El poder de la necedad
Ricardo Raphael
No todos los errores humanos tienen igual consecuencia. Es distinto caer de bruces por un mal paso, que equivocarse por haber tomado una mala decisión, o bien, cometer de manera reiterada el mismo yerro.
Séneca, filósofo del siglo IV (d.C.) ayudó a precisar la cuestión cuando afirmó: “errare humanum est, sed perseverare diabolicum” (“errar es humano, repetir en el error es diabólico”).
En efecto, no hay nada más banal que equivocarse, ni nada más grave que la reiteración de las equivocaciones. La estupidez no viene inscrita en nuestro código genético, sino en la voluntad del individuo para perpetuarla, o peor aún, en la voluntad del individuo para hacer que el error termine pasando desapercibido, inclusive para sí mismo. De ahí que, entre todas las formas que puede tener el error humano, la peor —la verdaderamente temible— es la necedad.
Mayor peligro que la necedad del tirano, es la tiranía de la necedad propia. Erasmo de Roterdam publicó en 1511 el mejor texto que se haya escrito sobre este tema. A su regreso de un largo viaje por Roma se halló rebasado por la estulticia que recorría los pasillos del Vaticano en la época de los Borgia. Fue entonces que redactó Elogio de la Locura, un libro lucidísimo que terminó alimentando la gran revuelta protestante.
Erasmo optó por mofarse primero de su propia necedad y solo después alzó su diatriba contra la estupidez los jerarcas de la Iglesia.
Como ningún otro, este texto explora los ejemplos más corrientes a la hora de incurrir en el equívoco. El Elogio de la locura recomienda, sobre otras cosas, distinguir entre el instinto y el pensamiento, también advierte contra los prejuicios que llevan a desestimar por sistema la creencia ajena, o lo que es lo mismo, considerar erróneamente como sabio el lugar común o como ignorante lo que se desconoce.
Destacaría entre las formas más preocupantes de la necedad confundir las causas con los efectos, o bien, incurrir en la visión de túnel, lo cual quiere decir forzarse a mirar las cosas a través del resultado deseable, sin percibir en el trayecto cuánto hay en los muros, los pisos y los techos del camino que lleva hacia el lugar imaginado.
En un segundo momento el Elogio refiere a la necedad que se vuelve socialmente contagiosa, aquella llama capaz de incendiar el bosque entero. Se trata de la misma necedad observada cuando Erasmo conoció a la Curia Romana: el delirio compartido por reyes obispos, magistrados, políticos, teólogos y demás letrados que termina echando raíces entre el resto de la población.
A este tipo de necedad debe temérsele mucho porque persiste gracias a la indulgencia del conjunto. Como dirían los cómicos británicos de Monty Python, este es el punto donde nadie esperaría ver venir a la Santa Inquisición, (a pesar de que haya cientos de inocentes ardiendo en la hoguera).
Siguiendo esta hebra habría de señalarse con dureza a quien renunció a ponerle límites a la necedad ajena, porque sin límites surge la megalomanía, o lo que es lo mismo, la temeridad sin conciencia del resultado.
Parafraseando a Séneca, lo diabólico viene de la necedad impune. Desgraciado quien pueda pasar por encima de aquellos límites que, de otra manera, habrían sido opuestos por la familia, los amigos, las reglas o las instituciones públicas.
El escritor irlandés, Oscar Wilde, advirtió que no había más pecado que el de la estupidez. Sin embargo, no precisó que ese pecado se desdobla en tres partes: la primera parte, la de la estupidez individual, segunda, el error diabólico, también llamado necedad, y tercero, el contagio de la necedad.
La estupidez individual, aunque lastimosa, no es la más grave. En cambio, el error que persiste —la necedad— puede ser muy inquietante. Por último, viene la necedad crónica, es decir el contagio que, en su cúspide, conduce al elogio masivo de la insensatez.
Wilde no fue víctima de un solo individuo, sino de una turba ciega y bruta que, en su día, lo encarceló por ser homosexual. La masa necia es el problema, no solo porque hace que el error persista, sino porque al no haber límites, la percepción generalizada de la falsa realidad se multiplica.
¿Qué sucedería en la hipótesis de que nada ni nadie nos contenga? El delirio.
La culpa no es de quien pierde la cabeza, sino de quien es indulgente con esa persona. Cuando no hay critica, o cuando de haberla esta es fácilmente desechable, la vanidad se adueña de las sociedades, primero de manera individual y luego de casi toda la gente. A lo largo de la historia mundial abundan los ejemplos.
Este fenómeno se puede contar a través de la pequeña vida individual, pero también a partir del hombre cuyo poder perdió capacidad de límite y contraste.
Un tercer personaje que aparece en esta escena es la de un pueblo contagiado por la necedad que, en vez de hacer la crítica necesaria, de su boca solo nacen elogios. Este es el personaje verdaderamente diabólico.
Milenio