El poder, la ley y la piedad (Primera parte)
Elisur Arteaga Nava
En las Fenicias de Eurípides, un personaje de la tragedia, Eteocles, tirano de Tebas, dice: “Pues si hay que violar la justicia, por la tiranía es espléndido violarla. En lo demás conviene ser piadoso”. (Tragedias, Gredos, III, p. 118, 524 a 526.)
En otra versión el pasaje se traduce: “Si toca ser injusto, que ocurra con miras al poder y quede la piedad para los asuntos menores”. (Tragedias áticas y tebanas, Planeta, p. 414.)
Suetonio, en su Vida de los doce Césares, en el apartado que dedica al Divino César, asienta: “Esta era también, al parecer, la opinión de Cicerón, pues en el libro tercero de su obra Sobre los deberes escribe que César siempre tenía en la boca unos versos de Eurípides, que él mismo tradujo como sigue:
“Pues si hay que violar el derecho, debe hacerse para reinar, en los demás casos, practica la rectitud”. (Gredos, tomo I, 30, 5, p. 107).
En el pensamiento de Eurípides, la violación de la justicia está referida a tres propósitos: alcanzar el poder, retenerlo y eliminar a los rivales que aspiren a alcanzarlo o compartirlo. Es en ese contexto como se invoca en Las fenicias y lo recordaba Julio César.
Lo anterior fue escrito hace 2 mil 500 años, en relación con “hechos” que sucedieron hace más de 3 mil años. Las cosas no han cambiado mucho; más bien siguen idénticas.
Las leyes, entre ellas la Constitución Política y las electorales, tienen como función determinar la naturaleza y alcance del poder público: quiénes pueden detentarlo, vías para acceder a él, duración del mandato, formas de renovar la titularidad de los cargos y sanciones para quienes pretendan prolongarse en él o alcanzarlo al margen de lo que ellas disponen.
En teoría, en una democracia, la Constitución Política y las leyes pueden ser reformadas cuando el interés público lo requiera. El peligro está en que la ley pierda su abstracción, que la facultad reformadora se ejerza con vistas a un titular específico, respecto de adversarios identificados o con fines egoístas; también que se apliquen o interpreten en el sentido que apuntaba Eurípides: con miras a la tiranía o al poder absoluto.
Lo anterior implica: que se reformen con el propósito de permitir que alguien se perpetúe en el poder; se quiten barreras que impiden el ejercicio de una autoridad absoluta; se suprima, de mala manera, a los adversarios o se oriente la acción del Estado en dirección contraria al sentir del grueso de la población.
En 2006 Vicente Fox, con el fin de impedir que López Obrador accediera al poder, no tuvo empacho en prostituir las instituciones públicas; recurrió a los órganos responsables de investigar y castigar delitos: la Procuraduría General de la República, la Cámara de Diputados y a los jueces. El presidente de la Suprema Corte de Justicia que, como ministro, conocía de la controversia que se planteó para defender a López Obrador, no tuvo empacho en asesorar a Fox en su intento por procesar penalmente a Andrés Manuel López Obrador. No es una afirmación sin sustento. Hay un testimonio irrefutable:
“Fox provocó la reunión con Azuela porque se sentía presionado por la PGR. No percibía el tema del desafuero. Le preguntó a Azuela: ‘¿Cuál es tu criterio jurídico? Quiero conocer tu posición’. El ministro contestó: ‘El análisis jurídico del procurador es válido, y lo comparto. No tienes de otra.’ Fox se levantó de la mesa al escuchar la opinión del presidente de la Suprema Corte… De acuerdo con esta segunda teoría, Macedo, Maricela Morales, Fox y sobre todo Mariano Azuela, todavía presidente de la Suprema Corte, se confiaron en que las cosas salieran bien, y no hicieron nada para asegurarlo.”
Los autores del texto son dos prominentes foxistas: Rubén Aguilar V. y Jorge G. Castañeda, en su obra La diferencia (Grijalbo, 2007, pp. 286, 318).
Un panista que fue secretario de Gobernación durante el sexenio de Fox, lector de las encíclicas Rerum novarum y Quadragessimo anno y partidario del pensamiento social cristiano, a petición del cardenal Norberto Rivera Carrera encubrió al pederasta Luis Fletes Santana y evitó que fuera procesado. Carlos Abascal, por medio de sus agentes, impidió que se entregara al cardenal Rivera el citatorio a comparecer ante una corte de Los Ángeles, California, en la que tenía que responder por encubrir al pederasta Fletes.
Fue más allá: por medio de agentes de Gobernación expulsó a Jeff Anderson, abogado de la víctima del pederasta, y le prohibió la entrada al país durante cinco años (Varios, Norberto Rivera, el pastor del poder, Proceso/Grijalbo, 2088, p. 106).
Salieron finos para falsear la ley y encubrir a pederastas esos mochos de misa diaria. No se podía esperar más de ellos.
Fox y sus secuaces, para impedir que López Obrador llegara a la Presidencia en 2006, usaron la fuerza del Estado para desprestigiarlo. En 2012 prefirieron entregar el poder a un priista. El desprestigio y agotamiento de las dos facciones es lo que permitió el ascenso al poder de AMLO y que lo hiciera de manera avasalladora, con el control del Congreso de la Unión y de muchas gubernaturas de los estados.
Los priistas, más inteligentes, sabiendo que tienen la cola sucia, se han limitado en sus críticas a la actual administración pública federal; colaboran con ella. Ellos usaron y abusaron de las reformas a la Constitución Política y a las leyes con el fin de no perder el poder y de impedir que disidentes, como Manuel Camacho Solís, intentaran gobernar de nueva cuenta el entonces Distrito Federal y crecieran políticamente. Reformaron, para impedírselo, el Artículo 122 constitucional. Sólo faltó que en la norma dispusieran: “Se prohíbe que Manuel Camacho Solís se reelija como jefe de Gobierno”. Esos priistas nos saquearon y expoliaron.