Ni Nicaragua ni Perú
Édgar Corzo Sosa*
Si un grupo de personas toma un liderazgo visible y se opone al gobierno de un país buscando más democracia en las elecciones y, a cambio de ello, obtiene amenazas, persecución, hostigamiento, amedrentamiento, allamiento de sus casas, detención y ahora no se sabe dónde están algunos de ellos ni en qué condiciones se encuentran, no cabe duda que les fue muy mal.
Si otro grupo de personas, en cambio, toma un liderazgo visible y cuestiona al gobierno de un país, en especial a su titular, por alegados actos de incapacidad moral basados en actos de corrupción, y no se logra que deje el cargo dos veces pero a la tercera, finalmente, se obtiene la declaración de vacancia por medio de la cual deja de ser presidente, tampoco cabe duda en concluir que le fue muy bien.
Estos supuestos, contrapuestos, representan, de una manera muy simple, las diferentes situaciones que prevalecen en Nicaragua y Perú, países latinoamericanos que cuentan con amplia experiencia en las formas de ascenso al poder y en donde el papel que ha tomado la oposición en buena media ha sido por el espacio que le ha dejado el Poder Ejecutivo.
¿Y cuál es la razón por la cual ante un mismo caso de fuerte presencia de la oposición tengamos resultados tan opuestos? Muchas hipótesis podrían plantearse y otro tanto se podría escribir para explicarlas. Sin embargo, lo que quiero que usted lector advierta es que en un caso, el de Nicaragua, se encuentran fuertemente comprometidos los derechos humanos, y en el otro, el de Perú, ni siquiera estuvieron presentes, sino que sencillamente se pasó inmediatamente al cambio de poder; pero lo que sí es un hecho es que la oposición ejerció una fuerte presencia en ambos casos provocando las consecuencias que señalamos.
En el caso de Nicaragua, la situación comprometida en que se encuentran los derechos humanos llevó a que la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitiera, el pasado 22 de noviembre, una resolución mediante la cual sostuvo que la posición del gobierno de Nicaragua, de no cumplir lo mandatado por la Corte Interamericana, constituía un acto de evidente desacato, toda vez que desde el 24 de junio de 2021 se le ordenó que varias personas, entre ellas Juan Sebastían Chamorro, fueran puestas en libertad de manera inmediata y que emitiera las medidas necesarias para proteger eficazmente su vida, integridad y libertad personal, requiriendo al Estado, al mismo tiempo, que informara sobre las medidas tomadas para dar cumplimiento a esa decisión.
Nada de esto ha sucedido; es más, primero se rechazó hacerlo y ya después ni siquiera se dio una respuesta, por lo que la Corte Interamericana se ha visto en la necesidad de declarar ese desacato como permanente, contraviniendo con ese actuar el deber del Estado de acatar sus obligaciones convencionales, así como el deber de informar a la Corte Interamerciana; pero no sólo eso, ahora la corte dio un paso más, ya que resolvió que se presentará ante el Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos la situación de desprotección absoluta en que han quedado los beneficiarios, abriéndose la puerta para que los Estados activen la garantía colectiva y exijan a Nicaragua el cumplimiento de lo ordenado por la Corte Interamericana.
Desafortunadamente este actuar de Nicaragua también se ha hecho valer ante diversos Comités de Derechos Humanos de la ONU, negándose a cooperar en el cumplimiento de sus obligaciones internacionales e, inclusive, cuestionando la legitimidad del sistema de órganos de tratados de derechos humanos, de la misma manera como también lo hizo con el sistema interamericano.
Lo sucedido en estos días en Perú, en cambio, ha recorrido un camino diverso. Quienes forman parte de la oposición se fueron por otro sendero, pero no porque ellos hayan tomado esa decisión, sino porque más bien el Ejecutivo les dejó el espacio, ya que de haberse seguido las experiencias mostradas en Nicaragua, la situación hubiera sido distinta. En su lugar, en Perú el presidente decidió encarar a la oposición en dos ocasiones anteriores, primero en noviembre de 2021, a cuatro meses de haber asumido el poder, por un supuesto financiamiento ilícito, no habiéndose alcanzado la mayoría calificada requerida en el Congreso para proceder contra él, por lo que no tuvo la necesidad de defenderse ante ese órgano legislativo. En una segunda ocasión, en marzo de 2022, la oposición argumentó en su contra que había declarado con falsedad ante la fiscalía en las investigaciones, que la designación de diversas personas al frente de los ministerios era muy cuestionable y que había participado en organizaciones criminales. La mayoría requerida de congresistas para proceder contra él tampoco se alcanzó.
No obstante lo anterior, en la tercera ocasión en que la oposición volvió a ejercer presión, el presidente ya no resistió y tomó la decisión de cerrar el Congreso antes de que votara en su contra y lo enjuiciara. Pretendió decretar un estado de excepción e imponer el toque de queda. Sin embargo, estas medidas no fueron secundadas, sino más bien fueron cuestionadas por muchos, incluso por integrantes de su propio gobierno. Ahora el expresidente se encuentra a disposición de la Fiscalía de la Nación.
Ninguna de las anteriores salidas son ejemplos a seguir. El sentido común, ya no digamos la legalidad y constitucionalidad, nos llevan por senderos muy diferentes, ya que en el caso de Nicaragua el cumplimiento a lo ordenado por el tribunal interamericano y por los órganos de tratados de derechos humanos de la ONU sería el camino correcto, y en el caso de Perú seguir lo previsto en la Constitución y defenderse ante el Congreso o bien presentar la renuncia, como ya se ha hecho en otras ocasiones, hubiera constituido un camino menos cuestionable.
Como quiera que sea, estos dos casos muestran con claridad que la relación que se construya entre la oposición legislativa y el titular del Poder Ejecutivo es de suma importancia para el establecimiento de un estado de derecho, que debe ser siempre respetuoso de los derechos humanos y de la constitucionalidad.
*Investigador en el IIJ de la UNAM