abierta la esperanza de que organizaciones sociales y religiosas, en Estados Unidos y México, habrán de activar sus esfuerzos para detener las medidas del presidente Donald Trump en contra de millones de seres humanos cuyo “delito” es radicar en ese país de forma indocumentada. Espero que desde México se produzca una gran movilización de iglesias y activistas, coordinada con la que tenga lugar en Estados Unidos. Mantengo la esperanza de que en la sociedad estadounidense permanecen vivos los valores de la solidaridad con todos los seres humanos en situación de apremio o desventura, sin distingo de raza, nacionalidad, idioma o religión.

Del gobierno mexicano cabe exigir una posición de dignidad y firmeza ante las deportaciones ordenadas por Trump, así como un trato solidario con nuestros compatriotas deportados y con los demás migrantes afectados. Hacer lo posible para garantizar la integración familiar, la atención humanitaria inmediata y el retorno a los lugares o países de origen de cada persona deportada, según su libre decisión, debe acompañarse de la atención legal, oportuna y eficiente, de los extranjeros que soliciten su permanencia legal en México.   

Las acciones del presidente Donald Trump contra los migrantes indocumentados y sus familias trascienden el ámbito de la política y los partidos. Son acciones que cabe considerar como de lesa humanidad, que deben ser combatidas por todos los que defendemos los derechos humanos y la democracia.

Será de la sociedad civil, estadounidense y mexicana, de donde surjan las principales acciones en defensa y solidaridad hacia las personas amenazadas con la deportación. Son seres humanos que tienen un sueño: una vida mejor.

Con información de Aristegui Noticias

También te podría gustar...