La náusea judicial

Jorge Javier Romero Vadillo

Al final del siglo pasado, muchos de quienes apostamos por la transición a la democracia creímos que bastaría con desmontar el viejo régimen autoritario para que, por añadidura, se transformara de raíz el sistema de justicia. Ocupados en diseñar un sistema para que los votos contaran y se contaran, y pudiera haber competencia electoral plural sin conflicto, imaginamos —ingenuamente, como dijo Ana Laura Magaloni en la presentación del libro Fabricación, de Ricardo Raphael, el 10 de abril en el Museo de Antropología— que la democracia traería, por sí sola, instituciones judiciales imparciales, técnicas, confiables. Fue un error garrafal. Porque el sistema de justicia, lejos de democratizarse, se adaptó a la nueva lógica política sin alterar su naturaleza: sigue siendo un instrumento de poder, clientelar, opaco, arbitrario. Fabricación es una radiografía de esa podredumbre. Y también una denuncia.

Fabricación es una investigación acuciosa, un trabajo periodístico de gran rigor que combina un expediente jurídico devastador con un relato narrado con la fuerza de una novela de crímenes de Estado. Ricardo Raphael desmonta sin miramientos el mito que durante casi dos décadas protegió a Isabel Miranda de Wallace, la mujer que logró engatusar a buena parte de la opinión pública —y, sobre todo, a Felipe Calderón— con una historia tan conveniente como falsa. Lo que presentó como la cruzada de una madre en busca de justicia resultó ser una intrincada operación de manipulación judicial, montajes ministeriales y tortura, llevada a cabo por autoridades presionadas por un personaje deleznable que había adquirido presencia mediática y tenía suficientes recursos e “influencias”, como se decía antes, para hacer que los funcionarios públicos hicieran su voluntad.

Los males del sistema de justicia mexicano han sido expuestos con crudeza por distintas obras clave en las últimas dos décadas. Presunto culpable, el documental de Roberto Hernández y Layda Negrete, reveló de forma demoledora la podredumbre cotidiana de los juzgados penales. Una novela criminal, de Jorge Volpi, mostró con precisión narrativa cómo la fabricación de culpables es una práctica sistémica, avalada por un aparato que prefiere cerrar casos antes que impartir justicia. Ana Laura Magaloni, desde la academia y el periodismo, ha documentado con paciencia forense la persistencia del uso faccioso de la Ley, la ausencia de profesionalización y la lógica clientelar del Ministerio Público. Ahora, a ese conjunto de trabajos se suma, con contundencia y lucidez, Fabricación, de Ricardo Raphael. Una disección narrativa de un caso que encarna todos los vicios del sistema: tortura, complicidad institucional, montaje mediático y justicia subordinada al poder.

Como he escrito una y otra vez, el sistema de justicia mexicano es parte de un arreglo institucional complejo, donde la negociación permanente de la obediencia a la Ley es el método de operación de la arbitrariedad. Desde el origen del Estado mexicano, las autoridades han funcionado como vendedoras de protecciones particulares, en un entorno donde el cumplimiento de la norma depende del poder relativo de cada actor. El Ministerio Público, tanto federal como local, ha sido históricamente una oficina subordinada al Ejecutivo, corrupta, sin autonomía, sin profesionalización y sin estructuras técnicas sólidas. La judicatura, especialmente en los estados, ha operado bajo lógicas clientelares, al servicio de los intereses políticos y económicos del momento. Si bien la reforma constitucional de 1995 pareció un intento serio de fortalecer el Poder Judicial Federal —al transformar a la Suprema Corte en tribunal constitucional y crear el Consejo de la Judicatura Federal—, en los ámbitos locales las reformas fueron meros ejercicios de simulación. La reforma penal de 2008, que introdujo el sistema acusatorio, fracasó porque se topó con las inercias institucionales. Los ministerios públicos, órganos centrales de todo proceso penal, eran y siguen siendo estructuras burocráticas ineficientes, incapaces de armar casos sólidos, diseñadas más para obedecer consignas que para procurar justicia. La autonomía, cuando se otorgó, fue tardía y cosmética, y no transformó las formas cotidianas de operación. En el ámbito federal, López Obrador abortó cualquier posibilidad de construcción institucional al imponer a un Fiscal General abiertamente subordinado, descaradamente vindicativo, que ha operado más como brazo político de la Presidencia que como garante de la legalidad.

Mientras leía Fabricación, sentía un asco profundo. No es una figura retórica. Era un malestar de cuerpo que me provocaba arcadas. Las atrocidades y las iniquidades que expone Ricardo Raphael en su libro no sólo son una muestra del sadismo que anida en las cloacas del sistema penal mexicano, sino también una radiografía descarnada de cómo opera el poder cuando no tiene límites. Policías que torturan con saña, que fabrican culpables sin el menor recato, ministerios públicos que encabezan montajes grotescos, jueces que validan expedientes aberrantes, periodistas y empresarios que aplauden el espectáculo porque les resulta útil o rentable. Cada página documenta con rigor un entramado de complicidades en el que se pisotea la dignidad humana con premeditación y ventaja. No es un caso aislado: es un sistema. Y lo más obsceno es que, durante años, esa maquinaria de fabricación de culpables fue celebrada como una cruzada por la justicia, con Isabel Miranda de Wallace como la heroína nacional. El libro desmonta sin miramientos ese mito infame. Y lo hace con pruebas, con testimonios, con datos. No hay espacio para la duda razonable: lo que hubo fue una fabricación. De expedientes, de pruebas, de culpables. Y lo que sigue habiendo es impunidad, abuso y, sobre todo, crueles injusticias, que mantienen en la cárcel a personas que nunca han sido presentadas ante un juez.

Lo indignante es que hoy la coartada ya no se esconde. La ampliación de la prisión preventiva oficiosa ha provisto al aparato penal de cobertura legal para seguir actuando como siempre: detener sin pruebas, encarcelar sin juicio, castigar sin verdad. La inercia se convirtió en norma. Y mientras no se desmonten esas estructuras perversas, la pretendida justicia en México seguirá siendo una simulación cruel, un teatro macabro donde la Ley sólo sirve para legitimar el abuso. La pretendida elección de los jueces no resolverá nada. Por el contrario, sólo aumentará la politización, la ineptitud y el sesgo.

El mérito de Ricardo Raphael es haber escrito un libro que, además de documentar el horror con rigor y valentía, interpela al lector con fuerza ética. Fabricación no es sólo una denuncia periodística de primer nivel, es una obra necesaria. Un acto de memoria frente a la desmemoria institucional, una impugnación lúcida contra el cinismo del poder. Al terminarlo, uno no puede seguir igual: queda la indignación y la exigencia de no mirar para otro lado.

Con información de SinEmbargo

También te podría gustar...