La destrucción de México
Fabrizio Mejía Madrid
A lo largo de estos cinco años de Gobierno de la Cuarta Transformación, me he preguntado a qué exactamente se referirá la oposición patrocinada por Claudio X. González con “la destrucción de México” que, según ellos, emprenden cada mañana el Presidente de la República, sus funcionarios, gobernadores, y legisladores. Como en el caso de cuando lo llaman “dictador”, cuando el Congreso ha detenido sus propuestas de leyes eléctrica y electoral, los magistrados han sentenciado que el muñequito de AMLO es AMLO mismo, o que el INE le manda borrar sus comentarios sobre la mayoría de votantes que tendrá morena en el 2024, igual que eso, es lo de la llamada “destrucción”. De eso trata esta columna, de cómo se ha ido destruyendo “la destrucción de México”.
En los años del neoliberalismo tuvimos cinco presidentes que destruyeron al país en distintas formas. El primero, Salinas de Gortari, arruinó a las empresas públicas estatales y paraestatales. Destruyó al Estado. No es que vendiera a los privados las empresas que le habían costado décadas de impuestos a los mexicanos, sino que las remató. Teléfonos de México, Mexicana de Aviación, Dina, industrias Conasupo, la minera Cananea, la banca (compuesta por Multibanco Mercantil de México, Banpaís, Banca Cremi, Banca Confía, Banco de Oriente, Bancreser, Banamex, Bancomer, Serfin, Comermex, Somex, Banco del Atlántico, Banca Promex, Banoro, Banorte, Banco Internacional y Banco del Centro), el acero, la fábrica de carros de ferrocarril, ingenios azucareros, y la aseguradora del Estado, por mencionar los más importantes. El fundamentalismo neoliberal de Salinas de Gortari le decía que estas industrias del Estado deberían ser privadas para aumentar la competencia que es tan buena. Pero, pronto, lo privatizado se convirtió en monopolio familiar con la falta de opciones para los consumidores, la cero innovación, y los precios sin regulación. Otro signo de su fundamentalismo fue que, si bien muchas de las paraestatales funcionaban como empresas más o menos eficientes, se les llevó artificialmente a la quiebra para poder venderlas. Tal fue el caso de las acereras, Canal 13 de televisión o Estudios Churubusco. Las empresas del Estado tenían una razón de ser. No siempre el mercado se autoregula. Pongamos el caso de la electricidad. Hasta que lo nacionalizó López Mateos, las empresas privadas no atendieron la demanda de las poblaciones rurales porque hacerlo no les reportaba ganancias. Por lo tanto, se creó la CFE que tiene la obligación de dotar a todos los mexicanos de luz eléctrica. Pero Salinas remató las empresas del Estado a aquellos empresarios que habían aportado millones de dólares para su campaña como candidato y que apoyaron, más tarde, el fraude electoral que lo llevó a la Presidencia. Al final, dos privatizaciones de Salinas destruyeron a México: la demolición de la propiedad comunal de los ejidos trajo consigo el nuevo narcotráfico organizado en cárteles para exportar, y la venta de los bancos generó la crisis financiera de 1994.
La siguiente destrucción de México se derivó de aquella, y fue el Fobaproa de Ernesto Zedillo que llegó a la Presidencia porque habían asesinado a Colosio. Zedillo privatizó los ferrocarriles y los satélites, dos insumos de la soberanía territorial, pero arrasó con el país al hacer pagar a todos los mexicanos, durante varias generaciones, las deudas de los privados. Destruyó a la clase media. Al activarse el Fobraproa, en 1995, los banqueros metieron en esa deuda créditos fraudulentos, autopréstamos millonarios, acciones irrecuperables, y hasta sus gastos personales. La banca que había privatizado Salinas, se destruyó también y quedó, como hasta ahora, en manos de corporativos extranjeros. El monto de lo que seguimos pagando, después de 28 años, asciende a un billón 40 millones 507 mil pesos. No es que pagáramos para proteger a los ahorradores que perdieron todo en los bancos por hipotecas y tarjetas de crédito, sino que rescatamos a los banqueros que, una vez sostenidos por el Estado, aprovecharon para que les pagáramos también todas sus operaciones fraudulentas. Ante la crisis de todos, menos de los culpables, es decir los banqueros, y los economistas de Harvard, Zedillo consigue préstamos de Estados Unidos y del Fondo Monetario Internacional usando las facturas futuras de Pemex como respaldo. El PRI era ya insostenible en la Presidencia, y vino, entonces, ese humanista de Acción Nacional, Vicente Fox.
La destrucción que hizo Fox fue prometer el cambio y ni siquiera disimular que no lo iba a cumplir. Destruyó la expectativa de un futuro mejor al presente. Prometió, por ejemplo, un crecimiento del 7 por ciento de la economía y logró el 0.63 anual, lo que empobreció más al país y concentró mucho más la riqueza en unas cuantas familias. Con la cantada “transición democrática” llegaron los empresarios al poder: el propio Fox, ex gerente de Coca Cola, y en su gabinete administradores de Gilette, sabritas, Avantel, Vitro, Telmex, Bancomer, Banamex, y las cerveceras. La idea era que el Gobierno se puede administrar como una planta de Coca Cola y que, por lo tanto, el valor de la política debe ser la eficiencia y no cosas como la justicia, la equidad, y la distribución de la riqueza. Por supuesto la idea de que el Presidente es como un gerente, llevó a comportarse a sus funcionarios, no como representantes de los ciudadanos, sino como CEO´s de un Consejo de Administración, con gastos exorbitantes y nula rendición de cuentas ante sus electores. Las toallas de 400 dólares y una cama de medio millón de dólares. Fox reconoció en campaña tres problemas nacionales: los indígenas, “la mujer” —así dice— y el narcotráfico. Su partido desconoció los Acuerdos de San Andrés, alcanzados con el EZLN y él mismo ordenó la represión contra los indígenas de San Salvador Atenco que se oponían al aeropuerto de Texcoco, tampoco implementó ningún programa social que ayudara a un tercio de los hogares mantenidos exclusivamente por una mujer, —a las que llamó “lavadoras de dos patas”— y menos combatió el narcotráfico, que creció en su sexenio, cuando Genaro García Luna, en la AFI, recibía un millón de dólares al mes sólo por parte del Cartel de los Beltrán Leyva, según el juicio llevado a cabo en Nueva York.
Y justo es el narcotráfico la destrucción que lleva a cabo el siguiente Presidente, Felipe Calderón, producto de un fraude electoral de Acción Nacional aliado al PRI. No sé si a eso le llamarían destrucción de México los que apoyan ahora al PRIAN. Destruyó la seguridad de ciudades y pueblos por todo el país. Lo que todos recordamos es la violencia imparable de la Marina y el Ejército por Michoacán, Chihuahua, Nuevo León, Guerrero. Pero, del total de presentados ante las cámaras de televisión como detenidos entre 2006 y 2010, sólo el 1.12 fue consignado por un juez. Por cada uno de los capos detenidos, que sólo fueron 13, se usaron más de 5 mil soldados, según los datos de la periodista Nancy Flores. Y todavía nos sorprendimos de que el encargado del combate al narcotráfico, Genaro García Luna, trabajaba para el Cartel de Sinaloa, cuyo objetivo era usar al Estado para eliminar a sus contrincantes. 18 mil desaparecidos en narcofosas por todo el país; 150 mil viudas civiles, es decir, sin contar las de los militares y policías; y un número de asesinados que el Instituto de la Transparencia todavía no libera, de cuyo total, se supone que el 10 por ciento es de inocentes civiles entre dos fuegos; además del desplazamiento forzado de cerca de un millón de personas que decidieron emigrar al interior o a Estados Unidos. Si eso no es una destrucción de México, francamente no sé de qué está hablando la oposición.
La gente vota, de nuevo al PRI, al que ya habían sacado en el 2000 porque se piensa que puede atemperar la bestialidad de Genaro García Luna y su jefe político, Felipe Calderón, pero no resulta así. Destruye la confianza en las instituciones. Lo que hace Peña Nieto en tan sólo dos acciones, el manejo de la desaparición de los 43 de Ayotzinapa y la “explicación” de la casa donde vive a cambio de contratos públicos, resulta desastrosa. En la primera, la noche de Iguala, hace que todas las instancias de su Gobierno encubran la relación entre narcotraficantes y autoridades municipales, estatales y federales de procuración de justicia. Es un operativo de encubrimiento que abarca esconder cámaras de seguimiento, intercepción de llamadas telefónicas, torturar personas para declaren que los estudiantes normalistas fieron incinerados en un basurero durante una noche de lluvia, al Procurador Murillo Karam, al CISEN, al Batallón 27 del ejército y su zona militar en Guerrero, una filmación del montaje en el basurero de Cocula hecho por la Marina, y muchas cosas que todavía no sabemos. Al final, el propio Peña le dice a los padres de familia, hstigados por los medios de comunicación, como Milenio: “Ya supérenlo”. El propio Procurador, en la misma conferencia donde quiere cerrar el caso con una verdad histórica, dice sin conciencia alguna: “ya me cansé”. La otra destrucción de la confianza en las instituciones es la Estafa Maestra de Rosario Robles. Usando a 18 universidades públicas del país se desviaron entre 7 mil millones y 31 mil millones de pesos que debieron atender a los más pobres del país. Las universidades lo hicieron, llevándose un moche y reasignando la supuesta tarea a empresas que no existían. La red de delincuencia organizada abarcó a los funcionarios —gente tan distinguida como Alfredo del Mazo, Lus Videgaray, Emilio Lozoya y la propia Rosario Robles—, autoridades universitarias que, por ser no-lucrativas, tenían la capacidad de no reportar en uso de su autonomía, notarios, abogados, contadores, y prestanombres humildes que recibieron pagos simbólicos por dar su domicilio. El PRI regresa pero con la clara conciencia de que es la última vez y monta un saqueo a lo grande que involucra, como en el caso de Ayotzinapa, a todos los niveles del Gobierno. No sé por qué eso no calificaría en la mente de Claudio X. González como “destrucción de México”.
Pero especulemos ahora qué podría significar la destrucción de México en el Gobierno de López Obrador. Tomemos como guía las cinco formas de destruir al país que tuvieron los gobiernos neoliberales: las empresas del Estado, la clase media y los ahorradores, el porvenir nacional, el control de los cárteles, y la confianza en las instituciones.
Empecemos. Al contrario del remate de bienes nacionales que hizo Salinas de Gortari, Andrés Manuel ha recuperado Petróleos Mexicanos, tanto con el rescate de las refinerías abandonadas, la construcción de la Refinería Olmeca en Dos Bocas como con la compra de Deer Park en Estados Unidos, lo que permitió que se redujera en seis por ciento la deuda de Pemex. Se ha defendido la capacidad de dotar de energía de la CFE a todo México y no a las empresas como Iberdrola que, además de ahorrarse la transmisión creando fraudulentas “sociedades de autoabasto”, sólo llegaban a los centros industriales. Se nacionalizó el litio y se construye la más grande planta solar de América Latina en Sonora. Además, son parte de los bienes públicos el Aeropuerto Felipe Ángeles, el Tren Maya, y el Interocéanico en el Istmo en el que se le indemnizó a un privado, Germán Larrea, un tramo de vía del tren para completarlo.
En comparación con Zedillo, que destruyó a la clase media y a sus esforzados ahorradores, hace unos días el Inegi publicó los resultados ya palpables, pandemia de por medio, de los programas sociales y los aumentos al salario mínimo, que ha sido desde 2018 del 41 por ciento. Con un crecimiento de casi 3 por ciento de la economía y récords en inversión extranjera directa (27 mil millones de dólares) y creación de empleos (21 millones de empleos formales), el peso se ha apreciado casi 12 por ciento. Los datos del Inegi arrojan que México es un país menos desigual que en 2018: los más ricos lo son 15 veces más que los pobres, y no 21 veces como cuando se midió en 2016, con Peña Nieto. El ingreso del 10 por ciento más pobre ha aumentado 29 por ciento y a los ricos no les ha ido mal: 7.8 por ciento. Entre estos dos, los aumentos oscilan entre 12 y 14 por ciento. ¿Qué destrucción causan estas variables en la cabeza de los apoyadores del PRIAN? Podrían decir que son insuficientes, pero no una ruina.
En cuanto a la violencia que generaron el narcotraficante García Luna y Calderón, no hay punto de comparación. Si los homicidios aumentaron con la guerra contra el crimen en 192 por ciento, con Andrés Manuel y su política de “atender las causas”, han bajado un 9 por ciento, lo que no es despreciable si se considera que en el de Peña Nieto siguió la tendencia al alza que heredó Calderón, 59 por ciento. La oposición dirá que en números absolutos, los homicidios son más, pero omiten decir que la tendencia a la baja se tuvo que jalar desde una situación de terror generalizado en muchas regiones del país. Los homicidios son un indicador pero no son toda la violencia, que es una descomposición de las relaciones sociales a partir, no sólo del daño físico, sino de la coerción por miedo, y la acción para mandarle mensajes a otro. En general, la violencia es un estado de cosas en que se le niega la existencia al otro. El otro es un mensaje, es un “daño colateral”, no es un humano, ya no digamos un ciudadano. Esa violencia que ejerció García Luna contra los cárteles no afines al suyo, generó un aumento de la violencia que no puede medir se sólo con el índice de homcidios. La percepción de violencia ha ido bajando también de 68 por ciento en 2012 a 61 por ciento. Una variación leve pero crucial.
Pero quizás en lo que no se puede acusar al Gobierno de la 4T es de destruir el porvenir, como lo hizo Fox o de degradar a las instituciones permitiendo que participen en redes de complicidad, como lo sucedió con Enrique Peña Nieto. Como hemos sostenido en otros espacios, existe un nuevo arraigo republicano de los antes excluidos de los asuntos públicos, los plebeyos. Eso le da una proyección al país hacia el futuro. El orgullo de la gente que fue a la inauguración del Felipe Ángeles, por ejemplo, es un caso clave para entender esta nueva pertenencia a lo “mexicano”. Otra clave es el apoyo de los migrantes en Estados Unidos hacia el Presidente López Obrador, al que sienten que “habla por ellos”. Arriba, en la élite de los X González, se sigue pensando que haber nacido en México es una desventaja del destino. Arriba se sigue con la blanquitud que añora ser como los blancos privilegiados de Europa o de Estados Unidos, en un anhelo inconseguible, frustrante, suspirante. Abajo se ha recobrado la honra de pertenencer.
Y, a menos que esa sea una destrucción, no veo en qué se basa el PRIAN para afirmarla.